Parábola del padre misericordioso

¿Un modelo de conversión?

Se la suele llamar “parábola del hijo pródigo”, pero debiera llamarse más bien del “padre pródigo”, porque de los tres personajes (padre, hijo menor, hijo mayor), el primer protagonista es el padre, tal como en las dos parábolas precedentes el protagonista no es la oveja perdida sino el pastor, ni la moneda perdida sino la mujer que la busca. Y es ciertamente un padre pródigo, que da todo lo que tiene (sus bienes y más aún su amor) con generosidad ilimitada, sin esperar nada a cambio.

En la predicación, misiones tradicionales y ciertas representaciones populares de la Pasión o el Nacimiento, y también en la liturgia cuaresmal, se utiliza esta parábola tan sentida para exhortar a la conversión. Pero, si bien nos fijamos, no es un modelo de conversión: el hijo mayor no regresa arrepentido de su mal proceder, sino acuciado por el hambre, tan sinvergüenza como cuando se marchó. La condición de hijo y la relación filial con su padre, las da por perdidas, pero piensa que su padre es un padrazo y, siquiera como jornalero, en la casa de su padre encontrará trabajo y podrá al menos comer, que es lo que más le interesa. Desde luego, esto no es un modelo de conversión.

¿Un modelo de padre?

Piensan entonces algunos que, si no es un modelo de conversión, se trata de un modelo del trato de los padres a sus hijos. Algunos padres sienten perturbada su conciencia, porque creen que obrar como el padre de la parábola podría resultar desmoralizador para los demás hijos.

Y con razón: en una escuela de padres, suspenderían al de la parábola. Le dirían que él tiene la culpa de la vida viciosa del hijo menor. ¿Cómo se le ocurrió darle tanto dinero? Conociendo a su hijo, debía prever el mal uso que de él haría.

No es éste tampoco el sentido genuino de la presente parábola.

El Padre del cielo

En realidad, este padre no es para nosotros modelo a imitar en la vida familiar, sino que, al contrario, lo que quiere decir la parábola es que tenemos en el cielo un Padre que nos ama tan desmedidamente que, si obrara así un padre de la tierra, lo tacharíamos de chalado y criticaríamos, con razón, su modo de tratar a sus hijos, porque los deseduca. Por eso la parábola describe con todo lujo de detalles las excesivas manifestaciones de su amor, que lo ponen casi en ridículo. Pero lo que en un padre de la tierra resultaría inaceptable, en el Padre del cielo es la pura realidad.

Sorprende que Jesús haga del Padre un retrato casi caricaturesco, y en todo caso poco glorioso. Pero pensemos en el profeta Oseas, por cuya boca Dios se comparó a un marido que ama perdidamente a una mujer que le es infiel del modo más desvergonzado. El profeta, que sufría por aquel amor tan mal correspondido, recibió la inspiración divina de que lo que a él tanto le dolía era precisamente lo que a Yahvé le pasaba con su pueblo.

Con todo, hay a menudo en los padres de la tierra, y quizás más aún en las madres, como un reflejo del amor gratuito de nuestro Padre del cielo. Algo de esto se expresa en aquel proverbio árabe que pregunta cuál es el hijo más querido, y responde: “El pequeño, hasta que se hace mayor; el enfermo, hasta que sana; el ausente, hasta que regresa”.

Tres niveles de interpretación

Conviene recordar la preciosa introducción que Lucas antepone a las tres parábolas de la misericordia para informarnos del contexto histórico en que Jesús las dijo y del tipo de personas a las que las dirigió: “Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos». Entonces les dijo esta parábola.” (Lc 15,1-2). De ahí los tres niveles de interpretación de la parábola:

Apologético. Jesús se defiende de aquellas críticas alegando, con esta parábola, que su modo de proceder bondadoso no es más que un reflejo del modo de ser y obrar de Dios. Antes que un juez severo, Dios es un padre amoroso. “Mi Padre es así - viene a decirles -, y yo soy como mi Padre”. Cuando le acusaban de trabajar en sábado por haber curado a un enfermo, respondió que su Padre trabaja sin cesar, y añadió: “Os aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino lo que ve hacer al Padre; lo que éste hace, lo hacer igualmente el Hijo” (Jn 5,19). Se defiende comparándose a un niño que juega a imitar a su padre.

Cristológico. Con esta parábola, Jesús abre su corazón y se retrata a sí mismo. Acepta la responsabilidad de ser bueno y compasivo, como cuando dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,29-30). A la vez, caracteriza el Reino que él proclama e instaura con su predicación y con su modo de obrar. A diferencia de los reinos de la tierra, y del Reino de Dios tal como los judíos se lo imaginaban, el Reino que Jesús anuncia es de bondad y misericordia. A este nivel, la parábola no es sólo una lección de teología, sino un retrato de la psicología humana de Jesús de Nazaret.

