Los santos que nunca serán canonizados



Miguel Hernández, un hombre relisgioso
que se creyó que no lo era


Nuestro gran filósofo José Ortega y Gasset pontificó una vez desde su pulcra columna jónica: Vida es una cosa, poesía es otra...Esta esquizofrenia entre los valores del espíritu y la vida real es una de las más sabias trampas de la burguesía para impedir que el pueblo, el verdadero
pueblo, ocupe el lugar protagonista que le corresponde

Nuestro santo de hoy era un hombre del pueblo, mejor todavía del campo, y nunca quiso _ni pudo_ separar esta su condición de su inmensa vena poética. Por eso, Miguel Hernández hizo de su poesía una especie de autobiografía, donde el amor, la generación, la maternidad, la esposa son los mas excelsos temas líricos.

Muy joven todavía desde su Orihuela nativa y con el olor de las cabras que cuidaba, se trasladó a Madrid para conectar con los cenáculos de la posía. Como buen provinciano se llevaba debajo del brazo, para venderlos, algunos números de la revista El Gallo Crisis, recien fundado por su entrañable amigo Ramón Sijé, pero descubre que este estilo no gusta a sus nuevos amigos. Neruda, que por aquellas calendas ejercía de cónsul chileno en Madrid, se lo confiesa abiertamente:

Querido Miguel, siento decirte que no me gusta el Gallo Crisis. Le hallo demasiado olor a iglesia, ahogado en incienso. Y en otra ocasión añade: Celebro que no te hayas peleado con el Gallo Crisis, pero esto te sobrevendrá a la larga. Tú eres demasiado sano para soportar ese tufo satánico-satánico.

Miguel tenía un sentido muy religioso de la vida, del que nunca se desprendió, pero las circunstancias que fatalmente lo rodearon le impusieron una dolorosa separación entre el verdadero mensaje del Evangelio y los símbolos religiosos que a la sazón pretendían agotar toda la representatatividad de la Buena Noticia del profeta Jesús de Nazaret. Así se explica que un intento (esencialmente evangélico) de comprometerse con los explotados, los oprimidos, sus compañeros de clase y de infortunio, lo llevara a liberarse de aquellos símbolos "sagrados":

Vengo muy satisfecho de librarme
de la serpiente de las múltiples cúpulas,
de la serpiente escamada de casullas y cálices...
Me libré de los templos: sonrreídme.
Sonrreídme, que voy
adonde estáis vosotros los de siempre,
los que cubrís de espigas y racimos de la boca del
que nos escupe,
los que conmigo en surcos, andamios, fraguas, hornos,
os arrancáis la corona del sudor a diario...
Salta el capitalista de su cochino lujo,
huyen los arzobispos de sus mitras obscenas,
los notarios y los registradores de la propiedad
caen aplastados bajo furiosos protocolos,
los curas se deciden a ser hombres,
y abierta ya la jaula donde actúa el león
queda el oro en la más espantosa miseria.

Lejos de mí la estúpida intención proselitista de presentar a Miguel Hernández como un "cristiano que se ignora a sí mismo": hay que asumirlo como fue, como él mismo se reveló, como se cantó a sí mismo y a las personas y cosas que lo rodeaban. Solamente se trata de ser fiel al proyecto ecuménico de Jesús de Nazaret, que dijo expresamente que "tenía ovejas en otros rediles" distintos del redil oficial y conocido. Por eso no se trata de reubicar a Miguel Hernández en el mismo redil sociológico, donde nació y creció: dejémoslo vagar libre y alegre por las anchuras de los campos por él mismo elegidos.

Pero en todo caso no podemos menos que recibir su mensaje como parte esenciaial de ese Evangelio que no todo él se proclama dentro de las fronteras de los rediles oficiales, sino que, por meritosa decisión del mismo Dios, desborda y trasciende los confines establecidos.

Por eso, en la poesía del vate oriolano encontramos acentos tan profundamente religiosos como esta estrofa de un poema dedicado a la muerte del torero Sánchez Mejías:
Mas ¿qué importa que acabes?...No acabamos todos aquí, criatura, allí es el sitio donde Todo empieza.

Y cumpliendo con el deseo testamentario de su "Canción Última", lo dejamos tal como él quiso ser despedido:

DEJADME LA ESPERANZA

---Ver José Mª González Ruiz, Los santos que nunca serán canonizados

Planeta 1979
Volver arriba