Teología de J. Ortega y Gasset. Evolución del Cristianismo




Capítulo Segundo
Cultura Laica Judía. Judaísmo originario



Espiritualidad románica y gótica

La teología laica de Ortega anuncia ya el giro que daría la teología escolástica tradicional en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes). Por lo que la incluimos, como venimos viendo, en la nueva teología política de ella surgida, en que el interés teológico y social no están diferenciados.

La vena teológica de nuestro filósofo es realista, porque su pensamiento se ha nutrido de Cossío, Menéndez Pelayo, Unamuno y, sobre todo, de Menéndez Pidal que se atiene más que ninguno a la realidad histórica. Ortega ama las cosas en su pureza natural y gusta recibirlas tal y como son. Además, él quiere ver y tocar las cosas y no se contenta con imaginarlas.

En este sentido, en la descripción que hace de las catedrales románica y gótica se percibe un cambio radical respecto a la teología medieval que prevaleció hasta la celebración del Concilio Vaticano II. Hablando de la catedral románica de Sigüenza, contemporánea aproximadamente del Cantar del mío Cid, dice que ambos son hijos de una misma espiritualidad de lo que se ve y se palpa; religión y poesía son aquí terrenas, afirmadoras de este mundo.

El otro mundo se hace presente de manera humilde y simple, como rayo de sol que baja a iluminar las cosas de este mundo y las acaricia y hermosea. La religión y la poesía no suplantan la vida, sino que la sirven y diaconizan. La vida, para él es más que la religión, es la proyección de Dios, el Viviente, en nosotros sin intermediarios. Por tanto, la religión es para la vida, no al revés, lo mismo que el sábado en labios de Jesús (Mc 2, 23-27) (Arte de este mundo y del otro I, 186-189).

A este propósito matizará en otro momento: las catedrales románicas se construían en España a la vez que las espadas atravesaban los cuerpos de los moros. Sigüenza fue mucho tiempo lugar recorrido por los musulmanes, por eso, igual que en Avila la catedral tuvo que ser al mismo tiempo castillo. Sus dos torres cuadradas, anchas, recias avanzan hacia el firmamento, pero sin huir de la tierra, como hacen las góticas.
"No se sabe qué preocupaba más a sus constructores, si ganar el cielo o no perder la tierra...Vivimos entre antítesis: la religión se opone a la ciencia, la virtud al placer, la sensibilidad fina y estudiada al buen vivir espontáneo" (Tierras de Castilla II, 45-46).

En la catedral gótica la religión se ha hecho sustantivo, niega la vida y este mundo, polemiza con ellos y se resiste a obedecer sus ordenanzas. Sobre la vida y contra la vida construye esta catedral gótica un mundo que ella se imagina orgullosamente. Ortega ve en esta espiritualidad un exceso de preocupaciones ascendentes. La teología que refleja esta espiritualidad gótica es petulante, por ser una díscola huida de las leyes que atan al hombre a la tierra.

Y termina esta imagen de las catedrales con una frase que pone en boca del hombre del Sur, que es quien más ha sufrido en su carne las injusticias que quedaban impunes con el trascendentalismo petrificado de la espiritualidad gótica: "Prefiero la honrada pesadumbre románica" (Arte de este mundo y el otro, I, 189).

Huyendo de toda forma de dicotomía, Ortega ha descubierto el valor teológico de la realidad humana que ignoró la escolástica y que ha recuperado la nueva teología política europea posconciliar. En tal sentido dirá que, cuando Murillo pinta un puchero junto a la Sagrada Familia, diríase que prefiere la grosera realidad de éste a toda la corte celestial. Sin espiritualizarlo lo mete en el cielo con todo su olor grasiento. En esta imagen nuestro filósofo-teólogo se acerca a la conocida frase de Teresa de Avila, otra española que tuvo sus más y sus menos, por sus ideas geniales y atrevidas, que rozaban con la heterodoxia (Ibid., 199ss).

