Biblia judía,  historia de mujeres. De Eva a la madre de los macabeos

Presenté el pasado lunes (30.6.24) en RD y FB un pequeño curso de humanidad en la Biblia judía, titulado cuatro miradas. Mañana, 9.7.24 expongo la segunda mirada, una visión de conjunto,  de la historia del AT, desde Eva (principio) a la madre de los macabeos (fin). Quien quiera pueda pedir entrada directa en el curso. Para los demás presento  un visión de conjunto de los temas.  Tema desarrollado en Familia en la Biblia y en Mujeres de la Biblia judía

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CON EVA, PRNCIPIO (Gen 1-3)

 Ciertamente, en el fondo de este relato (Gen 1) subyacen motivos de la gran batalla (teomaquia) por la que Dios se impuso sobre el dragón enemigo. Pero, en su forma actual, el texto insiste en el mundo como palabra de Dios que llama (convoca y crea) a todos los seres del cielo y de la tierra, en siete días (tiempo perfecto), a través de diez llamadas que se van escalonando (Gen 1, y dijo Dios…!) y van marcando las formas fundantes de vida, como los sefirots o emanaciones de la cábala, “canales o venas” del cuerpo viviente, divino del mundo, es decir, de todo lo que existe.

El mundo no es Palabra que se pierde en el vacío, sino de llamada y diálogo de Dios con los hombres, oyentes responsables (que forman parte del  diálogo de Dios):  

Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo... Y dijo Dios: Mirad, os entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la faz de la tierra; y todos los árboles frutales que engendran semilla os servirán de alimento; a todas las fieras de la tierra, a todas las aves del cielo, a todos los reptiles de la tierra que reptan la hierba verde les servirá de alimento… (Gen 1, 26‒2, 1). 

De esa forma culmina la creación de los hombres, de manera  que al fin no existe sólo Dios, con el mundo al exterior o bajo su poder, sino Dios con el hombre a su lado, colaborando con él. Así pasamos de una creación pasiva (Dios crea, pero sin que el mundo pueda escucharle y responderle) a una compartida pues el hombre es no sólo acción, sino encarnación de Dios), pues Dios no ha creado al ser humano para tenerlo dominado, sino para estar acompañado. El Génesis cuenta o describe el sentido del mundo como Palabra que se transmite y se hace vida en todo lo que existe, a través del hombre, a quien Dios confía el cuidado del mundo, de tal forma que ambos puedan dialogar y ser en comunión, Dios abriendo camino y el hombre respondiendo. Así dice Dios 

Hagamos al hombre  a nuestra imagen y semejanza… Y creó Dios (Elohim) al ser humano a su imagen: a imagen de Elohim lo creó, varón y mujer los creó (Gen 1, 26‒28).

 ‒ Varón y mujer son imagen de Dios, no en línea pasiva, sino dialogando con él (compartiendo su vida), y respondiendo a su palabra, de manera que ambos existen abriéndose uno al otro, en complementariedad de existencia y vida. De esa forma, la dualidad (varón y mujer, varios seres humanos) supera el nivel biológico (en el que se sitúa el resto de los animales) y se convierte en misterio teológico de comunicación y colaboración creadora de vida con Dios

E ser humano no empieza siendo un “gran macho” adversario de Dios, que posee a las hembras y domina sobre el resto de los machos de la horda (como ha supuesto Sigmund Freud, judío y conocedor de la Biblia, cf. (Totem y Tabú), sino varón y mujer (=seres humanos, varones y/o hembras en comunión riquísima y compleja. En su interacción, ellos son presencia de Dios Dios porque le escuchan y responden y se escuchan y responden entre sí y de esa manera  pueden realizarse (ser humanos) en Dios y con Dios.

 No debemos empezar buscando el signo de Dios fuera del hombre (en las estrellas), ni a través de argumentos de tipo cosmológico. Dios se muestra en lo cercano de la vida humana, en lo más hondo, que es, al mismo tiempo, lo más simple e inmediato: en la  palabra del varón y la mujer (de dos personas), que se comunican y comparten vida, siendo creadores en su fecunda dualidad, en la interacción y palabra de todos, mujeres y varones.

Varón y mujer los creó. Encuentro humano (Gen 2,4b-25)

El texto pasa de Gen 1 a Gn 2-3. Ha cambiado el telón, es distinto el ángulo de mira y, aunque en el fondo los temas y problemas siguen siendo semejantes, el hombre se encuentra ante la urgencia de tener que decidir entre la Vida (recibiendo, regalando y compartiendo palabra) y la muerte, oponiéndose a ella. Dios nos funda (sigue siendo nuestro principio), pero, al mismo tiempo, nos sitúa ante la tarea de tener que decidir, de escoger en libertad lo que seremos[1].

‒ Dios y el hombre (Gen 2,4b-6). La versión anterior creación (Gen 1,1-2,4a) suponía que todo lo que existe brota de las aguas, de forma que era necesario que Dios las dominara, dividiéndolas (unas arriba, otras abajo) y confinándolas en un lugar (los mares), para que surgiera la tierra habitable de los hombres. Esta versión nos sitúa en cambio en una estepa, tierra seca donde nada brota porque Yahvé Elohim no ha llovido todavía, ni hay seres humanos que descubran y canalicen el agua de las fuentes interiores para cultivar el campo (Gen 2,4b-6).

