La cigüeña sobre el campanario
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La blanca cigüeña,
como un garabato,
tranquila y deforme, ¡tan disparatada!
sobre el campanario.
Antonio Machado
¡Yo creo en la esperanza...!
El credo que ha dado sentido a mi vida
8. Desmitologización y recuperación de la esperanza
V.- LA VIDA Y LA MUERTE
(Cont., viene del día 29 diciembre)
Doy aquí el resultado de mi experiencia existencial. Hasta qué punto esta experiencia sea válida hasta el fondo, no lo sabré hasta que repita la experiencia en la conyuntura de la muerte consumada de hecho. Pero para mí la experiencia ha tenido un valor. Y, ciertamente en la situación en que me hallaba, estoy seguro de que no se trataba de retórica. Porque de hecho, la probabilidad de mi muerte estaba ahí, concreta e inmediata, y yo me sentía en paz. Algo hubo, pues, de verdad existencial en mi experiencia.
No me daba tristeza morir. No que estuviera deseando morirme. Ni por el hastío de la vida, que no tenía ni tengo, ni por una
exaltación mística como la que hacía decir a Pablo: "deseo marchar y estar con Cristo (Filipenses 1, 23). Estaba afrontando la muerte sin misticismo.
No me daba pena morir; aún más, hasta cierto punto, me gustaba morirme entonces, aunque también me gustaba no morirme, y me gusta ahora no haberme muerto.
¿Por qué no me daba tristeza la perspectiva de morir?
Fundamentalmente por esta razón: Durante toda mi vida, desde que entré en el noviciado religioso, el 15 de agosto de 1930 y me puse en contacto, más que antes con el Evangelio, había captado confusamente, entre mil impedimentos, que estar con Jesús era estar, en serio, con los pobres y con los oprimidos.
Pero mi inserción en el "aparato" eclesiástico, incluso en el aparato de los "estados de perfección" no abría posibilidades concretas en ese sentido. Había ahí una frustación que yo, de alguna manera, sentía.
Aunque en una medida modestísima, y más de palabra que de otra cosa, en los últimos 16 años de mi via, podía hacer algo en la dirección anhelada, contribuyendo un poco con mi actividad de profesor y conferencista a poner en marcha una revolución cultural en la Iglesia, para el cristianismo de los cristianos se convierta en ético-profético, y su actitud ante el proceso revolucionario de la liberación de los oprimidos llegue a ser un día la que corresponde a una genuina fe en Jesucristo.
Todo este trabajo mío ha sido una cosa pequeña y tarada con todas la ambigüedades del "intectual comprometido". Pero algo real sí creo que ha sido. Y además no ha sido académico. De los 44 a los 59 años he convivido con obreros, he dormido
en chabolas, he compartido dormitorios con literas con jóvenes trabajadores. Nos hemos sentido hermanos. He aprendido de los obreros. Como he aprendido de jóvenes universitarios. Y de los incrédulos abiertos al amor a los hombres. Y de los cristianos "progresistas". Estos últimos 16 años de mi vida han cambiado cualitativamente el balance de mi total biografía.
Como, por otra parte, estoy convencido de mi poquedad (de que "grandes cosas" no puedo yo hacer), el haber podido llevar a cabo eso poco que he hecho, se me presentaba como un "don", una "gracia" preciosa. Sobre todo, porque el haber llegado a hacerlo no se debía a un heroísmo mío, a una capacidad de superhombre para vencer los impedimentos de tipo cultural y estructural que me obstruían el camino, sino a una serie feliz de coyunturas y -pienso- a una acción del Espíritu de Cristo en mi corazón. En fin, hay algo que me ha sido "dado". Y ese algo ha sido precioso para mí.
Entonces yo pensaba: supuesto lo poquito que yo soy, ¿qué más podía yo pretender de la vida, que haber podido hacer esto, que, teniendo en cuenta mis circunstancias, ha sido casi un milagro pequeño, como yo?.....
Ver José Mª Díez-Alegría, ¡Yo Creo en la Esperanza!
