5.3.23 Dom 2 Cuaresma, Transfiguración. Fiesta y oración de los iconos.
La Transfiguración de Jesús (día 6.8) es una fiesta principal de la liturgia cristiana, que se celebra también este Dom 2 de Cuaresma, como anticipo y preparación de Pascua, según el texto de Mt 17, 1-9.
He presentado ese evangelio muchas veces en RD, y he desarrollado su sentido en Comentarios a Mc y a Mt. Acuda allí quien desee plantear mejor el tema. Hoy quiero evocarlo desde la cuestión de los iconos, centrándome en la disputa y fiesta de iconó-dulos e icono-clastas de Oriente.
Este es un tema central no sólo de la historia y piedad de las iglesias de oriente, sino de la identidad del cristianismo, especialmente desde la separación de las iglesias (siglo X-XII d.C.), como he puesto de relieve en Patrística, págs. 373-379.
La Transfiguración de Jesús (Luz Tabórica) con la experiencia orante del ser humano, "icono" de Dios, es un tema central del Cristianismo, que se expresa en el icono de su nombre, que (con el de Navidad y el de la Trinidad, cf. imágenes 2-4) forma parte del tesoro contemplativo de las iglesias.
No olvidemos que algunos los conjuntos icónicos más importantes de la cristiandad, desde el Bautisterio de Florencia y el Duomo de Monreale (Sicilia) hasta los Cristos catalanes, están en el centro de la cultura y religión de occidente (imágenes 6-8)
Este es un tema central no sólo de la historia y piedad de las iglesias de oriente, sino de la identidad del cristianismo, especialmente desde la separación de las iglesias (siglo X-XII d.C.), como he puesto de relieve en Patrística, págs. 373-379.
La Transfiguración de Jesús (Luz Tabórica) con la experiencia orante del ser humano, "icono" de Dios, es un tema central del Cristianismo, que se expresa en el icono de su nombre, que (con el de Navidad y el de la Trinidad, cf. imágenes 2-4) forma parte del tesoro contemplativo de las iglesias.
No olvidemos que algunos los conjuntos icónicos más importantes de la cristiandad, desde el Bautisterio de Florencia y el Duomo de Monreale (Sicilia) hasta los Cristos catalanes, están en el centro de la cultura y religión de occidente (imágenes 6-8)
No olvidemos que algunos los conjuntos icónicos más importantes de la cristiandad, desde el Bautisterio de Florencia y el Duomo de Monreale (Sicilia) hasta los Cristos catalanes, están en el centro de la cultura y religión de occidente (imágenes 6-8)
| X.Pikaza
Imagen de Dios, los iconos. Concilio de Nicea II[1].
Por influjo del Islam, que se había extendido en gran parte de los territorios orientales, antes mayoritariamente cristianos, y por su misma dinámica de trascendencia, varios grupos del imperio bizantino tendieron hacia un tipo de an-iconismo, que se tradujo de manera política violenta en las guerras de los iconoclastas que se extienden a lo largo de más de un siglo (717‒843).
Estos iconoclastas se opusieron a las imágenes de Dios (y de los ángeles y santos), queriendo destruirlas, para que la religión fuera culto interior. En contra de eso, defendiendo la encarnación de Jesús y la piedad popular, otros grupos, dirigidos especialmente por monjes centraron su piedad y su culto en la oración con imágenes, tomadas como “iconos” o símbolos del misterio, no como ídolos.
Tema histórico
La disputa se resolvió de un modo teológico‒magisterial en el Concilio de Nicea II (año 787), que justifica y defiende la oración de las imágenes, diciendo que no se dirige a ellas, sino a lo que ellas representan, Dios encarnado en Jesús, con sus ángeles y santos. El concilio condena todo culto a las imágenes en sí, como idolatría, pero afirmando que los iconos, pintados y venerados en contexto religioso, son un signo del misterio encarnado de Dios y de la resurrección y gloria de los santos, de forma que es bueno que ellos sean mediadores en la oración.
