Religión y política

San Hilario, obispo de Poitiers (Francia, s. IV) es interesante por muchos conceptos. Defendió la doctrina de Nicea sobre la divinidad del Verbo, y por tanto de Jesucristo, y por eso sufrió exilio. Pero, como obispo, era sobre todo pastor. Comentaba, al alcance del pueblo simple, los evangelios y los salmos, compuso himnos, al estilo oriental, para mejor inculcar la recta fe a los fieles, y por medio de san Martín de Tours fomentó la vida monástica. Pero quisiera recordar aquí un aspecto suyo muy actual: su defensa de la independencia de la Iglesia ante las intromisiones de los emperadores.

En el mundo antiguo, la religión era política, cosa de la polis, la ciudad-estado soberana. Jesús la despolitiza: no ha de ser de ningún estado sino católica, universal. Pero la Iglesia ha caído una y otra vez en la tentación de instrumentalizar la dimensión política de la religión, como sucedía con el paganismo y en el Antiguo Tetamento.

Después de dos siglos y medio de persecuciones, Constantino había legitimado el cristianismo y pretendía favorecerlo convocando y financiando un concilio (el de Nicea), construyendo basílicas y de mil otros modos. Su hijo Constancio II quiso favorecerla aún más, pero intervino en las controversias trinitarias imponiendo un arrianismo mitigado y desterrando a los obispos fieles al concilio de Nicea, como san Hilario. Éste le dirigió un manifiesto muy atrevido, en el que decía que hubiera preferido ser obispo en tiempo de los grandes perseguidores Nerón o Decio. En cambio –escribe– “Ahora luchamos contra un perseguidor engañoso, contra un enemigo que acaricia, contra el anticristo Constancio, que no hiere la espalda sino que halaga el vientre; no destierra para la vida sino que enriquece para la muerte; no encierra a los obispos en la cárcel, con lo que no les puede quitar la libertad, sino que los enriquece para la muerte, sino que los honra en su palacio para esclavizarlos (…); no corta la cabeza con la espada, sino que mata el alma con el oro; honra a los sacerdotes, pero para que no sean verdaderos obispos; edifica iglesias para derribar la fe”.

El constantinismo será una tentación constante a lo largo de los siglos. La Iglesia se siente cómoda con las dictaduras que dicen que la protegen y le dan todas las facilidades materiales para su apostolado, pero se lo cobran exigiendo que ella imponga, bajo pecado, la sumisión al tirano, y que calle los atentados contra los derechos humanos.

Al término de las controversias trinitarias, el concilio de Calcedonia (451) proclamó definitivamente la recta fe, que la preciosa antífona al cántico de Zacarías de Laudes de la solemnidad de Santa María Madre de Dios sintetiza así: “Hoy se nos ha manifestado un misterio admirable: en Cristo se han unido dos naturalezas, Dios se ha hecho hombre y, sin dejar de ser lo que era, ha asumido lo que no era, sin sufrir mezcla ni división”.

León XIII, en su encíclica Cum multa (1882), aplicó la doctrina de Calcedonia a las tremendas luchas entre los católicos españoles liberales y los integristas. Condenaba los dos errores opuestos en el modo de entender la relación entre religión y política: el de los que las separaban totalmente (los liberales, nuevos arrianos o nestorianos) y el de los que las confundían (los integristas o carlistas, nuevos monofisitas). Así como –decía León XIII– hay que evitar el “impío error” de querer gobernar una nación sin tener a Dios en cuenta, “así también hay que huir de la equivocada opinión de los que mezclan y casi identifican la religión con un partido político, hasta el punto de tener como separados del catolicismo a los que pertenecen a otro partido”.

Como reacción contra el espíritu de la Revolución francesa, el magisterio de la Iglesia había condenado, en el Syllabus de Pío IX (1864) la separación de Iglesia y Estado y la libertad religiosa, y siempre que podía exigía el Estado confesional, que profesara oficialmente la fe católica y la protegiera y prohibiera las demás religiones. Pero ya Pío XII, aunque protestó contra los que querían “recluir a la Iglesia en la sacristía” sin que pudiera decir nada sobre los problemas de nuestro mundo, propugnó con todo una “sana laicidad”: ni clericalismo ni anticlericalismo.

El Vaticano II fue más allá y admitió la libertad religiosa y la separación de Iglesia y Estado. Pero aún, durante el Concilio, un obispo brasileño ferozmente integrista, Geraldo de Proença Sigaud, afirmó que a Dios le cuesta mucho salvar las almas en una democracia: En una sociedad revolucionaria (así calificaba a la democracia) Dios pesca las almas con anzuelo (o sea, de una en una); en una sociedad cristiana (se refería a un estado confesional católico), las almas se pecan con redes (en masa)”.

Contra esta visión, nosotros tenemos la experiencia de la marea de ateísmo y de anticlericalismo que nos han dejado cuarenta años de nacionalcatolicismo, esto es, de catolicismo impuesto como un deber cívico y de franquismo impuesto como un deber religioso. Si Nerón fue malo, la solución no es Constantino. Que san Hilario nos ayude a acertar con la vía justa.
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