‒ Dios se eleva asì sobre el desierto Dios como gracia primera, que envía las aguas de lluvia desde el cielo y que que educa a los seres humanos para que trabajen la tierra.Antes, Dios no había llovido todavía; pero tampoco había ser humano (Adam) que pudiera cultivar el yermo (=éremo). Ahora aparece el hombre colaborador de Dios. que trabaja con, por él, sobre la tierra.

La familia en la Biblia

 Adam, ser humano. Tierra y aliento de Dios. El hombre es por tanto un mestizo, hecho de tierra (arcilloso, colorado, Adám/Edom) y de aliento/palabra de Dios (Gen 2,7), consciente de sí (de Dios en sí mismo), recibiendo de Dios la tarea de elegir su identidad (su forma de ser). Antes, Dios hacía las cosas por sí solo, pues no había ser humano (Adam) que colaborara con él en la tierra (adamah) y lograra que el yermo (shadeh) diera frutos. Ahora aparecen los dos emparejados, colaboradores: Dios en el ser humano, el ser humano en Dios:

‒ Y modeló Yahvé Elohim al ser humano (Adam) del barro de la tierra (adamah), como alfarero en su torno. Hicieron los dioses de Grecia a la mujer ánfora preciosa, y la llamaron Pandora, todos los dones (cf. Hesíodo, Teogonía). El Dios bíblico formó al Adam dual (que por ahora es varón-mujer, toda la humanidad), arcilla (adamáh), creatura terrosa de tierra... No brota por generación espontánea como las plantas en Gen 1,11, sino que ha sido necesario el trabajo de Yahvé Elohim para sacarle del barro de la adamah.

Y sopló en su nariz aliento de vida. El aliento rítmico, unas veces cansado, otras frenético de Dios se llamaba en Gen 1, 2 Espíritu (ruah) en palabra que la tradición israelita y cristiana ha interpretado en forma de interioridad sagrada (=Espíritu Santo). Aquí no tenemos una Pandora femenina peligrosa, como ánfora  que debe cubrirse con una tapadera (cf. Heríodo, Teogonía), sino a ser humano dual, la humanidad plena de varones y mujeres, dotados de palabra para comunicarse con Dios y entre sí,  pues el mismo Dios inhaló (introdujo) en ellos su neshama, vida/respiración, por lo que ellos son vivientes paradójicos,nephesh hayah, respiración encarnada de Dios.

  Y plantó Yahvé Elohim un parque... allá en Oriente, en la tierra donde nace el sol y la existencia empieza. En la misma tierra arcillosa sin agua, preparó Dios y cultivó un/el jardín,  al servicio del hombre, de forma que  hombre es un “ser del mundo” (del jardín/huerto del mundo) y el mundo está llamado a ser huerto para los seres humanos.

‒ Plantó Yahvé Elohim un Gan o parque en tierra de Edén, que significa de delicias o placeres. Para descanso y gozo ha creado Dios al hombre, para implantarle en un un gan o paraíso donde pueda vivir y hacerse humano. En el entorno de la estepa (sin plantas, sin agua), Dios ha plantado para el hombre un jardín donde crece y se expande la vida, con cuidado y trabajo, en alianza con Dios.   

‒ Dios hizo brotar en el Gan‒Edén todas las plantas. Antes no había, ahora crecen. El texto dice expresamente que son nehmad, codiciables, deseables. Adam, el ser humano, se define de esa forma por lo que ve y desea. En contra de lo que pensaba Buda, el deseo del ser humano (varón y/o mujer) no es sólo bueno, sino necesario para la vida.  Antes (Gen 1) , era Dios el que veía que las cosas eran buenas y deseables para él; ahora son los hombres los que miran y descubren que los árboles resultan deseables/buenos, saciando así su sed de belleza y alimento.

‒ Árboles y ríos. Hay en el jardín dos árboles distintos que condensan el misterio de la vida. En la línea de lo codiciable (nehmad) está el árbol del conocimiento del bien/ mal; en la línea de lo comestible éstá el árbol de la vida. Ambos se encuentran, en el centro del jardín, abriendo la vida a todo lo deseable y comestible y dirigiendo al ser humano hacia un nivel de transcendencia, en línea de gozo y armonía. Con los árboles están los cuatro ríos que riegan el conjunto de la tierra, ríos físicos, de agua, y simbólicos, de vida y plenitud humana.

 Este Jardín-Edén, es decir, del mundo de Dios define a los hombres como habitantes de una tierra de árboles y ríos, de piedras preciosas y deseos … Éste es un jardín de abundan­cia: lugar donde los hombres encuentran (producen) aquello que desean, en conocimiento, comida, belleza. Éste es  un jardín de contemplación: de seres que han nacido para disfrutar, saciando sus deseos de saber, comer, sin matarse unos a otros, ni matar animales, un jardín vegetariano (no un parque o redil de animales de rebaño)[2].  Este pasaje evoca un tiempo de oro, de gozo y armonía, belleza y equilibrio, vida integral pacificada (cuerpo, alma, espíritu: basar, nephesh, ruah, no de pura contemplación espiritual ni de evasión hacia un nivel de ideas separadas):

Mujeres de la Biblia judía (Ed. Rústica)

‒ Por un lado, el ser humano depende del jardín/gan donde Dios le ha colocado, como espacio vivo de su vida. No está arrojado sobre el duro suelo de la estepa, como una piedra más o un ser errante, en una tierra sin senderos, pues Dios le ha colocado sobre un mundo bueno. Esta de esta afirmación nos ofrece la certeza de que estamos asentados en las manos (seno) de la vida buena que es Dios. Pero añade también una advertencia: Somos guardianes del jardín, pero no podemos manejarlo a capricho, porque tiene su propia autonomía ante nosotros, con nosotros.

