Sobre Pedro como presunto fundamento de la “Gran Iglesia”.
“Ni judío ni griego. El cristianismo en sus comienzos” (vol. IV) (1064 / 20-05-2019)
Escribe Antonio Piñero
Esta es la última postal –aunque dividida en varias partes / días– con la que quiero dar cuenta de la aparición en castellano del último volumen de la gran obra de James D. G. Dunn, “El cristianismo en sus comienzos” editada en nuestra lengua por Verbo Divino (2018 en traducción de Serafín Fernández Martínez. La parte decimotercera lleva por título “La influencia continua de Pablo y Pedro”, y tiene un capítulo dedicado a cada uno de estos dos personajes básicos del cristianismo. Como muestra, me voy a detener solo en el capítulo 48, dedicado a Pedro. La tesis básica que defiende Dunn, es que Pedro… “desempeñó un papel determinante en cuanto a mantener unido el cristianismo a pesar de sus disparidades surgidas en el siglo II, y en cuanto a ayudar a sus sucesores a permanecer fieles a la herencia central de la tradición de Jesús y el evangelio tal como fue expuesto especialmente por Pablo”.
Según Dunn, esto se debió al papel que este apóstol desempeñó en las controversias de la primera generación y a la “construcción de puentes” (aquí Dunn juega con el vocablo latino “pontifex”, “pontífice”, que significa literalmente “hacedor de puentes”, que en el cristianismo –sobre todo si se le añada el adjetivo “sumo”– recuerda a la “cátedra de Pedro”, a este como primer obispo de Roma, según la tradición y a su función como cabeza de la iglesia universal. Dunn sostiene que la influencia de Pedro en la formación de la Gran Iglesia “es claramente discernible en un análisis histórico. En teología, en influencia teológica, es probable que Pedro tenga que ceder la palma a Pablo. Pero en eclesiología, en influencia eclesiástica, Pedro no tiene par” (p. 802).
Estoy solo parcialmente de acuerdo con esta visión, pues creo que hace concebir al lector una perspectiva de la creación de cristianismo –en cuanto fenómeno ideológico (sociológicamente es distinto)– muy distante de lo que ocurrió en la historia real. Si lo que afirma James Dunn supone que (en la perspectiva de la ideología teológica, insisto) al final del siglo I y hasta la mitad del siglo II existió una “Gran Iglesia” petrina, no es correcta. Y menos que la teología de esa Gran Iglesia, derivada de Pedro naturalmente sirviera de catalizador a los diversas facciones, o diversos “cristianismos” que existían en esos años una Gran Iglesia, petrina, que actuó como unificadora y unificante de las diversas teologías de aquellos tiempos, sostengo que esta perspectiva no es correcta. Lo de “unificada y unificante” es expresión del ya fallecido Senén Vidal. Sencillamente esa idea es errónea. Los lectores ya saben que defiendo denodadamente que tal “Gran Iglesia” petrina no existió nunca y que es un mero constructo de la historia teológica confesional al dibujar los dos primeros siglos del cristianismo como fenómeno ideológico.
Para ser breve y directo: saben los lectores que en mi opinión es: fue la “Gran Iglesia”, ciertamente paulina, la que –siguiendo un impulso de Pablo mismo– buscó ensalzar la figura de Pedro con la idea de atribuirle muchas concomitancias con la teología paulina y de sus sucesores. Una vez que se construye –tras la muerte de los dos apóstoles, probablemente durante la persecución de Nerón a los cristianos de Roma– la figura de un Pedro más o menos de acuerdo con la mencionada teología paulina se logró que el gran constructo de la interpretación de Jesús por parte de Pablo (dependiente de visiones personales de Dios y de su Hijo y no de contacto directo con el Jesús histórico) quedara justificada por medio de un puente o unión con la iglesia primitiva, la de Jerusalén, heredera de ese Jesús de la historia.
El Pablo histórico intentó siempre que su “evangelio sobre Jesús de Nazaret” (convertido en Jesucristo) fuera refrendado por la iglesia de Jerusalén. Así lo afirma en Gálatas 2,7-9:
“Viendo los notables de la iglesia de Jerusalén que me había sido confiada la evangelización de los incircuncisos, al igual que a Pedro la de los circuncisos, pues el que actuó en Pedro para hacer de él un apóstol de los circuncisos, actuó también en mí para hacerme apóstol de los gentiles, y reconociendo la gracia que me había sido concedida, Santiago, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas, nos tendieron la mano en señal de comunión a mí y a Bernabé: nosotros nos iríamos a los gentiles y ellos a los circuncisos”.
