Un santo para cada día: 6 de octubre San Bruno. (Fundador de la austera orden de los Cartujos)
| Francisca Abad Martín
Hombre riguroso y grave, gran contemplativo, fundador de una de las órdenes más austeras de la Iglesia, que recorre el camino que va de profesor elocuente a maestro silencioso.
Bruno de Hartenfaust nació en Colonia (Alemania) hacia el 1030, de la noble estirpe de los Ibor. Fue educado cristianamente. Las primeras letras las aprendió en su ciudad natal, pasando después a Reims y a París. Vuelto a su patria recibió la ordenación sacerdotal, siendo designado canónigo de la Colegiata de San Cuniberto. Allí estuvo hasta que fue llamado por el arzobispo de Reims, quien le nombró profesor y maestro de los estudios de aquella ciudad. Al ocupar la silla arzobispal Manasés, hombre autoritario y ambicioso, que abusaba de su autoridad para cometer toda serie de desmanes, Bruno se le opuso valientemente, denunciándolo ante el Papa, quien le expulsó, pero él se negó a marcharse, hasta que el pueblo le obligó a abandonar la ciudad.
Bruno, hastiado de todo, se decide a abandonar el mundo. Aspiraba a la vida de unión con Dios en la contemplación y el silencio. Tendría entonces unos 40 años. Primero se refugia en Molesmes, tomando el hábito benedictino, bajo la dirección de San Roberto, pero aquella soledad no le parecía aún bastante profunda y se dirige a Grenoble, acompañado de seis discípulos y con ayuda de San Hugo, obispo de la diócesis, fija su residencia en un lugar llamado “La Cartuja”. Es un lugar agreste, casi inaccesible, de rocas escarpadas, por las que había que descolgarse. Allí alzó su primer monasterio. El aislamiento y la aridez del terreno favorecían su ideal contemplativo, pero no aislándose completamente como los antiguos eremitas, sino compaginando la soledad de la celda con algunos actos comunitarios, como la santa misa, el refectorio (solo hacían una comida al día) y los rezos de maitines a media noche y de vísperas al atardecer.
Su régimen de alimentación era tremendamente austero, formado fundamentalmente por hortalizas, legumbres y pan moreno. Jamás comían carne y el pescado y los huevos solo cuando se los regalaban. Su trabajo consistía en transcribir códices y cultivar el huerto. No tuvo necesidad de escribir ninguna regla, pues todos la veían reflejada en el comportamiento de su maestro, pero uno de sus sucesores recogió por escrito las costumbres primitivas, formando así las Constituciones por las que habrían de regirse posteriormente los Cartujos. Seis años después de haberse escondido en esos montes, a finales de 1089, llegó un correo del Papa Urbano II, que había sido discípulo suyo en Reims, llamándole a Roma. El Papa le nombraba arzobispo de Reggio. Bruno cayó de rodillas suplicándole que revocara el nombramiento y le dejara marchar, pero para evitar que le volvieran a llamar, buscó refugio en un valle de Calabria y allí estableció la segunda “Cartuja”.
En estas tierras pasaría los últimos años de su vida, dedicados a la oración y la penitencia, donde pudo escribir los Comentarios a los Salmos y a las Epístolas de San Pablo. Rodeado de esos profundos silencios que se respiran en el interior de la Cartuja, falleció el 6 de octubre de 1101. Fue beatificado por León X en 1514 y canonizado por Gregorio XV en 1628.
Reflexión desde el contexto actual:
San Bruno, después de haber sido un elocuente profesor y candidato a arzobispo, busca refugio en la soledad de la Cartuja, sabedor de que este lugar de recogimiento era el más apropiado para acercarle a Dios. Aún sin saberlo, en nuestro mundo agitado y bullicioso, una de las cosas que estamos necesitando con urgencia es de la soledad y del silencio, para quedarnos a solas con nosotros mismos y allí podernos encontrar con Dios, según las palabras de Antonio Machado: “Quien habla solo espera hablar con Dios un día”. Dejarlo todo para encontrar al Todo. Ocultarse y salir del mundo para que Dios se haga presente en medio del silencio sobrecogedor, aún es posible en nuestro mundo ruidoso.