Sobre los orígenes y autores del Evangelio de Juan (y IV)

Gonzalo Fontana Evangelio de Juan


Escribe Antonio Piñero

Acabamos hoy este miniserie sobre las conclusiones del libro “La construcción de un texto complejo. Orígenes históricos y proceso compositivo”, del Prof. Gonzalo Fontana. Creo que ofrece materia de reflexión y de una lectura repetida para algunos días.

Estoy totalmente de acuerdo con el autor en que todos los que han participado en la génesis de este evangelio tan complejo son judíos y en términos judíos ha de ser interpretada su obra. Su maestría en el manejo de las fuentes veterotestamentarias es la mejor prueba de ello. ¿Dónde, salvo en una sinagoga, podía aprenderse a interpretar la Escritura con semejante soltura? Esto es, los autores de los discursos son con toda probabilidad miembros de la propia comunidad johánica, la misma que, en su día, produjo la figura del “discípulo amado”, la misma de la que surgió el evangelio del calendario litúrgico.

Otra cosa es que en estas fases finales del evangelio el grupo ya hubiera sido expulsado del judaísmo oficial por sus inasumibles doctrinas (en especial esa suerte de divinización extrema de Jesús que aparece en sobre todo en el Prólogo), lo cual no implica, desde luego, que dejaran de sentirse judíos, ni tampoco que dieran la espalda a la única instancia organizativa que conocían, la sinagoga. Esto es, es muy posible que, durante largo tiempo, los grupos johánicos siguieran organizándose con arreglo a los modelos institucionales de su tradición configurándose como “sinagogas informales”. Así pues, estos últimos redactores del texto johánico no eran unos extraños, ni tampoco un grupo foráneo decidido a transformar su relato en un evangelio abierto a la gentilidad.

Se trataba, más bien, de un grupo altamente intelectual que, en un momento determinado, asumió la tarea de reinterpretar el sencillo texto que circulaba entre ellos a la luz de las novedosas y deslumbrantes doctrinas de su entorno. Pero tampoco significa esto que ellos asumieran en bloque el corpus doctrinal del gnosticismo. Se trataría, más bien, del empleo del utillaje conceptual de una gnosis ambiental incipiente, con el fin de expresar su mensaje de una forma atractiva a sus destinatarios. Más aún, el corpus johánico manifiesta una terminante postura antidocética –es decir, en contra de la doctrina que el cuerpo del Salvador no era real, sino meramente aparente, deducido del principio que la divinidad ni puede conjuntarse de ningún modo con lo carnal-- que es prueba de su impermeabilidad al núcleo conceptual del gnosticismo.

Por otra parte, el autor de este libro tan interesante no ha tenido la idea de caracterizar simplemente el texto del Cuarto Evangelio desde el punto de vista filológico, formulando una nueva hipótesis estratigráfica que superara las dificultades de las ya propuestas, en particular la de Rudolf Bultmann. Su propósito ha sido también el de dotar de peso histórico la reconstrucción que presenta el libro, lo cual le ha llevado a tratar de conectar, en la medida de lo posible, el relato de la elaboración del texto con una hipótesis que dé cuenta, de forma más consistente, de las vicisitudes históricas de los dos grupos cristianos involucrados en su creación.

Así pues, y aunque es muy probable que en la zona hubiera muchos más grupos encuadrables en el movimiento cristiano (judeocristianos de varios tipos o gnósticos), de los que no se ha ocupado el autor, debido a que apenas han dejado rastros documentales, lo relevante es que, según la hipótesis defendida en el libro, existieron en Éfeso dos importantes comunidades cristianas —la johánica y la lucana—, las cuales, aunque se reconocían mutuamente como miembros de un mismo movimiento, permanecieron largo tiempo separadas hasta que, ya muy entrado el siglo II —y desde luego en una fecha muy posterior al cierre redaccional de los textos—, acabaron por conformar el núcleo de la “Gran Iglesia” de la que habla el polemista anticristiano Celso hacia el 170.

Aquí, personalmente tengo que añadir que los dos grupos son esencialmente paulinos en la interpretación de la muerte de Jesús como un sacrificio vicario por toda la humanidad. Me parece que es claro que en el judeocristianismo típico –el de la iglesia de Jerusalén—no se percibe de ningún modo la idea de una teología de su muerte como sacrificio querido por Dios para que por medio de la sangre derramada de la víctima, Jesús, Dios se apiadara y perdonara los pecados de los judíos… y más tarde de toda la humanidad, lo que incluía a los paganos al mismo nivel que los judíos. En esta idea que creo básica opino que debía haber insistido más el Prof. Fontana.