‒ Por otro lado, el gan/jardín depende también del ser humano que debe cultivarlo (‘abad) y guardarlo (shamar, cf. Gen 2,16-17). El hombre es un viviente en libertad y compañía (ante Dios, en Dios y con los otros seres humanos)… En compañía de Dios,  pero no esclavo suyo Es libre, pero no “déspota”,  sin dominio arbitrario sobre el bien y mal, de tal forma que él sólo existe si “escucha” (acoge, obedece) la llamada más honda de la intimidad divina que le sostiene, le impulsa y fundamenta.

El texto del nos sitúa ante la prioridad del ser divino, del Dios que fundamenta y sostiene la vida de los hombres y mujeres sobre el mundo, una prioridad que no es contra los hombres, para tenerles sometidos, sino para los hombres, para acompañarles y vivir en en con ellos. La “prioridad” de Dios no es fuente de sometimiento, sino garantía de libertad.

  Como agricultor y guardián del parque,  el ser humano ha de vivir como oyente de la palabra, escuchando la Voz que le define: puedes comer todo... pero sin hacerte dueño del bien y el mal, esto es, sin negarte a ti mismo, sin rechazar lo que eres. Dios no le impone un mandamiento desde fuera de sí mismo, sino que le habla dentro (por su misma identidad humana), para que él escoja y sea lo que quiera: puede ser presencia (encarnación) divina, en fidelidad a su origen (su Sí mismo), o puede volverse ausencia, si se desliga de su origen e identidad quedando así en manos de su muerte, tal como le dice la Palabra:

‒ Palabra positiva: ¡De todo árbol comerás! (=puedes comer). El principio vital (despliegue de existencia) está simbolizado por el alimento. No hay todavía división sexual de varón‒mujer, no hay posible disputa entre individuos...y sin embargo hay deseo de comida o posesión.

‒ Palabra negativa: ¡No comerás del árbol del conocimiento del bien/mal! No te cerrarás en lo que comer, vivirás abierto a la vida que te dan, a la vida que compartes con Dios y con los otros seres humanos. En un plano, la prohibición (¡no comas!) tiene un sentido negativo, pero en otro constituye la afirmación más honda: ¡No te cierres en lo que comes, vive abierto a la vida de Dios, sabiendo que él te abre al infinito, como gracia de vida Selbst y sentido de tu realidad. 

Un Adam que intenta comer (poseer, dominar...) todo acaba destruyendo su mundo (y destruyéndose a sí mismo como mundo). Eso significa que hay algo que el hombre puede pero no debe hacer, pues en caso de hacerlo (en contra de su fundaciòn divina) se destruye a sí mismo. Por eso, la palabra no comas (que pone un límite al ser aislado del hombre) puede y debe interpretarse como invitación teológico de vida. 

  1. No es bueno que esté solo(Gen 2,18-28).En ese contexto vuelve a plantearse, en una nueva dimensión, el motivo de los animales, que habían aparecido en 1, 26-30, y que ahora reaparecen en una perspectiva convergente: Ellos son para el hombre compañía verdadera, pero limitada. Le acompañan, son ayuda, pero no comunicación:

Compañía importante, pero limitada (Gen 2, 18). Adam va nombrando animales, pero en el fondo sigue siendo solitario, pues los animales son expresión de un proyecto fallido o, quizá mejor, limitado, de Dios, en contra de lo que pueden suponer algunas ramas del hinduismo en las que parece darse una transmigración o reencarnación entre seres humanos y animales.

- Conforme a la Biblia, sólo puede haber comunicación vital verdadera entre seres humanos, no entre humanos y animales. Sólo otro ser humano es compañía para un ser humano, de manera que uno vova en sí viviendo en el otro, en   comunicación de la palabra. Por eso, Dios decide darle al hombre Adán un auxiliar o amigo (compañero) como él, no sólo en un plano de “carne” (encuentro vital, generación), sino de comunicación por la palabra que pasa de uno a otro, sin dejar de estar en el primero, sino estando de un modo más profundo al darse, de tal forma que sean (vivan) uno en otro. 

Conforme al relato anterior de Gen 1 (cf. 1, 27), Dios había creado al ser humano (Adam) como varón y mujer, empleando para ello unas palabras (macho y hembra) que corrían el riesgo de centrarnos (=cerrarnos) en un plano de dualidad sexual (animal), manteniéndose cada uno separado del otro en un plano personal. Pero en el momento en que Dios toma la costilla (intimidad profunda del Adam presexuado) para modelar con ella a otro ser humano podemos hablar de un Adam masculino y otro femenino o, mejor dicho, de un ser humano en comunidad cada uno en el otro y con el otro. Antes no había varón ni mujer, no existía dualidad humana. Ahora en vez de un Adam presexuado (indiferenciado) tenemos dos seres humanos, varón y varona, hombre y hembra, personas que son palabra al comunicarse y ser unas en otras.

Surge así la humanidad como experiencia básica de implicación personal por el lenguaje, de forma que uno aparece como “ayuda en semejanza” (en alteridad) para el otro. Éste es el principio de todo “misticismo” El hombre es según eso un viviente místico, vive en sí viviendo en otros.

