La Transfiguración y la memoria histórica de la Iglesia
El Resucitado dirá a los discípulos de Emaús, tristes porque no entendían lo ocurrido: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria? Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras”.
Dicen los tres evangelistas que Moisés y Elías hablaban con Jesús, pero sólo Lucas nos cuenta de qué hablaban: de la salida de Jesús de este mundo, que se tenía que consumar en Jerusalén. Jesús anunció repetidamente que tenía que padecer y morir, y que después resucitaría. El texto original griego de Lucas dice que hablaban del “éxodo”, que literalmente significa salida, pero al lector familiarizado con la Biblia griega le sugiere el libro del Éxodo, que cuenta la salida de los israelitas de Egipto, el acontecimiento salvífico primordial del Antiguo Testamento, por el cual Dios creó a su pueblo. Todo judío, de todos los tiempos, se ha de considerar como si Dios lo hubiera sacado a él de Egipto.
En la gran catequesis que es la Cuaresma, la Iglesia nos proclama el Antiguo Testamento, que culminará en el Nuevo. En las misas feriales, la primera lectura es del Antiguo Testamento. Los domingos, la primera lectura, del Antiguo Testamento, que habitualmente se ha escogido para ilustrar el evangelio del día, es independiente y a primera vista desordenada, pero si nos fijamos veremos que entre los cinco domingos de Cuaresma, en sus tres ciclos, se leen quince pasajes fundamentales de la historia de la salvación: el pecado original (domingo I, A), Noé y el diluvio (domingo I, B), el credo resumen histórico del Deuteronomio (domingo I, C), vocación de Abrahán (domingo II, A), sacrificio de Isaac (domingo II, B), alianza y promesas a Abrahán (domingo II, C), vocación de Moisés (domingo III, C), Moisés saca agua de la roca (domingo III, A), Moisés transmite el decálogo (domingo III, B), Josué y los israelitas llegan a la tierra prometida y celebran la Pascua (domingo IV, C), unción de David (domingo IV, A), deportación de Babilonia y repatriación (domingo IV, B), profecía de Ezequiel de la nueva alianza en el Espíritu (domingo V, A), profecía de Jeremías de la nueva Ley inscrita en los corazones (domingo V, B), y profecía de Isaías de que Dios hará algo nuevo (domingo V, C).
Y en la Vigilia Pascual las siete lecturas nos ofrecen otra panorámica grandiosa de los momentos cumbre de Antiguo Testamento: la creación, el sacrificio de Isaac, el paso del Mar Rojo, la restauración de Israel según Isaías, las promesas irrevocables a David según Isaías, la Sabiduría eterna conviviendo con los hombres según Baruc y la profecía de Ezequiel de la Nueva Alianza en el Espíritu.
La memoria histórica es esencial tanto para Israel como para la Iglesia. Nuestra fe, más que una sarta de dogmas, tiene por objeto unos acontecimientos. El largo salmo 77 (78 hebreo) recuerda las maravillas que Dios había obrado a favor de su pueblo, pero empieza diciendo: “Escucha mi Ley, pueblo mío… voy a abrir mi boca en parábolas, te explicaré el sentido de los hechos pasados. Lo que hemos oído y sabemos, lo que nuestros padres nos contaron, no se lo callaremos a nuestros hijos”. Según el ritual judío de la Pascua, después de recordar las gestas del Señor, que culminan en la salida de Egipto, el cabeza de familia que preside dice: “Esta noche todos hemos de sentirnos como si saliéramos de Egipto”. El memorial judío hace actual la salvación pasada. Y san Pablo enseña que los cristianos somos los destinatarios últimos de aquellas maravillas: “Todo aquello les sucedió (a los judíos) para servir de ejemplo, y se escribió para amonestación nuestra, en quienes los siglos han llegado a su plenitud) (1 Cor 10,11).
El centro de la vida cristiana, la celebración eucarística, es un memorial, en cumplimiento del mandato de Jesús: “Haced esto en memoria mía”. Primero, en la liturgia de la Palabra, se nos recuerda la Biblia entera; no toda en cada misa, evidentemente, sino repartida, pero cada fragmento nos sumerge en la historia de la salvación. Después, en la liturgia del sacrificio, se hace sacramentalmente presente lo que la liturgia de la Palabra ha anunciado. En cada misa podríamos repetir la homilía de Jesús en la sinagoga de Nazaret, después de leer el libro de Isaías: “Esto que acabáis de oír, ahora se hace realidad delante vuestro”.
De todo esto hablaban Moisés y Elías con Jesús en la montaña.