Insistiendo en esta idea un poco panteísta, que algunos teólogos actuales tratan de revivir, dice, refiriéndose ahora a la pintura de Rembrandt: "Un humilde utensilio, un simple lienzo blanco o gris es frecuente que esté envuelto en una atmósfera luminosa y radiante, que otros pintores vierten sólo sobre las testas de los santos. Y es como si nos dijera: santificadas sean las cosas. ¡Amadlas, amadlas!" (Meditaciones del Quijote I, 312).

Este amor a todas las cosas, que está tejido en la mente de Dios, le lleva a desembocar en el discurso sobre el amor, nervio del Evangelio y doctrina fundamental también de los filósofos precristianos. En el amor, dice, se produce "una ampliación de la individualidad". Lo amado nos parece imprescindible, es decir, que no podemos vivir sin ello. No podemos admitir una vida donde nosotros existiéramos y lo amado no, porque lo consideramos como una parte de nosotros mismos.

El amor va ligando cosa a cosa y todo a nosotros en firme estructura esencial. Y toma aquí una cita de Platón para quien el amor es un divino arquitecto que bajó al mundo, para que todo en el mundo viva en conexión. El odio, por el contrario, crea inconexión, aniquilamiento.

Se ve aquí, como en su prototipo, la encarnación del Hijo de Dios, que asume la humanidad entera en su mandamiento primero de amor. Ortega está cautivado por lo que en un diálogo platónico se llama "locura de amor". Dice con indiscutible acento evangélico: "Yo desconfío del amor de un hombre a su amigo o a su bandera, cuando no le veo esforzarse en comprender al enemigo o a la bandera hostil. Seguidamente pone el rencor y la incomprensión como contrapuestos a este amor.

Del rencor dice que es la supresión imaginaria de quien no podemos con nuestras propias fuerzas suprimir. Como remedio a la incompresión pone la tolerancia, que es "la actitud propia de toda alma robusta.Por la misma causa rechaza la rigidez moral: "Toda ética que ordene la reclusión perpetua de nuestro albedrío dentro de un sistema cerrado de valoraciones, es ipso facto perversa.

Como en las constituciones civiles que se llaman "abiertas", ha de existir en ellas un principio que mueva a la ampliación y el enriquecimiento de la experiencia moral. Porque el bien, como la naturaleza, es un paisaje inmenso donde el hombre avanza en secular explosión". Y cita en favor de su razonamiento a Flaubert: "El ideal sólo es fecundo moralmente -entiéndase moralmente fecundo- cuando se hace entrar todo en él.

Es un trabajo de amor y no de exclusión". Para la moral integral, insiste, es la comprensión un claro y primario deber. "Merced a él crece indefinidamente nuestro radio de cordialidad y nuestras posibilidades de ser justos. Hay en el afán de comprender concentrada toda una actitud religiosa". Pero en este tema se oye un doble eco, el del moralista intransigente, por un lado, y el de la flexibilidad evangélica del perdón hasta setenta veces siete, por otro.

En este momento podemos incluir la palabra de mucha resonancia en su obra. "¡La Circunstancia! ¡Circum-stantia! ¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor. Muy cerca, muy cerca de nosotros levantan sus tácitas fisonomías con un gesto de humildad y de anhelo, como menesterosas de que aceptemos su ofrenda y a la par avergonzadas por la simplicidad aparente de su donativo. Y marchamos entre ellas ciegos para ellas, fija la mirada en remotas empresas"...

Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvo yo. "Bene fac loco illi quo natus est, leemos en la Biblia" (haz el bien a aquel lugar en que has nacido". Toda falta de amor a las cosas lo considera un pecado capital, que consiste en desconocer que cada cosa tiene su propia condición y no la que nosotros queremos exigirle. A este pecado lo llama pecado cordial, por tener su origen en la falta de amor (Ib., 312-322) .

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