Hueso de mis huesos. Carne de mi carne (Gen 2, 23‒24). De la “costilla”, carne original del humano anterior dividido, surgen dos, por enriquecimiento interior de vida y palabra, de tal forma que cada uno existe en la vida/palabra del otro, en comunicación, de tal forma que son una más alta persona. Antes de la “dualidad” no había varón mi mujer, no existían “personas”.

Sólo con dos empieza el ser humano, cuando las personas se miran, se encuentran, dialogan, y completan, compartiendo palabra, el uno en el otro en los tres planos de su humanidad (carne, alma y espíritu). Sólo ahora se puede hablar de varones y mujeres (en diferencia sexual) y de personas, en diferencia y complementariedad de vida. Varón y mujer son humanos, humus de tierra, siendo comunión de “diálogo divino. Sólo ahora, sólo de esta forma culmina la creación original (Gen 1-2).

Uno a uno han ido apareciendo los momentos primordiales: el cosmos ordenado y su liturgia (Gen 1), el paraíso de plantas y ríos, el hombre vegetariano, señor de animales, pero incapaz de compartir la palabra con ellos (cf. Gen 2, 1‒20). Sólo ahora, cuando surgen dos seres humanos, podemos hablar de la humanidad en el centro del mundo: Estaban ‘arumim, desnudos, abiertos uno al otro, en gozo intenso que se expresa en la palabra del primer canto de amor del varón ante la mujer, que puede y debe modularse y aplicarse a otros tipos de relaciones humanas:

  • ¡Esta es hueso de mis huesos, carne de mi carne!
  • Su nombre es Hembra, pues ha sido tomada del Hombre.
  • Por eso el Hombre abandona padre y madre
  • y se junta a su mujer y se hacen una sola carne (Gen 2,23-24).

Así suena la primera palabra humana de la Biblia, la canción de Adán convertido en varón o, mejor dicho, en persona: Es la palabra como júbilo por el encuentro que resume y da sentido a toda la historia que sigue a lo largo de la Biblia, con las diversas variantes de amor en forma de comunicación personal. Ciertamente, está al fondo Dios, está el campo con los árboles y ríos, están los animales... Pero al centro de todo emergen dos parejas humanas:

Pareja de generación, padre y madre a los que el varón debe dejar para unirse a su mujer (a otra persona). Esta será en perspectiva israelita posterior (genealogía) la pareja primordial, la que se encuentran integrada por el padre y por la madre, en línea de engendramiento En esa línea, el Adán de este canto pone de relieve  la necesidad de abandonar padre y madre, y de juntarse a la mujer (otra persona), no para tener hijos (el texto no dice “para engendra descendencia”), sino para formar entre los dos una sola carne.

Pareja de humanización, Adán y Eva, que son ya distintos, unión personal en la carne, es decir, en la vida. Ciertamente, desde su propia perspectiva el texto parece indicar que son varón y mujer, y que la manera de unirse formando una sola carne es la del matrimonio. Pero no lo dice, no insiste en que ellos han de ser varón y mujer, ni añade que han de tener hijos (como supone Gen 1, 28: “Creced, multiplicaos…”), sino sólo que se unen (dejando padre y madre) para formar una carne. De esa forma nos sitúa ante dos seres humanos, dos personas (que parecen hombre y mujer, aunque no se dice que lo sean, superando su aislamiento previo para formar “una sola carne” (en hebreo basar, en griego sarx: Gen 2, 24; cf. Mc 10, 8). 

  LA MADRE DE LOS MACABEOS

 Como testimonio final de familia y la mujer en el  ATTestamento presento el signo de una mujer, que es madre de siete hijos mártires, y que representa la fe de Israel que se mantiene firme incluso ante el “holocausto”, es decir, ante un tipo de shoah. Esta madre con sus siete hijos (sin marido ni padre a su lado) es el signo más hondo de la fidelidad familiar de Israel.

Esa historia de la madre de los macabeos aparece en 2 Mac 7, libro que no ha sido incluido en la Biblia Hebrea, pero que forma parte del canon católico (de los LXX), y ofrece un testimonio dramática del martirio y confesión de fe de una madre, que contempla la muerte (martirio) de sus hijos. Es una historia opuesta a la de Tobías, donde el ángel de Dios curaba la enfermedad “demoníaca” de Sara, cuyos siete “maridos” anteriores habían perecido en manos de Asmodeo, a fin de que ella pueda casarse y engendrar hijos israelitas. Pues bien, en contra de eso, por fidelidad a Dios, la madre de los macabeos pierde a sus siete hijos varones, sin que un ángel mate al tirano enemigo de Israel.

La historia de Tobías hablaba del padre y del marido. Por el contrario, en esta historia no hay padre ni marido, sino sólo una madre con los hijos. Ella es la representante del auténtico Israel, portadora de los valores familiares del pueblo, auténtica “matriarca”, nueva Eva, signo y condensación de una humanidad que es fiel a Dios y se mantiene firme en medio de la prueba.  Ellos, la madre y los siete hermanos son todo Israel, familia fiel en la persecución.

