Teología de J. Ortega y Gasset. Evolución del Cristianismo



La teología de J. Ortega y Gasset leída a la luz
de la surgida del Concilio Vaticano II

Capítulo I

El lenguaje de la Teología
en un Mundo laico


Hoy muchos teólogos han comprendido que no se puede seguir leyendo los manuales teológicos, por venerables que estos sean, de espalda a los signos de los tiempos y a la problemática del mundo actual. Se han puesto, pues, en camino para hacerse encontradizos con todo lo que la nueva cultura aporta, porque también ella forma parte de la única historia de salvación.

Es, además, un imperativo bíblico hacer nuevas todas las cosas, para que surja el hombre nuevo en cada momento. Lógicamente en este proceso dinámico el lenguaje tiene mucha importancia, porque no se puede seguir presentando la teología como un manual de abogacía, ni como un repertorio dogmático heredado de nuestros antepasados, que hay que conservar inmutable, según la crítica hecha por Unamuno, como hemos adelantado ya en la introducción.

Más conretamente, en sintonía con el Concilio Vaticano II, hay que decir que la teología tiene como fundamental preocupación servir a la vida y que cuando la teología sirve, diaconiza a la vida, no hace sino entrar en la corriente profética y evangélica. Por eso en el presente trabajo presto mucha atención con Ortega a la vida entorno, a la vida pública. De esta manera se supera el peligro permanente en la historia de la teología y de nuestra propia fe de reducir esta al ámbito puramente personalista o individual.

Porque si es cierto que la fe la inicia la inspiración divina en la conciencia inalienable de cada uno, también lo es que la fe adquiere su mayor expansión cuando prende en la vida pública del hombre, en la que este alcanza su plenitud humana.
Los creyentes, como cualquier hombre o mujer, no son islas ni monjes, sino animales políticos. Lo que quiere decir que viven en sociedad con otros hombres y mujeres formando parte de unas instituciones que conforman su vida y en las que ellos a su vez influyen para humanizarlas.

De ahí que en nuestra reflexión ocupen un lugar central las virtudes públicas, entre ellas la política, informándolo todo, como informa hoy la vida de la sociedad. No debe extrañar esta incursión de la teología en la política y viceversa, si tenemos en cuenta que el cometido de la teología es que la fe cristiana fluya hacia la vida social en la cual ha de encarnarse en plena solidaridad humana. Por eso la teología debe estar en una continua búsqueda de caminos nuevos, que faciliten el encuentro con Dios en la vida cambiante de los pueblos y la liberación de todos los oprimidos en ellos.

Esta última es la característica primera y fundamental del Dios bíblico y cristiano. Para realizar esta tarea la teología misma necesita ser liberada de la cárcel dorada en la que vive cautiva. Lo mismo hay que decir de la política, retenida por los políticos profesionales, alejados muchas veces de las inquietudes ciudadanas.

En función de nuestra responsabilidad en la vida pública está la propia libertad, a la que todos aspiramos. Pero, cuando una y otra no están bien sincronizadas, no se entiende la libertad y parece como si se quisiera abdicar de ella; o bien se pretende una libertad que más bien parece estar contra el sentido común. De ahí la tentación de reducirla muchas veces al ámbito interior, en contra de la más genuina tradición cristiana.

Vehiculando este trabajo está la obra de José Ortega y Gasset desconocido todavía por muchos en su faceta teológica. Cumple así la filosofía una vez más la función de servir a la teología, prestándole el lenguaje, cosa que Ortega hace muy bien, porque manifiesta una indudable vocación teológica. Pero estos temas no los tiene localizados en un lugar concreto de su obra, sino que están difuminados en toda ella como alma oculta que la vigoriza desde dentro. (En el capítolo III veremos lo bien que conoce a los Santos Padres de la Iglesia cuya doctrina va imponiendo uno auno con gran maestría.

Filosofía del lenguaje

El prototipo del lenguaje lo pone Ortega en la relación entre un hombre y una mujer que se aman. Lo que los amantes hacen mayoritariamente es hablarse, aunque entre ellos haya también caricias y miradas, que es otra forma de seguir hablándose. Los que de verdad se aman viven en un diálogo permanente. Pero hablar, el lenguaje, no es creación de ninguno de los amantes.

La lengua en que conversan existía antes que ellos y fuera de ellos en su contorno social, desde niños se le ha ido inyectando al oír lo que las gentes dicen. La lengua, que es siempre lengua materna, no se aprende en gramáticas y diccionarios, sino en el decir de la gente. Las palabras no son palabras más que cuando son dichas por alguien a alguien.

Sólo así, como acción viviente de un ser humano sobre otro ser humano cobran realidad verbal. Y como los hombres entre los que las palabras se cruzan son vidas humanas y toda vida se halla en una circunstancia o situación determinadas, la realidad palabra "es inseparable de quien la dice, a quien va dicha y de la situación en que esto acontece". No tomar así la palabra es convertirla en pura abstracción (El decir de la gente. Hacia una nueva lingüística VII, 233-242)

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