Teología de J. Ortega y Gasset. Evolución del Cristianismo
En vez de disputar,
integremos nuestras visiones
en generosa colaboración espiritual,
y como las riberas independientes
se aunan en la gruesa vena del río,
compongamos el torrente de lo real.
J. Ortega y Gasset. Tomo II,
pág.19)
Introducción
A no pocos les puede resultar extraño que se hable de la faceta teológica de Ortega y, sin embargo, Dios y el tema religioso en general afloran en su obra, entre los miles de páginas que la componen, como alma oculta que la vigoriza desde dentro. Yo percibo en ella una gran influencia de la prestigiosa Escuela alemana de Tubinga (Tübingen), que estaba en auge durante su época de estudios en Alemania.
Existían en esta ciudad dos facultades de teología una católica y otra protestante. La teología de la universidad católica sería decisiva unas décadas después en el Concilio Vaticano II, con uno de sus máximos representantes, Arnol, en el aula conciliar. Eso explicaría la semejanza que se percibe entre la vena teológica de Ortega y la doctrina del Concilio, particularmente de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en en mundo actual (Gaudium et spes), como veremos a lo largo de este trabajo.
Es sabido que la filosofía era considerada por la Escolástica procedente de las escuelas monásticas medievales servidora de la teología, ancilla theologiae la llamaban los escolásticos representantes del pensamiento occidental. En el caso de Ortega, su filosofía cumple hoy a la perfección este papel en su sentido más noble, proporcionando a la teología el lenguaje adecuado para poderse comunicar con el hombre laico o secularizado de nuestro tiempo, como veremos en el capítulo primero.
El hombre laico actual es incapaz de comprender el lenguaje metafísico abstracto y, por lo mismo, el lenguaje religioso. Si la teología quiere comunicarse con él y transmitirle su mensaje, ha de hacerlo desde su irrevocable laicidad o secularidad, porque es el único lenguje que este hombre entiende. Ahora bien, nadie debe escandalizarse ni rasgarse las vestiduras, puesto que la laicidad no lleva aneja la increencia. Pero ocurre que durante siglos se ha ejercido la teología en clave de abogacía, según la crítica que le hizo Miguel de Unamuno.
Había que partir de unos dogmas dados de antemano, que el teólogo tenía que defender a toda costa, en lugar de partir de los hechos, de los datos que la realidad nos ofrece, como hace el método científico . Hoy, con la vuelta a las fuentes que ha propiciado el Concilio Vaticano II, se vuelve al contacto directo con la revelación bíblica, leída a la luz de los signos de los tiempos, es decir, de la historia que viven los hombres en todo momento, historia en la que Dios se revela con preferencia a otras formas y lugares.
Esta atención a los signos de los tiempos, que Juan XXIII acuñó en una frase feliz y que se ha valorado mucho desde entonces, ha ampliado el campo teológico tradicional. De ahí que podamos hablar hoy de la teología de Ortega.
Efectivamente, después de muchos siglos de hacer teología en un ámbito sacral y dogmático muy delimitado, llegó un momento en que ésta no era más que repetición de fórmulas arcaicas, que no despertaban ya interés alguno. Ante una situación así hay que concluir, parafrseando a nuestro filósofo-teólogo: Cualquier cosa es preferible al monoideísmo que se ha inveterado en los usos teológicos eclesiásticos .
Ante el rechazo que alguno pueda sentir al oír hablar de Ortega como teólogo, hay que recordarle, como ya indiqué, la atención prestada por el Vaticano II a la historia que vive la humanidad en la actualidad y añadir que nuestro autor ha tenido un lugar destacado en ella, porque ha sido uno de sus analistas más preclaros. Por lo que yo, atribuyéndome la defensa del nuevo teólogo, me atrevo a usar una vez más sus palabras para su incorporación y la de otros muchos al ejercicio teológico:
Sea hospitalaria nuestra inteligencia y enseñémosla a gozarse, cuando a nuestra puerta llama un extraño, una idea o emoción con que no contábamos. La inercia puede inducirnos a contentarnos con el trozo de vida que nos es habitual, porque nos hace creer fácilmente que no hay más realidad que la presente ante nuestros ojos."De nada, como de esta inclinación, debe desconfiar quien aspire a hacer de sí mismo un delicado instrumento de humanidad" (Ideas sobre Pío Baroja, II, 77).
También hay que recordar la crítica que hace el mismo Ortega al acaparamiento de Dios que hacen las distintas religiones, sin darse cuenta de que "Dios es también asunto profano" (Dios a la vista II, 493) o que "no hay cosa en el orbe por donde no pase algún nervio divino: la dificultad estriba en llegar hasta él y hacer que se contraiga" (Meditaciones del Quijote I, 322). Además de todo esto, Ortega insiste mucho en que hay que tener presente al sujeto receptor del mensaje, cosa que se olvida con mucha frecuencia al hacer teología. Dice así:
"Presumir que la especie humana ha querido y querrá siempre lo mismo que nosotros sería una vanidad. No, dilatemos bien a lo ancho nuestro corazón para que coja en él todo aquello humano que nos es ajeno. Prefiramos sobre la tierra una indócil diversidad a una monótona coincidencia" (Ibid., 375-376).
Con esta amplitud de miras se hace teología hoy, al estilo de Pablo. Al no conocer a Jesús directamente, como los demás apóstoles, escribe Ortega, Pablo tuvo que pensarle, tuvo que reconstruirle con lo que le iban diciendo los que le conocieron.
"De recordar a Jesús como San Pedro a pensarle como San Pablo, va nada menos que la teología. San Pablo fue el primer teólogo; es decir, el primer hombre que del Jesús real, concreto, individualizado, habitante de tal pueblo, con acento y costunbres genuinas, hizo un Jesús posible... apto, para que los hombres todos, y no sólo los judíos, pudieran ingresar en la nueva fe. En términos filosóficos, San Pablo objetiva a Jesús. Se me dirá que, en el camino de Damasco, Jesús se reveló a San Pablo.
Ciertamente, camino de Damasco llegó a madurar la labor reconstructiva, que tiempo hacía ocupaba la mente del apóstol, y allá, cerca de Dareya, a la hora de un mediodía, consiguió elevar los datos sueltos a la unidad de un carácter, y, súbitamente, se le reveló Jesús en la perfección de su ser" (La visión de la historia.-San Pedro y San Pablo I, 155 y 157-158).
San Pablo tiene conciencia de la paradoja y el carácter subversivo del cristianismo. Por eso, no predica la buena nueva como cosa razonable, porque en tiempos de crisis, colige Ortega, predicar cosas razonables es perder la partida. Pero Pablo la predica y la recomienda con todo el aire de locura y absurdo que tiene, porque es un extremista. Y para probar esta afirmación, saca a colación la epístola primera del mismo apóstol a los corintios donde dice:
"Porque la palabra de la cruz, a la verdad, locura es para los que perecen: mas para los que se salvan, esto es, para nosotros, es virtud de Dios". Escuchen cómo este hombre vuelve el mundo del revés: "Porque escrito está: Destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé la prudencia de los prudentes".
Ortega se pregunta ¿un alto burgués del Imperio que oyera leer esto qué pensaría? Pues que era un subversivo. "Y, sin embargo, eso que predicaba -el cristianismo- fue luego el más firme sostén de la sociedad" (En el tránsito del cristianismo al racionalismo V, 93, 105-106).
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