En ese contexto podemos recordar que el padre de los guerreros macabeos había respondido a la opresión helenista con un duro alzamiento y una guerra que reanudarán sus cinco hijos, uno tras otro, iniciando así un gran alzamiento militar (en torno al 166 a.C.) que definirá el judaísmo posterior, hasta la llegada de los romanos (64 a.C.) y la destrucción del templo (año 70 d.C.). Ese judaísmo del padre y los hijos (narrado en 1 Mac) ha sido muy importante. Pero resulta más significativa la historia de la madre y de sus sietehijos, recogida en de 2 Mac, pues ella nos permite llegar a la raíz del verdadero judaísmo: La “familia de Dios” no se mantiene y defiende ganando la guerra, sino a través de la fidelidad personal y el martirio.

1 Mac interpreta la historia judía desde una perspectiva militar (para justificar la opción y el poder político de los asmoneos, descendientes de los macabeos), y no contiene ninguna tradición significativa de mujer. Por el contrario, 2 Mac ha optado por una respuesta no militar de gran fidelidad a las instituciones israelitas, en la línea de las mujeres que circuncidan a los niños, con riesgo de ser martirizadas y de los hombres que renuncian a defenderse en sábado con riesgo de morir indefensos (cf. 2 Mac 6, 9-11). Circuncidando a los hijos, las madres demuestran que no se limitan a dar a luz a los hijos en línea biológica, sino que les introducen en la alianza (de la gran familia) israelita, cumpliendo así una tarea que es propia de las madres y los padres. 

  No comer cerdo, identidad de la familia y confesión judía.El texto no dice su nombre, ni el nombre de sus hijos, a quienes normalmente se les llama “macabeos” (no porque tengan algo que ver Judas y sus hermanos guerreros), sino porque su historia se cuenta en el contexto del alzamiento macabeo. Todo nos permite suponer que el relato de su martirio no es histórico en sentido externo (objetivo), pero eso concede mucha más importancia al texto, pues indica que ese texto refleja un riesgo que de hecho ha existido (se ha querido obligar a los judíos nacionales a comer carne de cerdo, incluso con amenazas de muerte) y sirve para elevar como signo de todo Israel la figura ideal de una madre que ha educado en la piedad y en la fidelidad a sus siete hijos varones.

Como he dicho, en este contexto no se puede hablar del padre, pues su figura resulta secundaria. La verdadera identidad de la familia judía se expresa por una madre que ha educado con firmeza a sus siete hijos (número simbólico) y que resiste fielmente a su lado y les anima a mantener su fidelidad cuando les condenan a muerte por guardar las “leyes patrias”:

Sucedió también que siete hermanos apresados con su madre, eran forzados por el rey, flagelados con azotes y nervios de buey, a probar carne de cerdo (prohibida por la Ley). Uno de ellos, hablando en nombre de los demás, decía: Estamos dispuestos a morir antes que violar las leyes de nuestros padres... (2 Mac 7, 1-2).

El rey helenista pretende imponer sobre sus vasallos un tipo de ley alimenticia, que se expresa en forma de “comunión/comunicación social”: Quiere que todos puedan compartir algunos días señalados un tipo de comida comunal que, en aquel contexto, se vincula de un modo particularmente intenso con el cerdo. Lógicamente, los judíos observantes se niegan… pues el cerdo es un animal que según sus códigos sociales y sacrales es impuro (Lev 11, 7; Dt 14, 8; cf. Is 65, 4; 66, 3. 17). De esa forma, rechazando el cerdo, ellos quieren mantener su identidad religiosa, que se entiende aquí como derecho a la diferencia.

De manera lógica, en un momento dado, el rechazo de la carne de cerdo viene a interpretarse (con el matrimonio intra-israelita) como signo de identidad del judaísmo ycomo elemento clave de la vida de familia. En ese contexto, para poner de relieve su distinción nacional y su ruptura con los pueblos del entorno, como signo distintivo de su elección, los judíos se niegan a comoer carne de cerdo, absteniéndose así, de un modo visible, de un alimento muy concreto, y separándose de aquellos que lo toman.

Todas las razones externas que se han dado y pueden darse para probar el carácter ontológicamente negativo del cerdo (animal demoníaco, maldecido por Dios, dedicado a un ídolo pagano, peligroso para la salud...) terminan siendo equivocadas e ineficaces. Para un buen judío, el cerdo no es impuro por alguna cualidad física, sino “porque Dios lo ha prohibido”, como indican los viejos códigos de pureza e impureza animal (Dt 14, 3-21; Lev 11; cf. Is 65, 1-7).

En esa línea podemos añadir que el cerdo está prohibido porque su rechazo expresa y concretiza la identidad del pueblo, apareciendo como signo muy preciso de la voluntad de Dios, codificada en la Ley nacional, que distingue a Israel de los restantes pueblos. Por eso, tomar cerdo significa traicionar al pueblo, negar al mismo Dios, rechazar su voluntad. De esa manera, algo que parece secundario (no comer cerdo) se vuelve signo básico de identidad familiar, social y religiosa del conjunto de los judíos.

Martirio de los hijos, testimonio supremo de familia

Los siete hijos son representantes del conjunto de Israel que quiere mantenerse fiel a sus tradiciones, con el apoyo de la madre, que aparece así como supremo signo religioso, representantes de Dios (y de la familia) en un momento en que los sacerdotes del templo (Jerusalén) están corriendo el riesgo de abandonar su identidad nacional (en torno al 165 a.C.). Esta madre es transmisora de fe, una mujer que educa a los hijos para que cumplan la ley, y así aparece, en el final de la Biblia Judía, como representante de la verdadera familia israelita,  la persona que ha formulado la palabra más clara sobre la existencia y el poder creador de Dios (ella sola, sin necesidad de padre).

