Virtudes públicas en J. Ortega y Gasset
Virtudes públicas o laicas
en José Ortega y Gasset
La filosofía política
Para la política entendida como la entiende Ortega, lo verdaderamente importante no es la consecución del gobierno, sino el aumento y el fomento de la vitalidad del país. Pero el mal de España es que vive en el pasado, este es su vicio más genuino. "Tierra de los antepasados" como la caracterizó Kant, por tanto, no libre propiedad de los españoles actuales.
Los que ya pasaron siguen gobernándonos como oligarquía de la
muerte, que nos oprime. Aquí estriba para Ortega la razón del reaccionarismo español, su mecánica psicológica, y no se está refiriendo sólo al político, sino a la general constitución reaccionaria de nuestro espíritu, que no se caracteriza por el desamor a la modernidad, sino por la manera de tratar el pasado.
Nuestro gran filósofo sólo ve un modo de dominar el pasado fenecido: abrir nuestras venas e inyectar de su sangre en las venas vacías de los muertos. Pero el reaccionario es incapaz de tratar el pasado como una forma de la vida; prefiere dejarle bien muerto y le sienta en el trono para que rija nuestras almas (Meditaciones del Quijote I, 324-325) .
Ahora bien, admitida esta fuerza del pasado que quiere imponerse a toda costa en el presente, hay que decir también que los gestores corruptos del bien público, que pululan por toda la geografía, son víctimas privilegiadas de la corriente materialista actual, que se ha instalado descaradamente en la cultura del dinero fácil y rápido. La virtud, según dicha corriente, no ofrece más que trabajo y sacrificio; vivir en justicia no reporta beneficios para dar un salto cualitativo en la sociedad consumista y hedonista.
Por lo que estamos de acuerdo con el profesor Aranguran cuando dice que el político refleja lo que es la sociedad. Así pues, estos políticos encantados por falaces promesas, en lugar de escalar pacientemente el palacio donde habita la justicia, en los versos de Píndaro, han preferido marchar por el sendero del fraude para asegurarse de inmediato una vida más confortable y caprichosa. Como consecuencia la virtud ha bajado en la misma proporción en que han subido sus riquezas.
Lógicamente el máximo interés lo han puesto en saber conciliar la injusticia en que viven inmersos con su reputación de hombres de bien, pero así no se sirve al bien común. Esto es servirse del puesto que se les ha encomendado en beneficio de sus torcidos intereses. Afortunadamente en las sociedades democráticas el futuro de estos políticos no tiene mucho porvenir, porque el pueblo, una vez que se ha visto engañado por ellos, les retira su confianza.
Sea o no éste su final, lo cierto es que los que así proceden deben sentir una íntima contradicción consigo mismos y con la sociedad, puesto que política, moral y justicia en perfecta sintonía son el gozne sobre el que gira la vida dichosa de los individuos y los pueblos.
Esta es una tesis muy clara ya en la doctrina de Platón y Aristóteles. Para el viejo Platón el ideal de una sociedad perfecta está en que la política esté subordinada a la moral, la cual, a su vez, debe transparentar la justicia. Para Aristóteles, su discípulo durante veinte años en Megara, es la justicia la virtud propia del hombre, por lo que cuando prescinde de ella, se hace el último de los animales.
En su razonamiento la justicia es una necesidad social. Frente
a los políticos víctimas tantas veces de la corrupción, están los políticos honestos, es decir, los que viven su vocación política como un servicio al bien común. Ellos son conscientes de que están en la vida pública para que todos los ciudadanos vivan con menos trabas y con mayor calidad de vida.
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