¿Tenemos miedo a la ternura de Dios?
Con estas palabras hablaba el Papa Francisco el pasado 21 de junio en la eucaristía que celebró junto a algo más de mil sacerdotes llegados a Roma de los cinco continentes para el III retiro internacional de sacerdotes.
Uno de los grandes convencimientos de mi vida es que la misericordia de Dios es infinita e inunda todos los rincones del corazón del ser humano llenándolos de compasión y ternura. Así lo he experimentado desde siempre. Un Dios que me cautivó por su bondad y su confianza en mis posibilidades a pesar de mis incoherencias y mis pecados. Un Dios que cree en ti y no le frenan tus infidelidades. Un Dios que es Amor y “respira” bondad por todos lados.
Una vez, en nuestro Santuario de Barcelona donde tuve el gusto enorme de celebrar diariamente la eucaristía, se acercó una señora de edad avanzada a la sacristía pocos minutos antes de dar inicio una eucaristía de sábado por la tarde. Y me pidió un par de minutos que con gusto se los di. Me dijo así de sopetón: “qué gran trabajo está haciendo el diablo con usted, padre Juan”. Créanme que mi cara mostraba toda la impresión que me llevaba de semejante bofetada. ¿Por qué me dice algo así?, le contesté. Y prosiguió: “Qué gran labor. Usted siempre está hablando que Dios es amor, que es misericordioso, compasivo… que perdona siempre y siempre está dispuesto a acogernos. Jamás le escuché decir que Dios es justo. Usted enfatizando tanto la compasión de Dios está creando conciencias laxas.” No puedo negar que me entristecieron tales palabras y lo único que pude contestarle: “Lamento que tenga esa percepción. No de mi que a fin de cuentas soy solo un obrero de la viña sin más valor, sino de Dios. Lamento que no haya conocido tanta ternura y tanta compasión de un Dios que se desborda, que jamás se cansa de perdonar y de amar.”
Ese episodio no se me olvidará jamás. Lo recuerdo con cierta tristeza y no crean que no hice mi reflexión personal también. Pero les confieso que de la abundancia del corazón habla la boca y mi corazón rebosa de un Dios que no me ha hecho justicia jamás… pero que me ha amado siempre. Un Dios que me mira con dulzura cuando caigo y me levanta con misericordia, un Dios que acaricia mis heridas con ternura y confía siempre en que puedo sacar mucho más y mejor de mi mismo para regalar a los demás.
¿Y qué culpa tengo si así he vivido y vivo a Dios toda mi vida?
Eso de juzgar y condenar me da demasiado respeto y prefiero dejárselo a quien es “juez de vivos y muertos”. Nunca he sentido el llamado a semejante tarea. Más bien, el Señor no cesa de atraparme con lazos de amor y atraerme con caricias y bendiciones cuando me alejo de Él.
En cualquier caso, en mi pobre oración diaria, siempre acabo diciéndole al Señor que tanto me amó y me ama que aquí me tiene siempre disponible para lo que Él quiera, donde Él quiera y como Él quiera, a pesar de mis pecados y mis fragilidades.
Uno de los grandes convencimientos de mi vida es que la misericordia de Dios es infinita e inunda todos los rincones del corazón del ser humano llenándolos de compasión y ternura. Así lo he experimentado desde siempre. Un Dios que me cautivó por su bondad y su confianza en mis posibilidades a pesar de mis incoherencias y mis pecados. Un Dios que cree en ti y no le frenan tus infidelidades. Un Dios que es Amor y “respira” bondad por todos lados.
Una vez, en nuestro Santuario de Barcelona donde tuve el gusto enorme de celebrar diariamente la eucaristía, se acercó una señora de edad avanzada a la sacristía pocos minutos antes de dar inicio una eucaristía de sábado por la tarde. Y me pidió un par de minutos que con gusto se los di. Me dijo así de sopetón: “qué gran trabajo está haciendo el diablo con usted, padre Juan”. Créanme que mi cara mostraba toda la impresión que me llevaba de semejante bofetada. ¿Por qué me dice algo así?, le contesté. Y prosiguió: “Qué gran labor. Usted siempre está hablando que Dios es amor, que es misericordioso, compasivo… que perdona siempre y siempre está dispuesto a acogernos. Jamás le escuché decir que Dios es justo. Usted enfatizando tanto la compasión de Dios está creando conciencias laxas.” No puedo negar que me entristecieron tales palabras y lo único que pude contestarle: “Lamento que tenga esa percepción. No de mi que a fin de cuentas soy solo un obrero de la viña sin más valor, sino de Dios. Lamento que no haya conocido tanta ternura y tanta compasión de un Dios que se desborda, que jamás se cansa de perdonar y de amar.”
Ese episodio no se me olvidará jamás. Lo recuerdo con cierta tristeza y no crean que no hice mi reflexión personal también. Pero les confieso que de la abundancia del corazón habla la boca y mi corazón rebosa de un Dios que no me ha hecho justicia jamás… pero que me ha amado siempre. Un Dios que me mira con dulzura cuando caigo y me levanta con misericordia, un Dios que acaricia mis heridas con ternura y confía siempre en que puedo sacar mucho más y mejor de mi mismo para regalar a los demás.
¿Y qué culpa tengo si así he vivido y vivo a Dios toda mi vida?
Eso de juzgar y condenar me da demasiado respeto y prefiero dejárselo a quien es “juez de vivos y muertos”. Nunca he sentido el llamado a semejante tarea. Más bien, el Señor no cesa de atraparme con lazos de amor y atraerme con caricias y bendiciones cuando me alejo de Él.
En cualquier caso, en mi pobre oración diaria, siempre acabo diciéndole al Señor que tanto me amó y me ama que aquí me tiene siempre disponible para lo que Él quiera, donde Él quiera y como Él quiera, a pesar de mis pecados y mis fragilidades.