"Tiempo e historia" en el judaísmo y cristianismo antiguos (IV)

Hoy escribe Antonio Piñero:


Y con lo dicho hasta el momento pasamos a la segunda parte de nuestra mioniserie: el cristianismo primitivo, para la que contamos con otra fuente fundamental, que es el Nuevo Testamento.

En este corpus de escritos no se reflexiona sobre el tiempo directamente, pero sí se habla sobre él repetidas veces desde la perspectiva de una experiencia singular de ese tiempo, cuyo trasfondo es veterotestamentario y apocalíptico, con algunos tintes helénicos. El Nuevo Testamento se expresa en griego por lo que no vamos a detenernos en sus concepciones en torno al tiempo físico y psicológico que compartía con el resto de la "oikoumene" (el mundo civilizado: "ecuménico", todo el universo que interesaba) helenística. Tenemos que hablar más bien del tiempo en una perspectiva religiosa, que era lo único interesante para los autores de este corpus.

El Nuevo Testamento parte de una concepción veterotestamentaria acentuada por la apocalíptica: el tiempo mundano está firmemente regido por el intemporal, Dios, y tiene un principio y un final, más un proceso que lo orienta necesaria e ineluctablemente a ese fin, más o menos cercano. Toda la bienandanza del hombre depende de ese final del tiempo, aún no visible, pero previsible, de un "télos", un objetivo o final, que como una piedra de Magnesia atrae hacia sí todo el acontecer universal. Del Nuevo Testamento obtenemos la segura sensación, sin que los textos nos lo digan expresamente, que la concepción del tiempo no es ya rítmica, o cíclica, sino esencialmente lineal: el tiempo comienza con la creación, avanza lentísimamente hacia su clímax o plenitud, y luego desemboca rapidísima mente hacia su fin. El autor neotestamentario que ha expresado esta concepción con más nitidez (aunque hay que leer también entre líneas) es Lucas.

Según el tercer evangelio, el tiempo -considerado desde la óptica de lo que debe interesar más al hombre, la historia de la salvación- se divide en tres nítidas etapas: la primera es «la época de Israel», que se extiende desde la creación del mundo hasta la manifestación de Cristo en su edad adulta: es éste un momento exclusivamente de preparación para el gran acontecimiento de la salvación.

La segunda es la «época de Cristo», que comienza con su manifestación en el bautismo («La Ley y los profetas duran hasta Juan el Bautista; desde ese momento comienza a anunciarse el reino de Dios y todos se esfuerzan por entrar en él»: Lc 16, 16) Y dura hasta la intervención negativa de Judas (Lc 22, 3), cuando el traidor es poseído por el espíritu demoníaco. Esta época es el «centro del tiempo» por emplear la ya consagrada expresión de Hans Conzelmann (“Die Mitte der Zeit”) o la plenitud y clímax de los tiempos, como dice Pablo en la epístola a los gálatas (4,4): «Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su hijo nacido de mujer… para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley».

Esta época se caracteriza, según Pablo, por la supresión de la validez salvífica de la ley, otorgada en la época anterior simplemente como pedagogo, con carácter eventual y de preparación; según Lucas, porque es el único tiempo de la historia en el que el demonio quedó sin poder ninguno: fue derrotado una y otra vez por los milagros de curación y los exorcismos de Jesús.

La tercera época es el «tiempo de la iglesia. Comienza con el acontecimiento trascendental de la muerte y resurrección Jesús, que es un hecho central e irrepetible: es un hápax, algo único, en expresión del autor de la Epístola a los Hebreos (7, 27; 10, 10). Luego, este tiempo comienza a andar de un modo oficial con la efusión del Espíritu en Pentecostés (Hch, 3, 21). La tercera época dura hasta el fin del mundo, que comenzará con la «parusía» o segunda venida de Jesús, esta vez como mesiás con plenos poderes. Gracias a este unicum (la muerte y resurrección de Cristo), el reino de Dios, que había comenzado de hecho en el segundo tiempo, el de la «plenitud», sube un escalón cualitativo, y con este nuevo grado se inicia la rápida carrera hacia el fin.

Aparte de esta perspectiva, hay otra en el Nuevo Testamento que puede decirse más general: la división del tiempo en dos grandes mitades: en griego, el aión hoûtos, el «eón presente» y el aión ho méllon, el «eón futuro». La palabra aión traduce ya en el griego de la versión de los LXX, la traducciónón alejandrina antigua de la Biblia, el vocablo hebreo que expresa un tiempo muy extenso y que ya hemos mencionado: 'olam. El Nuevo Testamento emplea "eón" también en plural, como la literatura judía helenística (por ej., 1 Cor 10, 11; Testamento de Leví 10,2), lo que nos indica que los tiempos son varios. En efecto, el tiempo mundano, compuesto a su vez de varios eones (cf. Col. 1, 26), se extiende desde la creación hasta el fin del mundo, y el eón presente es el que les toca en principio vivir a los humanos, mientras exista el universo. Creación y final no tienen un sentido absoluto, sino que son el preludio y coda de un conjunto abocado a un paso trascendente: el ingreso en la eternidad: el eón o «tiempo» futuro.

A esta concepción de varios tiempos subyace en principio la vieja idea oriental de un eterno retorno: los tiempos se suceden, volviendo siempre a un inicio. Pero el judaísmo modificó esta perspectiva para acomodarla a un rígido monoteísmo: un Dios único que crea el mundo y le determina su fin. La tradición veterotestamentaria, que hereda el Nuevo Testamento, no podía concordarse de ningún modo con la doctrina astrológica y panteísta de un reino continuo del tiempo, con esa mezcla característica de Dios y mundo, eternidad y tiempo.

Ahora bien, de hecho la herencia cristiana es una combinación de la terminología propia de un eterno retorno (los eones o tiempos) con una doctrina de representación lineal, que alberga un dualismo esencial: «tiempo» frente a «eternidad». Como hemos dicho ya, el eón presente en el Nuevo Testamento es idéntico al tiempo mundano, abocado a un final, y el eón futuro es lo nuevo, lo que vendrá después. Este último se expresa metafóricamente con categorías políticas, el «reino de Dios» de los evangelios, o espaciales, el nuevo cielo y la nueva tierra», del Apocalipsis. Pero persiste en esta concepción una contradicción sustancial, que consiste en pensar con categorías también de tiempo algo, el “eón futuro”, que en realidad se opone a él. En efecto, el eón presente se contrapone al futuro, a pesar del mismo nombre, como el tiempo al “no tiempo”, la eternidad.

Para ilustrar la terminología expresa y la creencia en los dos eones contamos con abundantes textos neotestamentarios:

“El que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, se le perdonará; pero el que la diga contra el Espíritu Santo no se le perdonará ni en este eón, ni en el otro” (Mt. 12, 32),


o Gál 1, 4:

“Jesús se entregó a sí mismo por nuestros pecados según la voluntad de Dios para librarnos de este eón presente, malvado.”


En los escritos johánicos se emplea otra expresión griega: kósmos, “mundo”, vocablo que también traduce el hebreo ´olam en los LXX:

“Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo” (Jn 8,23).


Pero sea cual fuere la terminología queda claro ese dualismo esencial: el eón presente es malvado, enemigo de Dios, abocado a la destrucción; el eón futuro es la salvación.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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