Los hijos apelan a la venganza de Dios. Apoyados por la educación y fe de la madre, a pesar de las torturas que van sufriendo, los siete hijos se mantienen fieles a la confesión israelita (no comer cerdo). En un primer momento, ellos expresan todavía un espíritu de venganza: Ellos aceptan el sufrimiento en este mundo, porque saben que Dios les premiará, pero el rey helenista será condenado en el juicio más alto de Dios:

Entonces… maltrataron de igual modo con suplicios al cuarto, quien, cerca ya del fin decía así: «Es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él; para ti, en cambio, no habrá resurrección a la vida».

Enseguida llevaron al quinto y se pusieron a atormentarle. El, mirando al rey, dijo: «Tú, porque tienes poder entre los hombres aunque eres mortal, haces lo que quieres. Pero no creas que Dios ha abandonado a nuestra raza. Aguarda tú y contemplarás su magnífico poder, cómo te atormentará a ti y a tu linaje».

Después de éste, trajeron al sexto, que estando a punto de morir decía: «No te hagas ilusiones, pues nosotros por nuestra propia culpa padecemos; por haber pecado contra nuestro Dios (nos suceden cosas sorprendentes). Pero no pienses quedar impune tú que te has atrevido a luchar contra Dios (2 Mac 7, 13-19)

Estos macabeos apelan a la justicia divina y saben que Dios permite que sean castigados para que así se purifiquen, superando los males que ellos o sus hermanos judíos han cometido. En esa línea, están convencidos de que Dios les premiara con la resurrección (ofreciéndoles una vida inmortal). El rey, en cambio, será sometido al castigo y no resucitará, porque se oponen con violenciaa la obra de Dios. Éstas son sin duda razones importantes en un contexto de alianza; ellas permiten expresar ya claramente la fe en la resurrección, proclamada en un contexto de martirio, como signo y garantía del poder de Dios sobre la muerte y del carácter definitivo de la persona (es decir, de la vida profunda) de los hombres.

Más allá de la venganza, una teología de la creación.En la línea anterior avanza de un modo especial la madre, apareciendo como la más honda teóloga de Israel, pues formula por primera vez, dentro de la Biblia, nítidamente, no sólo la esperanza de la resurrección (como han hecho sus hijos), sino también la fe en la creación de Dios “a partir de la nada”, por primera vez en la historia de Israel y de la humanidad, como surgimiento por obra de Dios, a partir de la nada.

De esa manera ella plantea dos principios básicos no sólo para gran parte del judaísmo posterior (en línea farisea y rabínica), sino también para el cristianismo, cuya fe se resume en dos artículos fundamentales: (1) Dios es creador (lo ha hecho todo de la nada especialmente a los hombres). (2) Dios es también resucitador: premia a los justos (y en concreto a los mártires) con la vida y la felicidad eterna. Aquí aparece ya la fe que Pablo formuló como clave y esencia del judaísmo (de Abrahán), que consiste en creer en el Dios que resucita a los muertos y que llama a la vida (al ser) a las cosas que no eran (ta mê onta; cf. Rom 4, 17; Heb 11, 6).

 Pues bien, en esa línea, la gran novedad del pasaje está en que ella, la madre de unos hijos a los que el tirano martiriza y mata, ha vinculadola fe en la creación (y en la resurrección) con su propia maternidad, presentándose así como verdadera imagen de Dios, en cuanto mujer (culminando el signo de Gen 1, 27: Dios creó al ser humano, varón-mujer, a su imagen y semejanza). Según eso, la “prueba” más clara de la presencia y acción de Dios en el mundo es la acción generadora de la madre, tal como lo proclama esta madre macabea precisamente allí donde matan a sus hijos: 

  Animaba a cada uno de ellos en su lenguaje patrio y, llena de generosos sentimientos y estimulando con ardor varonil sus reflexiones de mujer, les decía: Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes (2 Mac 7, 20-23).

Por primera vez dentro de la Biblia, una mujer puede hablar y habla directamente de Dios desde su propia experiencia, de forma que su maternidad se vuelve símbolo (lugar de presencia) de la creación. Ella toma y dice la más honda palabra, precisamente como mujer, ofreciendo un testimonio que ningún varón podía haber dicho en nombre de ella, pues carecía de su experiencia. Esta mujer presenta el proceso de su maternidad como lugar en el que se manifiesta el Dios del Universo, un Dios que en el fondo puede aparecer como padre-madre de la familia humana.

Esta macabea viene a presentarse así como “madre con Dios” (como Eva en Gen 4, 1-2), de tal manera que el padre humano puede quedar en la sombra, como si fuera menos importante. De esa forma pasamos del Dios que ha creado al hombre y mujer a su semejanza (Gen 1, 26-27), a la mujer que concibe a Dios a partir de su mismo ser de madre. Ella es madre con palabra y habla así en nombre de la humanidad; es madre que da vida, a semejanza de Dios,  en contra del tirano que se impone sobre los demás matando.  

