Virtudes públicas en J. Ortega y Gasset

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Virtudes públicas o laicas
en José Ortega y Gasset


Capítulo Tercero
La Política

Estado y Sociedad. El Estado

Dicho lo que hemos adelantado ya, habría que concluir entonces que un Estado es perfecto cuando se concede a sí mismo el mínimo de ventajas y contribuye a aumentar el nivel de vida de los ciudadanos. Si nos desentendemos de lo último y nos ponemos a dibujar un Estado perfecto en sí mismo, como puro y abstracto sistema de instituciones, llegaremos inevitablemente a construir una máquina que detendrá toda la vida nacional.

En la historia, asegura Ortega, triunfa la vitalidad de las naciones, no la perfección formal de los Estados. Por tanto, lo que debe ambicionarse para España en una hora como ésta es el hallazgo de instituciones que consigan reforzar al máximum de rendimiento vital (vital no sólo civil) a cada uno de los ciudadanos españoles (Ibid., 456-457).

En otra ocasión, hablando del peligro del estatismo dirá: la sociedad, para vivir mejor, crea el Estado. Luego éste se sobrepone y la sociedad tiene que vivir para el Estado. A esto lleva el intervencionismo estatal: "el pueblo se convierte en carne y pasta que alimentan el mero artefacto y máquina que es el Estado. El esqueleto se come la carne en torno a él. El andamio se hace inquilino y propietario de la casa"(El mayor peligro, el Estado IV, 221-226).

Es tanto el entusiasmo que pone Ortega hablando de esta cuestión que uno de sus comentaristas, Pedro Cerezo, se atreve a decir que la tesis central de la filosofía política del maestro es que la nación, es decir, la sociedad civil, es antes y más importante que el Estado.Hasta tal punto esto es así que está convencido de que si la sociedad fuera lo que la palabra significa, no sería necesario el aparato artificial que es el Estado, viviríamos tranquilamente bajo la suave presión de sus demás usos no estatales.

Pero es necesario, y eso prueba que la sociedad no es propiamente sociedad, sino que es a la vez di-sociedad, desorden, insolidaridad, crimen, es decir que la realidad llamada sociedad está constitutivamente enferma y necesita un aparato que es el Estado, o lo que es lo mismo, un conjunto de órganos, que ejercen el poder público. En esta sociedad, derecho y Estado son una secreción interna que ella produce de forma automática para poder vivir (Un capítulo sobre la cuestión de cómo muere una creencia IX, 711-712).

A veces el Estado es el Recurso por excelencia, la Providencia civil al que la gente acude cuando están en peligro de naufragio, pero por eso no deja de ser un aparato rígido que actúa como una máquina o guiado por la sola objetividad. En este sentido en plena república, 1932, Ortega dirá que en España no hay más que un problema, la construcción de un nuevo Estado. En tanto éste no exista España y todos los españoles estarán en peligro, porque la vida pública quedará sometida a múltiples bandazos.

La estabilidad en la vida pública sólo se consigue con un Estado. Pero lo primero que ha de manifestar el Estado es que es un Poder público respetable y, en tanto que tal, respetado por la dignidad de sus palabras, sus actos y su moral. Desde el Estado no se puede agredir a ningún grupo de los que integran la comunidad, si lo hace le denigra y le irresponsabiliza.

El Estado tiene un estilo propio muy particular. "La palabra decoro significó en su origen precisamente eso: lo que conviene o es decente en el comportamiento público, de Estado". Pero deplora la torpeza de la república porque ni siquiera era preciso hacer bien las cosas, bastaba con la enérgica intención de hacerlas bien (Hacia un partido de la nación XI, 422-423).

Esto tan simple que pedía Ortega al Gobierno no se supo hacer y nos llevó a los españoles a la terrible guerra civil, 1936-1939, cuyas consecuencias traumáticas arrastramos todavía muchos de los que nacimos en esa desafortunada y siempre denostada contienda.

Siguiendo con el análisis del Estado que estamos haciendo, otro filósofo, Popper, ha ideado una doctrina semejante a la de Ortega. Es la siguiente: El Estado es un mal necesario, por lo que sus poderes no deben multiplicarse excesivamente. No obstante, para demostrar su necesidad, no tiene que apelar a la concepción del hombre sustentada por Hobbes: "Homo homini lupus" (el hombre es un lobo para el otro hombre).