Teológico. Sobre todo, la parábola habla de Dios, el Padre, que a todos ama, que hace salir el sol sobre justos y pecadores y llueve sobre justos e injustos, que se inclina con especial amor sobre niños, pobres y pecadores, en fuerte contraste con la idea común entre los judíos de un juez terrible. El tema principal y más original de la predicación de Jesús era éste: el Padre. Con esta parábola Jesús explica, de modo simplicísimo y emotivo, lo más característico del modo de ser del Padre. Por encima de todo, mucho más que moralizante, esta parábola es teocéntrica.

¿Una parábola de la misericordia?

Según una interpretación muy extendida, sería una emotiva parábola de la misericordia de Dios, como lo son las precedentes de la oveja perdida y la moneda perdida. Así se podría entender si acabara con el happy end (final feliz) del v. 24: “...y comenzaron la fiesta”. Sería un hermoso final, con la amorosa acogida que el padre dispensa al hijo malo y el banquete para celebrar su recuperación. Pero la parábola tiene una segunda parte, que suele pasar más desapercibida, pero que es más importante que la primera.

La segunda parte

Hay cuatro parábolas que tienen dos “jorobas”, es decir, que cuando parece que acaban tienen una segunda parte (ésta, el rico que banqueteaba y el poble Lázaro, los jornaleros de la viña, el invitado al banquete que no vestía adecuadamente). En todas ellas, la segunda parte es la más importante, y la primera sirve sólo para preparar la segunda.

Aplicando esta observación de los exegetas a la presente parábola, tenemos que lo más importante de ella no es la primera parte, sobre el “hijo pródigo”, que es la que siempre se comenta más, sino la segunda, sobrfe el otro hermano.

El hijo mayor

La segunda parte habla del hijo mayor, el “bueno”, que no quiere participar en la fiesta de la vuelta de su hermano. El padre, con el mismo amor con que había salido al encuentro del hijo menor al divisarlo de lejos, sale ahora a tratar de convencer al mayor para que entre. Pero éste le suelta un discurso mezquino, que corresponde a la mentalidad religiosa de los fariseos a los que Jesús dedicó esta parábola (v. 1) y al de la parábola del fariseo y el publicano (18,9-14). La respuesta del padre expresa su profundo dolor ante tal reacción.

¿Cuál de los dos hijos ocasiona a su padre un mayor disgusto?

Una parábola inconclusa

Lucas es un excelente escritor, y ha pintado de mano maestra el cuadro tanto del padre, como de cada uno de los dos hijos. Pero así como el relato hubiera acabado muy redondo con el feliz final del v. 24, ahora queda cortado, sin respuesta a las últimas palabras del padre. Esto ha de responder a alguna intención importante.

Múltiples finales posibles

La parábola queda abierta a mútiples finales posibles. Nosotros esperaríamos, y quisiéramos, que el hijo mayor se dejara convencer por el sentido reproche del padre, entrara, se abrazaran los tres, lloraran y rieran a la vez y vivieran unidos y felices por siempre jamás. Así lo representan algunos artistas, y así sucede en aquellas representaciones escénicas populares. Pero el evangelio no lo dice, y deja pendientes varias cuestiones:

- El hijo menor, que había regresado tan sinvergüenza como cuando se fue, ¿se convirtió de corazón al ver cómo su padre lo recibía?

- ¿Entró, finalmente, el hijo mayor?

- Suponiendo que entrara, ¿lo hizo convencido por los argumentos de su padre y se reconcilió con su hermano, o bien entró tan sólo para defender lo que quedaba de la herencia, para que su padre no la dividiera otra vez?

- Si entró y se reconcilió con su hermano ¿lo hicieron tal vez para confabularse y echar de casa a su padre? (¡no sería el único caso!; desde luego, sería para instalarlo en una residencia donde no le faltaría lo necesario...).

Hay un posible final feliz, que es el que nosotros desearíamos, pero la parábola queda abierta a otras posibilidades. La trampa radica en que, como historia que no te afecta personalmente, quisieras que acabara bien. Pero cuando has pensado lo hermoso que sería que el hermano mayor superara su mezquindad, el Señor te hace notar que tú también te comportas a veces tan ruinmente como él.

Lucas era demasiado buen escritor para, después de haber llegado a un final equilibrado con el regreso del hijo menor, añadir la chapuza de una segunda parte que acaba tan bruscamente, con un interrogante que queda sin respuesta.

La única explicación imaginable es que dejó expresamente abierta la conclusión de la parábola porque, entre las varias conclusiones posibles, cada lector, con su propio comportamiento con los hermanos, le pone un final propio. ¿Quieres que acabe bien? ¡Hazlo acabar bien con tu modo real de actuar en tu relación con tus hermanos!
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