059. El azafrán en Roma.
El azafrán apareció en la poesía romana del siglo I a. C. como un símbolo de la bonanza consustancial a la naturaleza, un atributo tanto de la prosperidad ideal como de los buenos tiempos por llegar. Pero algo más se esconde tras esta flor.
| Eugenio Gómez Segura
Detalle de sarcófago romano del 270 d. C. Museo de las Termas, Roma. Fotografía del autor.
En su famosa égloga IV, escrita como optimista himno a la prosperidad venidera, Virgilio mencionó el azafrán (Égloga IV 39-45):
Cada país lo proporcionará todo. No padecerá el suelo el arado, ni las viñas la hoz. También el fornido labrador quitará el yugo a los bueyes y no aprenderá la lana a simular variados colores: el propio carnero teñirá su vellón en los prados, bien de la pálida púrpura rojiza, bien de azafranado amarillo, y el escarlata, por sí solo, mientras pacen, vestirá a los corderos (Trad. de A. Cuatrecasas).
La nueva era, la aparición de la nueva raza, la gens aurea, la raza de oro cuya llegada será acompañada de fenómenos asociados a Saturno, dios de las cosechas y, por lo tanto, del bienestar (Saturno y satisfactorio podrían compartir raíz: de satus, participio de sero, sembrar; por algo el templo de Saturno en Roma contenía el tesoro público). Se trata de un mundo de fertilidad espontánea, la natura (de nascor, nacer), esa naturaleza que siempre ofrece nueva vida en forma de infinitas generaciones de animales y plantas o reverdecidos árboles y arbustos.
Tibulo lo dejó claro en este fragmento: I, 3, 35-36:
¡Cuán felizmente vivían en el reinado de Saturno, antes de que la tierra fuera abierta en largos caminos! Trad. de E. Otón).
Esta relación del azafrán con la exuberancia natural puede apreciarse también en otra obra de Tibulo, en esta ocasión unida a la agricultura. En un poema dedicado a ensalzar a Corvino Mesala, por tanto, repleto de buenos dones y gracias divinas, el autor muestra al dios y al país de la gran agricultura antigua, Osiris y Egipto (Tib 1, 7, 43-46), ataviados con el amarillo ropaje que también se atribuía a Dioniso (otra divinidad de la inmortalidad vegetal):
No van contigo ni las tristes preocupaciones ni las lágrimas, Osiris, sino la danza y el canto y el amor ligero y propicio, sino las variopintas flores y la frente orlada con yedra, sino la azafranada capa extendida hasta los pies ligeros… (Trad de E. Otón).
Y aquí reaparece el carácter sagrado del azafrán, tomado como símbolo de lo sagrado de la naturaleza, de lo divino de la naturaleza (Spinoza decía Deus sive Natura) como demuestra este fragmento de una obra perdida de Salustio citado por Macrobio (3, 13, 7):
las mansiones estaban engalanadas con tapices, ornamentos y decorados construidos para lucimiento de actores; al mismo tiempo se había esparcido azafrán por el suelo y otras partes, como se hace en un templo muy concurrido (Trad. F. Navarro Antolín).
Tibulo asocia a Osiris-Baco con el femenino ropaje de color azafranado, teñido con esta planta, que, sin duda, estaba relacionado con la promesa de fertilidad femenina tal como se recogió en el santuario de Brauron en el Ática, donde las muchachas allí dedicadas a aprender los secretos de la vida mujeril se ataviaban con peplos azafranados para indicar, suponemos, la vitalidad ingénita en ellas.
Estas asociaciones sin duda tenían su efecto, como demuestra Ovidio cuando, expresamente, une a Proserpina (la Perséfone griega, diosa del inframundo y esposa de Plutón, el dios de la riqueza agrícola, una suerte de Saturno) momentos antes de ser raptada, con la recolección de azafrán, frente a lo que sus compañeras de juegos hacían, buscar rosas y otras flores sin nombre: el azafrán asociado, pues a la boda y la reproducción femenina, a la fecundidad, tal como aparecía relacionado con Osiris y Baco, dioses del poder oculto de la naturaleza para regenerarse y dar nueva vida cada año. Ov Fastos IV 437-442.
Aquélla cogía caléndulas, a ésta le preocupaban las violetas, la de más allá cortaba con la uña los pétalos de la amapola. A éstas retenía el jacinto; a aquéllas retardaba el amaranto. Unas prefieren el tomillo, otras el romero; otras, el meliloto. Cogieron muchísimas rosas y otras flores sin nombre; ella, por su parte, cogió delicados azafranes y lirios blancos. (trad. de B. Segura Ramos).
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