Mujer, signo de Dios.Un varón no podría haber dicho esta palabra decisiva de madre, pues, en general (al menos en aquel contexto), un varón no siente como propia la experiencia de la creatividad humana, ni vincula su poder generador con el de Dios. La madre, en cambio, lo hace. Ella no habla de Dios en teoría, sino desde su propia realidad, como “creadora de vida”, es decir, como “sacramento original”, pues el mismo Dios ha organizado y modelado en su seno, y a través de su palabra, a siete hijos (signo del conjunto de Israel, de la humanidad entera). De esa forma, en ese momento, ella puede presentarse como la imagen más alta de Dios, a quien ya no busca ni mira en las estrellas, ni en la historia de conjunto de su pueblo, sino en su propia existencia y función materna, en el centro de la familia, hablando a sus hijos (no al tirano, que no puede ni quiere escucharle).

Conforme a la Ley oficial de Israel el padre transmite a sus hijos la fe, y les ofrece el testimonio de su acción en la historia (cf. Ex 12, 16; Dt 6, 20). Pues bien, en contra de eso, este pasaje supone que es la madre la iniciadora religiosa de sus hijos, a quienes transmite la experiencia más alta de la vida humana (una experiencia que es superior a la misma liberación de Egipto). Ella ofrece de esa forma el testimonio de  la creación que Dios ha realizado en su mismo seno (con y por ella), engendrando un nuevo ser humano.

Cada ser humano nace porque el mismo Dios pasa (se introduce y actúa) en el misterio profundo de la vida y palabra de la madre. Cada nuevo ser humano es lugar y consecuencia de una manifestación creadora de Dios a través de (con) la madre, tal como decía Eva en Gen 4, 1-2 (he concebido un hombre de parte de Dios), y tal como culmina en el relato de la “concepción virginal” de María, donde se dice que el mismo Espíritu de Dios suscita/engendra al hijo Jesucristo (cf. Lc 1,26-38; cf. cap. 12).

Muchos hombres han hablado (y hablan) teóricamente sobre la madre como imagen (o prueba) teológica, tomando como base la maternidad integral (no meramente biológica), y diciendo que el amor de madre sería el más precioso de todos los signos o caminos para probar la existencia de Dios. Pues bien, aquí no son otros los que hablan sobre la madre para presentarla como signo de Dios, sino que es ella, la misma madre,  la que toma la palabra y ofrece su propio testimonio, desarrollando la más honda de las teologías (teodiceas) de la Biblia.

Entre la gestación personal de una mujer (su función de madre…) y la creación de Dios existe según eso una relación muy profunda. En esa línea se sitúan las últimas palabras, que ella dirige al séptimo hijo, como final y compendio de todos los hijos que ella ha “creado” (no simplemente criado) y educado con la ayuda del Dios “creador” (como signo divino);

Hijo, ten compasión de mí que te llevé en el seno por nueve meses, te amamanté por tres años, te crie y te eduqué hasta la edad que tienes (y te alimenté). Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo, antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia (2 Mac 7, 27-29).

  1. Creación de madre, crear de la nada.Conforme a estas palabras, la madre no se ha limitado a “criar” a sus hijos (como hacen los animales), sino que los ha “creado” con la ayuda de Dios, para una “vida eterna”, que existe y se despliega con toda fuerza más allá del sufrimiento y del martirio que les impone el rey helenista. Como he indicado ya, éste es el único lugar donde la Biblia (el Antiguo Testamento) dice con toda claridad, con palabras de una mujer-madre, que Dios ha creado y crea todo y especialmente a los hombres, y que lo hace “de la nada”, pues él hizo las cosas del cielo y de la tierra ouk ex hontôn, de aquello que no era (2 Mac 7, 28).

Cada vida humana (la vida de cada hijo) no es la transformación de algo anterior, que ya existía, sino una realidad que es absolutamente nueva, es decir, una creación radical, definitiva (como Pablo suponía en Rom 4, 17, vinculando fe en la creación y en la resurrección). Ésta es una formulación única no sólo en la Biblia, sino en la historia de las religiones, la afirmación de una mujer creyente, que la teología posterior (de fondo helenista) ha tenido muchas dificultades en asimilar y comentar, pues en la filosofía helenista no  hay lugar central para el Dios creador (es decir, para la creación de la nada).

Resulta mucho más fácil decir, con la filosofía griega (¡y oriental!), y con la ciencia moderna, que “nada se crea ni destruye, sino que todo se transforma”, suponiendo así que los seres humanos no tendrían radical independencia, sino queserían engendrados y perecerían, igual que las restantes realidades (plantas, animales) que nacen y mueren, en un proceso constante de generación y corrupción. Pues bien, en contra de eso, la madre macabea afirma que sus hijos “han brotado de la nada”, es decir, son el resultado de un acto creador que Dios ha realizado a través de ella. Eso significa que, conforme a su experiencia y su palabra, sus hijos son mucho más que un simple momento de la evolución cósmica de la vida.

Cada nuevo ser humano (cada hijo de mujer) es presencia creada (finita) del Dios infinito. Por eso, nadie puede matar del todo a un ser humano (aunque le mate externamente), pues Dios lo crea y lo recrea todo para la resurrección. Al llegar a este nivel, la palabra clave de la Biblia no la dice ya un sacerdote, ni un teólogo oficial de escuela (fariseo o saduceo, apocalíptico o esenio), sino  una mujer que confiesa su fe en el Dios creador precisamente allí donde el tirano mata a sus hijos. En medio de la gran “shoa”, del exterminio de todos sus hijos, esta mujer confiesa su fe, afirmando que ellos, sus hijos, provienen de Dios, de manera que no pueden ser asesinados por un hombre.