Desclée de Brouwer 1972
La blanca cigüeña,
como un garabato,
tranquila y deforme, ¡tan disparatada!
sobre el campanario.
Antonio Machado
¡Yo creo en la esperanza...!
El credo que ha dado sentido a mi vida
8. Desmitologización y recuperación de la esperanza
V.- LA VIDA Y LA MUERTE
(Cont., viene del día 29 diciembre)
Doy aquí el resultado de mi experiencia existencial. Hasta qué punto esta experiencia sea válida hasta el fondo, no lo sabré hasta que repita la experiencia en la conyuntura de la muerte consumada de hecho. Pero para mí la experiencia ha tenido un valor. Y, ciertamente en la situación en que me hallaba, estoy seguro de que no se trataba de retórica. Porque de hecho, la probabilidad de mi muerte estaba ahí, concreta e inmediata, y yo me sentía en paz. Algo hubo, pues, de verdad existencial en mi experiencia.
No me daba tristeza morir. No que estuviera deseando morirme. Ni por el hastío de la vida, que no tenía ni tengo, ni por una
exaltación mística como la que hacía decir a Pablo: "deseo marchar y estar con Cristo (Filipenses 1, 23). Estaba afrontando la muerte sin misticismo.
No me daba pena morir; aún más, hasta cierto punto, me gustaba morirme entonces, aunque también me gustaba no morirme, y me gusta ahora no haberme muerto.
¿Por qué no me daba tristeza la perspectiva de morir?
Fundamentalmente por esta razón: Durante toda mi vida, desde que entré en el noviciado religioso, el 15 de agosto de 1930 y me puse en contacto, más que antes con el Evangelio, había captado confusamente, entre mil impedimentos, que estar con Jesús era estar, en serio, con los pobres y con los oprimidos.
Pero mi inserción en el "aparato" eclesiástico, incluso en el aparato de los "estados de perfección" no abría posibilidades concretas en ese sentido. Había ahí una frustación que yo, de alguna manera, sentía.
Aunque en una medida modestísima, y más de palabra que de otra cosa, en los últimos 16 años de mi via, podía hacer algo en la dirección anhelada, contribuyendo un poco con mi actividad de profesor y conferencista a poner en marcha una revolución cultural en la Iglesia, para el cristianismo de los cristianos se convierta en ético-profético, y su actitud ante el proceso revolucionario de la liberación de los oprimidos llegue a ser un día la que corresponde a una genuina fe en Jesucristo.
Todo este trabajo mío ha sido una cosa pequeña y tarada con todas la ambigüedades del "intectual comprometido". Pero algo real sí creo que ha sido. Y además no ha sido académico. De los 44 a los 59 años he convivido con obreros, he dormido
en chabolas, he compartido dormitorios con literas con jóvenes trabajadores. Nos hemos sentido hermanos. He aprendido de los obreros. Como he aprendido de jóvenes universitarios. Y de los incrédulos abiertos al amor a los hombres. Y de los cristianos "progresistas". Estos últimos 16 años de mi vida han cambiado cualitativamente el balance de mi total biografía.
Como, por otra parte, estoy convencido de mi poquedad (de que "grandes cosas" no puedo yo hacer), el haber podido llevar a cabo eso poco que he hecho, se me presentaba como un "don", una "gracia" preciosa. Sobre todo, porque el haber llegado a hacerlo no se debía a un heroísmo mío, a una capacidad de superhombre para vencer los impedimentos de tipo cultural y estructural que me obstruían el camino, sino a una serie feliz de coyunturas y -pienso- a una acción del Espíritu de Cristo en mi corazón. En fin, hay algo que me ha sido "dado". Y ese algo ha sido precioso para mí.
Entonces yo pensaba: supuesto lo poquito que yo soy, ¿qué más podía yo pretender de la vida, que haber podido hacer esto, que, teniendo en cuenta mis circunstancias, ha sido casi un milagro pequeño, como yo?.....
Ver José Mª Díez-Alegría, ¡Yo Creo en la Esperanza!
Desclée de Brouwer 1972