La primera de las comunidades mencionadas tenía un origen palestinense, y más en concreto samaritano; y la segunda sería heredera de la predicación paulina en la ciudad. En efecto, la iglesia johánica no se hallaba sola en Éfeso: unos veinticinco años antes, Pablo había fundado una comunidad cristiana muy diferente. Frente al grupo de carácter judío y replegado en principio sobre sí mismo que era la comunidad johánica, los cristianos efesios de origen gentil estaban bien integrados en su mundo y abiertos a la incesante incorporación de nuevos miembros que reclutaban entre los metuentes, es decir, los “temerosos de Dios” que orbitaban en la periferia de las sinagogas. Y al igual que la vieja comunidad samaritana había creado su propio corpus legendario (que acabaría por cristalizar en la primera redacción de Juan), ellos habían hecho lo propio con la creación del tercer evangelio y de otros materiales doctrinales entre los que podemos destacar el corpus epistolar pseudopaulino (Colosenses, Efesios y cartas pastorales).

Esta concepción rompe con la idea de un grupo cristiano unitario y perfectamente diferenciado, a su vez, de las fórmulas “heterodoxas”, tal como sigue manteniendo por ejemplo, el monumental trabajo de P. Trebilco (Jewish Communities in Asia Minor, Cambridge) de 1991. De hecho, las profundas divergencias entre todos estos textos son, a nuestro juicio, la prueba más evidente de que surgieron de grupos muy diferentes. En rigor, el estudio del Prof. Fontana se inscribe en una discusión historiográfica que se esboza al principio del libro. A este respecto puede decirse que la postura adoptada por Fontana es muy parecida a la de R. Strelan (Paul, Artemis and the Jews in Ephesus, de 1996), quien planteaba la coexistencia de dos grupos (uno paulino y otro johánico) que efectuaron intercambios y transacciones, conclusión a la que también llega el Prof. Fontana a través de vías diferentes. A este respecto es importante señalar que el análisis filológico demuestra las mutuas interferencias entre los textos de ambas corrientes.

Ahora bien, aunque la reconstrucción que propone este libro habla, sí, de estas dos grandes corrientes cristianas, en modo alguno hemos de ver en ellas grupos compactos y homogéneos que expresan sus convicciones doctrinales a través de textos que circulan entre ellos como reguladores dogmáticos de sus creencias. Recordemos que, en el momento de su composición, esos textos no forman parte de ningún canon. Y lo que es más importante, es preciso subrayar que son el resultado de opciones teológicas muy sofisticadas, que, en última instancia, dan cuenta, sobre todo, de la reflexión de los círculos dirigentes y de los individuos más cultivados de cada uno de los grupos. Es cierto que cada uno de los autores se sirve de su propio fondo tradicional, pero también es obvio que sus textos reflejan el resultado de su propio proceso indagatorio y se construyen como un argumentario destinado a defender convicciones y hallazgos personales, de un lado, y a atacar posiciones distintas, de otro.

Ahora bien, ¿en qué medida cada uno de los puntos expuestos es asumido o comprendido por cada uno de los miembros de los grupos y grupúsculos que, de cerca o de lejos, se sienten identificados con las tradiciones comunes del grupo? Así, el Prof. Fontana subraya que Juan, aun dentro de una tradición indiscutiblemente judaica, manifiesta el abandono de doctrinas cristianas muy antiguas como la de la parousía. Pero ¿semejante transformación fue el resultado de una opción asumida por todo el grupo de creyentes? O más bien, ¿no sería esto, en cambio, el reflejo de la reflexión de algunos de los miembros prominentes del grupo? La propia existencia del Apocalipsis –otro producto de la ciudad de Éfeso, opero de un grupo distinto-- constituye suficiente respuesta a la cuestión. Existió, sí, un cristianismo de origen samaritano establecido en Asia Menor.

Sin embargo, en pocos años se produjeron innovaciones teológicas que provocaron, seguramente, fricciones o, al menos, divergencias en el seno de la comunidad. Las diferencias entre el Cuarto Evangelio y el Apocalipsis revelan que algunos de los miembros del grupo permanecieron más cercanos al fondo doctrinal heredado, los cuales siguen manteniendo su adhesión a las visiones del Apocalipsis; y, en cambio, otros fueron capaces de iniciar rutas teológicas independientes que los acabarían separando de aquellos. Más aún, obsérvese cómo en las cartas de Juan, textos que tanto deben a la sección discursiva del evangelio, recuperaron de nuevo la idea de la parousía, seguramente en un intento de acercarse a los grupos más tradicionales de su propia corriente (1 Jn 1,18-19; asimismo, 2,28) e incluso a las doctrinas mantenidas por la comunidad gentil, la cual seguía manteniendo una postura adventista, por más que hubieran pospuesto sine die tales expectativas.