Puede demostrar su necesidad aun si suponemos que homo homini angelus, es decir, que a causa de su bondad angélica nadie perjudica nunca a nadie, porque en tal mundo habría hombres débiles y fuertes y los más débiles no tendrían nimgún derecho legal a ser tolerados por los más fuertes, sino que tendrían que agradecerles su bondad al tolerarlos.

Quienes (débiles o fuertes) piensen que este es un estado de cosas insatisfactorio y que toda persona tiene derecho a vivir y ser protegido contra el poder del fuerte, estará de acuerdo en que necesitamos un Estado que proteja los derechos de todos.Ahora bien, todo aquel que esté a favor de la libertad, debe estar a favor de estar lo menos gobernado posible.

Ortega cree que el mayor peligro que amenaza hoy a la civilización es la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, puesto que él absorbe y anula toda espontaneidad social, que es la que nutre y hace avanzar los destinos humanos. Es un peligro, además, porque la masa popular sabe que con apretar el botón de la maquinaria del Estado todo se soluciona y entonces ella, que es la que nutre y empuja los destinos humanos, se atrofia.

Y, lo que es peor aún, el hombre-masa cree que él es el estado y tenderá a hacerlo funcionar con cualquier pretexto, incluso para aplastar toda minoría creadora que lo perturbe, sea en política, en ideas u otro orden (El mayor peligro, el Estado IV, 221ss).

Pero, dado que se hace necesario el conjunto de órganos que ejercen el Poder público, hemos de exigir a los políticos mucha honestidad y la misma dosis de sensibilidad para saber captar las múltiples carencias que tiene la sociedad. En esta doble toma de conciencia son muy útiles los profetas, los intelectuales y los profesionales de la palabra justa y reflexionada.

Todos ellos suelen gozar de máxima clarividencia, lo que les permite ir siempre delante de los demás en sus intuiciones. Por eso Popper les pide a los políticos una virtud más, humildad para reconocer los propios errores y aprender de ellos: "Los errores son inevitables, pero lo importante es aprender de ellos corrigiéndolos". Subraya igualmente como importante que todas las profesiones, pero particularmente los políticos deden aprender cada vez más de la ética. En definitiva, de la moral del político y del ciudadano depende la moralización del Estado democrático.

Ahora bien, el Estado por muy democrático que sea, dirá Ortega, ejerce siempre presión sobre la sociedad y los ciudadanos que la integran, porque consiste en imperio o mando y eso es coacción. En este sentido puede decirse que el Estado es antilibertad. Aunque es cierto que el hombre desde que nace se siente limitado también por el ambiente social que le rodea: costumbres, normas sociales etc. que ejercen presión sobre él.

Es decir, la limitación de la libertad que el Estado representa es del mismo orden que la que nos impone la presión social. Por tanto, esa antilibertad pertenece a la condición del hombre, de su propio ser. (Refiere el caso de Cicerón como excepcional, porque se sentía libre hasta en el armatoste de las instituciones tradicionales romanas, puesto que se habituó a ellas. Cicerón llama "ser libre" a estar habituado).

El no haber comprendido esta antilibertad congénita del hombre es para Ortega el gran error de los filósofos del siglo XVIII, al creer que la sociedad la forman libremente los ciudadanos y no es algo en lo que irremediablemente se encuentran, sin posibilidad de salida. Esto le parece el primer principio de la sociología.

Consecuentemente, la libertad política no consiste en que el hombre no se sienta oprimido, porque eso es imposible, sino en la forma de esa opresión. Y pone un ejemplo muy gráfico: "Con una correa nos ceñimos la cintura y vamos tan a gusto; pero con esa misma correa nos atan las manos, y ponemos un grito en el cielo porque nos han maniatado". No se trata, pues, de la presión que el Estado representa, sino de la forma de esa presión, que es la que decide si nos sentimos libres o no.

El Estado se manifiesta a través de instituciones y esta es la cuestión, porque de esas instituciones no podemos escapar. No somos libres para eludir la coacción de la colectividad que llamamos Estado, pero algunos pueblos han dado a esa coacción la forma institucional que ellos preferían. Eso y no otra cosa llamamos "vida como libertad" (Vida como libertad y vida como adaptación VI,88-89).

Ver: Francisco G-Margallo: Teología de J. Ortega y Gasset. Evolución del cristianismo, Madrid 2012
También Virtudes públicas en Ortega.
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