Cristo Rey, ¿una fiesta política?
Con esta fiesta, con rango de solemnidad, Pío XI quería proclamar que el cristianismo no es un asunto meramente individual o privado, ni encerrado en la sacristía, sino que ha de transformar toda la sociedad. Pero otra cuestión es si este influjo social del evangelio (su “reinado social”) se ha de alcanzar per medio de un estado que imponga la religión católica y prohíba las demás. Los que reivindicaban la soberanía política de Jesucristo gritando “Viva Cristo Rey”, en realidad querían el poder para su partido político, que ellos identificaban con el reinado de Cristo.
Contra semejante integrismo, Pío XII propugnó una “sana laicidad”. En cambio durante el Vaticano II Mons. Geraldo de Proença Sigaud, arzobispo de Diamantina (Brasil), alma del ultraconservador Coetus Internationalis Patrum, se declaraba convencido de que en un régimen político de cristiandad, o sea con un estado confesional, a Dios le resulta mucho más fácil salvar las almas: in societate revolutionaria (así calificaba él a la democracia) Deus animas piscat hamo (“Dios pesca a las almas con anzuelo”, de una en una; in societate christiana (en un estado confesional) piscat rete (“las pesca con red”, masivamente). Con más elegancia, pero en el fondo con igual criterio, Jean Daniélou, S.J., en su libro L’oraison, problème politique (Paris 1965), polemizando con el P. Jossua, O.P., sostenía que los fuertes, como el P. Jossua, podrían mantenerse fieles incluso en un clima político adverso, pero a muchos pobres cristianos no les basta con tener libertad religiosa, sino que necesitan que el estado los sostenga apartándolos del mal camino y empujándoles en la buena dirección.
León XIII promulgó en 1882 la encíclica Cum multa para poner fin (sin conseguirlo) a las luchas entre los católicos españoles integristas y los liberales, a los que los primeros tachaban de “mestizos”, como si no fueran plenamente católicos. El Papa condenaba dos errores opuestos en el modo de entender las relaciones entre la religión y la política: el de los que las separaban totalmente (los liberales) y el de los que las confundían (integristas). Decía que así como hay que evitar el impío error de querer gobernar una nación sin tener en cuenta a Dios, “así también hay que huir de la equivocada opinión de los que identifican la religión con algún partido político, hasta el punto de tener por alejados del catolicismo a los que pertenecen a otro partido”.
Sin citarla explícitamente, León X aplicaba a España la doctrina del concilio de Calcedonia del 451, que definió las dos naturalezas de Jesucristo, la humana y la divina, en una sola persona. En la doctrina de Calcedonia se inspira la antiquísima y hermosa antífona que aún hoy se canta en el oficio de Laudes de la fiesta de la Maternidad divina de María (1 de enero): “Hoy se nos ha manifestado un misterio admirable: en Cristo se han unido dos naturalezas, Dios se ha hecho hombre y, sin dejar de ser lo que era, ha asumido lo que no era, sin sufrir mezcla ni división” (non commixtionem passus, neque divisionem).
El reinado de Cristo no se identifica con la política, pero influye en ella. Se siembra en el corazón de los creyentes, pero desde las personas transforma las relaciones personales y las instituciones. Es, como dice el espléndido prefacio de la fiesta, “Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz”.