Las mutuas interferencias entre los textos lucanos y los johánicos son la prueba de los contactos entre ambos grupos, pero eso no significa, por supuesto, que tales contactos fueran siempre de carácter amistoso. Las feroces invectivas contra la “sinagoga de Satanás”, los nicolaítas o “la mujer Jezabel” (que nosotros hemos identificado como solapadas referencias al grupo gentil) son indicio de que los sectores más conservadores del grupo que está detrás del Apocalipsis pretendieron conservar su identidad judía, amenazada por la incorporación de novedades procedentes de la facción gentil.

En cualquier caso, y hasta muy entrado el siglo II, la comunidad johánica se sintió una entidad diferenciada de los grupos gentiles de matriz paulina, tal como demuestra la tardía Tercera carta de Juan, texto en el que un dirigente del grupo johánico lanza feroces dicterios contra un dirigente de un grupo gentil.

Por otra parte, este libro ha tratado de reconstruir la larga y compleja peripecia del grupo johánico. Según la hipótesis defendida, este grupo tiene su origen en los grupos que dieron lugar al cristianismo paulino: los judíos helenistas. Sin embargo, ambas corrientes permanecieron separadas varias décadas, lo cual dio lugar a realidades históricas muy diferentes. Frente al grupo paulino, formado mayoritariamente por conversos de origen gentil, el grupo johánico poseía un carácter más judío, o si se quiere más israelita. Según esta hipótesis, se trataba de un grupo de cristianos de origen judío que tuvieron que huir de Jerusalén porque sus audaces interpretaciones teológicas resultaban inaceptables para la ortodoxia sinagogal.

Como el Jesús del Cuarto Evangelio, hallaron refugio en la indómita Samaria y allí permanecieron aislados del resto de las corrientes cristianas madurando su propia versión del cristianismo. Por supuesto, allí extendieron su predicación logrando así que nuevos contingentes de creyentes se sumaran a ellos. Esta situación selló, de alguna manera, el carácter de esta primera comunidad cristiana samaritana para muchas décadas. Y es que, aunque había sido fundada por judíos helenistas de perspectivas abiertas e incluso universalistas, la agregación de samaritanos —y quizás también la fuerte experiencia de la persecución en el interior del judaísmo— hizo de la comunidad resultante un grupo replegado sobre sí mismo y poco proclive a extenderse fuera de su espacio social más inmediato. Esta sería, en última instancia, la causa por la que el Cuarto Evangelio, sobre todo en sus estratos textuales más antiguos, apenas dé muestras de apertura al mundo gentil. Por innovadoras que fueran las propuestas teológicas iniciales de los helenistas, su misión en Samaria, primero, y su posterior difusión por las sinagogas de Asia sugiere la idea de que permanecieron largo tiempo en el seno del judaísmo —o al menos se siguieron sintiendo judíos—, en contraste con los grupos de metuentes de origen gentil, más proclives a romper sus lazos con este.

Allí estos grupos más intensamente judíos acopiaron una gran cantidad de materiales orales que no son tanto motivos de carácter histórico cuanto elementos fraguados en una “memoria” que da cuenta de su autopercepción teológica como grupo (episodios de Natanael y el pozo de la samaritana). No hay en las fuentes de las que disponemos la mínima indicación de las vicisitudes por las que atravesó el grupo en su fase samaritana; ni tampoco noticia de las causas por las que una parte significativa del grupo abandonó la región para marchar a Éfeso. La idea de que tal cosa fuera resultado de las operaciones militares romanas de la Primera Guerra Judía es meramente conjetural. De hecho, no tenemos ni una sola referencia ni de cuándo, ni de cómo, ni de por qué llegaron a Éfeso.

Sin embargo, sí sabemos que, a lo largo del siglo II, existía una firme tradición que vinculaba a Juan y a los dos Felipes (el apóstol, miembro de los Doce y el diácono del que hablan los Hechos), sus míticas figuras fundadoras, a la capital de Asia. Papías, Ireneo, así como los relatos transmitidos por los Hechos de los apóstoles, dan cuenta de un amplio corpus legendario que prueba la presencia del grupo en la ciudad. Más aún, parece existir un indubitable polígono histórico constituido por los siguientes vértices: Éfeso, gnósticos, Samaria y grupos johánicos, tal como se evidencia por la presencia en la ciudad de importantes personajes cristianos: tal es el caso de Justino de Neápolis o la multitud de gnósticos que se asientan en la ciudad desde fecha relativamente temprana y a los que la tradición hacía precisamente samaritanos.