Y para eso se esforzó toda su vida en cumplir el compromiso, acordado también en Jerusalén, de ayudar económicamente a esa comunidad (Gal 2,10: “Sólo que nosotros debíamos tener presentes a los pobres, de la capital de Judea, cosa que he procurado cumplir con todo esmero”).
Pablo no logró, ni mucho menos, ganarse a los judeocristianos de Jerusalén, pero lo intentó sinceramente. Ello se ve por la misma carta a los Gálatas y sobre todo por Hechos 21, capítulo en el que se perciben las reticencias de la comunidad jerusalemita y cómo, muy probablemente, ésta no aceptó el dinero de su colecta –no mencionada en absoluto y era el propósito del viaje de Pablo a la capital de Judea: silencio del autor de Hechos) por proceder de paganocristianos, creyentes en el Mesías, sí, pero no circuncidados).
Los sucesores de Pablo lo intentaron igualmente y tampoco lo lograron. Pero una vez muertos Pedro y Pablo, las comunidades paulinas, que formaron la base que construyó el Nuevo Testamento actual, idealizaron la figura de Pedro e hicieron de él el puente unión del pensamiento paulino y el judeocristiano de Jerusalén.
Espero que los lectores recuerden que ya he escrito varias veces cuál es la base de esta hipótesis:
1. Que la composición del Nuevo Testamento (4 evangelios de teología básica paulina en cuanto a la interpretación del significado de la muerte y resurrección de Jesús; 14 cartas atribuidas a Pablo por 7 al resto de todos los apóstoles –de entre las cuales 1 2 Pedro son paulinas; Judas se inspira en 1 Corintios; un Apocalipsis muy judío pero que diviniza paulinamente a Jesús y que interpreta su muerte como la del Cordero de Dios: 1 Cor 5,7) es totalmente paulina.
2. Que los Hechos de apóstoles, una obra nítidamente paulina, propaga artificial y ahistóricamente la fusión de Pablo y de Pedro: Pablo habla y actúa como Pedro; y Pedro como Pablo. Pedro es el fundador de la misión de los gentiles (Hch 10-11) y tiene una teología paulina (Hch 2 y 3).
3. Que no hay ningún testimonio de una teología especialmente petrina (salvo su judeocristianismo “normal”) que pudiera servir de atracción y de ligamento a unas comunidades de paganocristianos cuya teología era paulina, teología por cierto estimada como “peligrosa y exagerada” por los judeocristianos. Aquí entran de nuevo 1 2 Pedro, escritos espurios, obra de discípulos de Pablo, compuestos expresamente para presentar a un Pedro muy concorde con Pablo. El autor de 2 Pedro, obra probablemente compuesta hacia el 130-135, alaba directamente a Pablo y reconoce en 3,16 que las cartas de Pablo son ya canónicas (unos quince años antes de que Justino afirme oscuramente la canonicidad de los Evangelios o “Memorias de los apóstoles” (I Apología 67, 3), compuesta hacia el 150-160:
4. Ireneo de Lyon, que es el primer sistematizador de la teología cristiana, es un pensador paulino puro. A Pedro ni lo considera ni apenas lo nombra. La teología del “Contra los herejes” no debe prácticamente nada a un pensamiento teológico específico de Pedro. Ireneo es el primer testimonio de un canon del Nuevo Testamento casi igual al nuestro y que, como hemos dicho, es netamente paulino.
5. Y ahora añado: salvo “El Pastor” de un tal Hermas, quizás hermano de Pío, obispo de Roma hacia el 150, y de la “Didaché”, o doctrina de los Doce apóstoles, obras judeocristianas, las principales figuras teológicas del siglo II son todas paulinas: 1 Clemente; Ignacio de Antioquía; Bernabé es un antijudío bastante furioso; Policarpo pertenece la esfera de Ignacio de Antioquía; Justino Mártir es paulino, lo mismo que Clemente de Alejandría y Tertuliano.
El próximo día procuraré reforzar esta perspectiva de una manera indirecta con palabras del mismo James Dunn en el capítulo citado (48: Pedro; vol. IV, pp. 771-802). Intentaré mostrar cómo la/o que confiesa Dunn sobre el final del siglo I y los más menos cincuenta primeros años del siglo II encaja mejor con una Gran Iglesia paulina que con una petrina.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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