Palabra de madre, una protesta

 Esa palabra de madre que confía en la creación  y en la resurrección de sus hijos (porque Dios los ha “creado” en su seno, siendo un Dios de vida) constituye la mayor protesta posible contra un orden social y político que se impone matando. Ella, la madre, ha colaborado con Dios al dar la vida, y así interpreta su gestación materna a la luz de la creación de Dios. Así  sostiene que el valor y sentido primordial de la familia es “dar la vida”, colaborando así en la creación de Dios, a través del nacimiento de los hijos. Por eso, ella puede añadir que el amor y la vinculación de la familia se encuentran por encima de los principios de la biología, sobre toda ley de pura naturaleza, sobre todo avatar de la política. La familia pertenece al pacto de Dios con los hombres, al despliegue de la creación.

El martirio de los hijos aparece de esa forma como un momento clave en la comprensión de Dios y de obra creadora. Lo que importa es la “fidelidad a Dios”, es decir, al valor infinito de cada persona humana. Ella, la madre, quiere ser fiel a ese valor, ofreciendo a sus hijos el testimonio de su fe, pues les ha transmitido una vida que no es sólo suya, sino que es de Dios, porque cada uno de los que han nacido en su seno han brotado de Dios, superando la frontera de la nada.

Esta madre ha sabido decir a sus hijos lo esencial (que ellos son “creatura eterna” de Dios), y así, como creatura de Dios, les ha creado. Por eso les pide que lo reconozcan, manteniéndose fieles a su vocación (a su llamada humana), por encima de las órdenes del tirano que les quiere convertir en simples “súbditos” de un Estado que nivela a todos los habitantes, negándoles el derecho a la identidad y diferencia. El tirano que les mata no es “dueño” de su vida, de manera que no tiene la última palabra, La palabra final, la más honda, la tiene esta madre que no habla desde una escuela filosófica o teológica especial, sino desde su propia experiencia de relación con el creador, diciendo como suya la misma palabra de Dios.

Se ha dicho a veces que la madre es materia (¡palabra que viene de mater/madre) de la que brotan por evolución o generación los hijos. Pues bien, en este pasaje (sin negar ese nivel: ¡ella es materia!), la madre aparece ante todo como ser personal, testigo y garante de la acción de Dios, que ha creado el universo y crea a cada ser humano “desde la nada”. Eso significa que entre maternidad y creación desde la nada hay una relación intensa. Ella es madre en un sentido biológico, pero lo es, sobre todo, en un plano más alto y personal, como trasmisora de una vida que proviene en último término de Dios.

Mirada así, la madre aparece como verdadera creadora de familia, sin necesidad, a este nivel, de un padre que le acompañe y que transmita a los hijos el conocimiento de la “ley” (aunque de hecho este pasaje no niegue la importancia del padre). En este contexto, según este pasaje de 2 Mac, la madre ha sido suficiente para mantener la fe de los hijos o, por lo menos, es la más importante. Ella ha sabido decir a esos hijos lo que significa ser “familia” de Dios, haber sido creados de la nada, de manera que ningún tirano puede destruirles, ni matarles de un modo radical. De esa forma traza una intensa relación entre la fe en Dios y la familia humana (expresa en la vida que la madre transmite a sus hijos).

Familia, una vida personal e inmortal

            Ciertamente, esta madre de los siete macabeos asesinados es defensora de la vida en este mundo (por eso ha engendrado a siete hijos y quisiera que pudieran vivir, sin ser sacrificados). Pero ella defiende sobre todo la vida personal y “eterna” de cada uno de esos hijos, con quienes está unida desde Dios y para siempre, y por eso espera encontrarles de nuevo en la resurrección/inmortalidad. Con esa esperanza les sostiene hasta la muerte. La familia es para ella la verdad definitiva, pero no en un plano de este mundo, sino en un nivel de “eternidad” o resurrección, es decir, de relación con Dios.

Cada nuevo ser humano es un don  trascendente, no nace sólo del poder biológico de unos padres entendidos como generadores, sino del mismo Dios. Por eso, cada ser humano, tiene ya un valor definitivo desde el mismo vientre de la madre, pues pertenece al despliegue de la vida de Dios, pertenece en el fondo al mismo Dios. Éste es el testimonio fundamental de la madre de estos siete macabeos.

La madre es colaboradora de Dios.De esa forma engendra a los hijos,  y les educa como “familia” de sagrada, como testigos de su acción creadora y resucitadora. Con esa esperanza muere ella también, después de haber visto morir a los siete (2 Mac 7, 41), rechazando los “banquetes sacrificiales” del tirano, que pretendía cerrarles a todos en esta forma de vida en la tierra, utilizándoles al servicio de su poder económico, social o político.

La madre macabea puede así mostrarse como verdadera “patrona” y signo de la familia de los hombres, que nacen de mujer, en medio de una vida corta, cargada de dolores (Job 25, 4). Esta madre sabe que, naciendo de “su vientre y palabra”, sus hijos nacen, al mismo tiempo, de Dios, en una línea que, para los cristianos, culminara en María, la madre de Jesús, que le concibe por obra del Espíritu Santo y le acompaña hasta la muerte en Cruz). 

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[1] Cf. Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2005, 57-111.

[2] Cf. H. Gunkel, Genesis, Göttingen 1922;   P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid 1969.  

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