Y no podemos olvidar que la crítica de todos los tiempos no ha dejado de resaltar los vínculos más o menos cercanos que el Cuarto evangelio mantiene con el gnosticismo. Ahora bien, que el núcleo de materiales orales que cristalizaron en el primer Evangelio de Juan tuviera su origen en el contexto samaritano no quiere decir que el texto hubiera sido compuesto en la propia Samaria; ni mucho menos. Como es evidente, este se configuró con arreglo al modelo genérico introducido por el Evangelio de Marcos. De ahí que consideremos que tuvo que ser redactado en un ámbito geográfico y social en el que fuera verosímil que hubiera circulado el Evangelio de Marcos. Y en tal sentido, Éfeso es una excelente candidata para reclamar la patria del Cuarto Evangelio. Si, Lucas y Hechos fueron compuestos en esa ciudad, como es muy verosímil, es muy probable que también lo fuera Juan, lo mismo que el Apocalipsis, la otra gran obra de la tradición samaritana.

Más aún, la investigación del Prof. Fontana ha permitido abundar en la cuestión, en la medida en que, mediante el análisis de una pieza epigráfica extraordinariamente reveladora (Inscripciones de la ciudad de Éfeso 713), de que en Éfeso residían importantes personajes del gobierno imperial que ejercían de patronos y protectores de los samaritanos asentados en la capital del Asia romana. O de otra manera, se ha hallado una pieza convincente que contextualiza con precisión la existencia de una comunidad específicamente samaritana asentada en Éfeso. Y, con seguridad, había cristianos entre ellos.

Una cuestión adicional es la de establecer la razón por la que es Éfeso, precisamente, la cuna de tantos textos cristianos; y la respuesta se halla en una conjunción de factores: de un lado, que en la ciudad se hallaban asentados cristianismos “excéntricos” de origen gentil —y genéricamente helenista—, que se veían en la necesidad de producir textos que dieran cuenta de sus particularidades doctrinales y de su identidad específica; de otro, que las comunidades cristianas coetáneas de otras zonas —y, en consecuencia, sus eventuales producciones literarias— fueron probablemente víctimas de las convulsiones políticas del período que media entre las dos guerras judías. En contraste, el judaísmo —y, con él, los cristianismos— de Asia Menor vivieron una situación menos conflictiva y, desde luego, allí no se produjeron los levantamientos mesiánicos y las consiguientes matanzas de época flavia y, sobre todo, las del reinado de Trajano.

Es cierto que los cristianos de Asia Menor sufrieron desde comienzos del siglo II la persecución estatal (Plinio el Joven, Epístola X 96), pero se trataba de acciones esporádicas, y más bien selectivas, que no son parangonables a las campañas de auténtico exterminio que padecieron los judíos de Palestina, Cirenaica, Siria o Chipre. De ahí que las facciones cristianas de Asia Menor quedaran dueñas casi absolutas del nomen christianum, el “nombre” cristiano, en el interior del Imperio romano. En contraste, lo que habían sido pujantes grupos judeocristianos (los de Jerusalén o los de Galilea que hubieren permanecido en esos lugares durante toda la guerra judía hasta el desastroso final) en los momentos iniciales fueron barridos y condenados a una supervivencia precaria y marginal, en un momento en el que ni todavía se habían desligado del judaísmo, ni tampoco habían alcanzado el grado de institucionalización que les hubiera permitido superar los desafíos ambientales.

Y finalmente, hay que insistir en algo importante que resalté al principio de esta miniserie, el Prof. Fontana es totalmente consciente –y lo subraya de modo expreso-- de que se trata de una compleja cuestión, muy compleja en verdad, y que muchos de cuyos pormenores permanecen todavía en la más absoluta oscuridad. Por ello afirma una y otra vez que su construcción carece por completo de la condición de certeza histórica. Con todo, si algún valor puede tener su tarea, es el de haber tratado de desarrollar un relato con arreglo a criterios rigurosos y coherentes.

Por mi parte vuelve a repetir que creo que ha logrado éxito en su empresa. Y, como es natural, algunos puntos quedan aún sujetos a una sana, educada y cortés discusión, el texto que hemos presentado y valorado en esta miniserie es una buenísima base para este diálogo constructivo.

Saludos cordiales Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
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