Josep Benet y el milagro del telegrama de Montini
El Papa Francisco ha aprobado el milagro de Pablo VI necesario y se ha anunciado para el 19 de octubre su beatificación. Pero ahora voy a contar otro milagro suyo más sensacional, que puede que valga para su canonización.
La elección papal del cardenal Montini había sido muy mal recibida por Franco, y desde el gobierno se decía y repetía que el Papa no amaba a España. Incluso se decía, sin ningún fundamento, que un hermano suyo había luchado en las Brigadas Internacionales durante la guerra civil. Era todo lo contrario de aquel clamor, en tiempos de Pío XII: “¡España por el Papa, y el Papa por España!”. No es que Pablo VI fuera antifranquista, pero en aquellos tiempos de nacionalcatolicismo procuró que la Iglesia española no se confundiera con el régimen. En plena vigencia del concordato, y con él del derecho de presentación de Franco, Pablo VI, con la colaboración del buen nuncio Dadaglio, logró dar un vuelco al episcopado español gracias a los nombramientos de obispos auxiliares, a los que no se aplicaba el derecho de presentación y que en la Conferencia Episcopal tendrían la misma voz y voto que los obispos residenciales (posteriormente, sin concordato ni derecho de presentación, Juan Pablo II y otros nuncios dieron un nuevo giro al episcopado español, pero en sentido opuesto).
Con un claro propósito de desagravio a su memoria, se celebró en Madrid, del 20 al 21 de mayo de 1994, hace ahora veinte años, el simposio “Pablo VI y España”, organizado por el Istituto Paolo VI de Brescia en colaboración con la Universidad Pontificia de Salamanca. Tanto en las ponencias como en los coloquios se hablaba una y otra vez del telegrama de Montini, siendo arzobispo de Milán, a Franco, en 1962, intercediendo por el estudiante Jordi Cunill, que había sido condenado a muerte. Este telegrama fue una de las más repetidas quejas del régimen contra Montini.
El gobierno se mostró escandalizado de que Montini intercediera por un terrorista, pero además se dijo que Cunill no había sido condenado a muerte, sino a una pena de prisión, con lo que dejaban mal al prelado (el telegrama, prudentemente, no hablaba de “condenado a muerte”, sino de “peligro de la vida”). Tanto ponentes como los que intervenían en los coloquios del simposio sostenían la recta intención de Montini, pero lamentaban que los que solicitaron su intercesión le hubieran informado mal, con lo que lo dejaron expuesto a las críticas y burlas del gobierno.
Así iba discurriendo el simposio, hasta que casi al final pidió la palabra el abogado e historiador Josep Benet, que había sido el abogado de Jordi Cunill y explicó detalladamente lo ocurrido. Cunill había puesto unos petardos en la redacción de La Vanguardia y en la residencia Monterols, del Opus, y por eso se le calificó de gran terrorista y se le abrió proceso sumarísimo. Veintitrés años después de la guerra civil, en España se seguía aplicando aquel procedimiento expeditivo, originariamente previsto para delitos flagrantes ante el enemigo y en plazas sitiadas, pero que servía a Franco para liquidar enemigos políticos en menos de cuarenta y ocho horas.
Celebrado el juicio sumarísimo en Barcelona el 22 de septiembre, el fiscal pide pena de muerte. No hay acuerdo en el tribunal, y por mayoría la sentencia le impone 30 años, pero el Capitán General de Cataluña, en su función de Autoridad Judicial, disiente, pide pena de muerte y el caso se eleva al Consejo Superior de Justicia Militar. El 5 de octubre se celebra en Madrid la vista definitiva, y no se anuncia la sentencia. Pasan el día 6 y el 7 sin publicar sentencia, y entonces Associated Press informa que hay condena de muerte, pendiente de que el próximo consejo de ministros la ratifique.
Según el ordenamiento de la justicia militar entonces vigente, si la pena no era de muerte se comunicaba inmediatamente al defensor y al reo, pero si era capital no se publicaba hasta que, agotados todos los recursos, fuera definitiva. Así, durante la guerra y una larga posguerra hubo miles de personas encarceladas, que por no habérseles comunicado oficialmente la sentencia sabían que estaban condenados a muerte, y en cualquier momento los podían llamar para decirles que Franco había dado el “enterado” y unas horas después serían fusilados, o tal vez agarrotados. En el penal de Burgos los llamaban, con humor macabro, “presuntos”, abreviatura de “presuntos fiambres”.
Pero después de recibir el gobierno el telegrama de Montini, a las 4,30 del día 8 se comunica a las agencias y a la prensa que la pena es de 30 años. Franco, temiendo la reacción internacional y para hacer quedar mal a Montini, había cambiado la sentencia. Habían, pues, informado bien a Montini, el telegrama surtió efecto y así Jordi Cunill se salvó, como suele decirse, de puro milagro.