Porque de esta manera se mantiene la enseñanza de nuestros santos Padres, o sea, la tradición de la Iglesia Católica, que ha recibido el Evangelio de un confín a otro de la tierra; de esta manera seguimos a Pablo, que habló inspirado por Cristo [2 Cor 2,17], y seguimos al divino colegio de los Apóstoles y a los santos Padres, manteniendo las tradiciones [2 Tes 2, 14] que hemos recibido…
Así, pues, quienes se atrevan a pensar o enseñar de otra manera; o bien a desechar, siguiendo a los sacrílegos herejes, las tradiciones de la Iglesia, e inventar novedades, o rechazar alguna de las cosas consagradas a la Iglesia: el Evangelio, o la figura de la cruz, o la pintura de una imagen, o una santa reliquia de un mártir; o bien a excogitar torcida y astutamente con miras a trastornar algo de las legítimas tradiciones de la Iglesia Católica; a emplear, además, en usos profanos los sagrados vasos o los santos monasterios; si son obispos o clérigos, ordenamos que sean depuestos; si monjes o laicos, que sean separados de la comunión (Denz 302-304; pág. 111-112; DH 600-603, pág. 282-283).
Esta misma doctrina fue retomada y profundizada en Concilio de Constantinopla IV (869‒870), donde los iconos se comparan de manera expresa con los libros de la Biblia. El aspecto más significativo de esa declaración fue la manera de comparar las palabras (hechas de sílabas) y las imágenes (hechas de pinturas y formas), como medio de conocimiento divino.
Decretamos que la sagrada imagen de nuestro Señor Jesucristo sea adorada con honor igual al del libro de los Santos Evangelios. Porque a la manera que por las sílabas o letras externas de los evangelios, alcanzan todos la salvación; así, por la operación de los colores trabajados en la imagen, sabios e ignorantes, todos gozarán del provecho de lo que está delante; porque lo mismo que el lenguaje en las sílabas, eso anuncia y recomienda la pintura en los colores.
Si alguno, pues, no adora la imagen de Cristo Salvador, no vea su forma en su segundo advenimiento. Asimismo honramos y adoramos también la imagen de la Inmaculada Madre suya, y las imágenes de los santos ángeles, tal como en sus oráculos nos los caracteriza la Escritura, además las de todos los Santos. Los que así no sientan, sean anatema» (Denz 337-338; p. 125-126; DH, 653-655; p. 304-305).
Esta equiparación o, al menos, comparación entre la Biblia (sílabas y palabras) y los iconos (colores e imágenes) constituye un campo importante de enfrentamiento y diálogo entre las diversas tradiciones cristianas. No todas admiten como “ecuménico” el Concilio de Constantinopla IV, ni aquellos que lo admiten lo hacen de igual forma, pero el tema de fondo sigue siendo esencial para establecer la diferencia y relación entre el cristianismo ortodoxo de oriente (más icónico), el reformado de occidente (más anicónico), y el catolicismo en el que pueden hallarse posturas distintas, aunque en general es partidario a las imágenes, en especial a las de Cristo y María, su madre.
Los cristianos reformados tienden a decir que, sólo la Biblia es palabra de Dios, de forma que los creyentes deben realizar su oración sólo por ella, sin ayuda o mediación de iconos que pueden convertirse en ocasión de idolatría. Pues bien, sin negar la prioridad de la palabra de la Biblia, los cristianos ortodoxos del oriente han insistido e insisten en los iconos como signo y mediación de Cristo encarnado y reflejado en la gloria celeste de ángeles y santos.
Ciertamente, en un sentido, los iconos son figuras pintadas o esculpidas, pero ellos evocan (reflejan, como en un “espejo”) unos rasgos de Jesús de tal manera que centran los ojos y la mente de los fieles (=contemplantes) en la realidad celeste del resucitado y de los ángeles y santos ya divinizados en la gloria, como “rostro” (mirada y llamada) del misterio. La palabra de la Biblia despiera, convoca y recrea a los creyentes; pues bien, de un modo semejante, las imágenes santas, centradas siempre en unos ojos que miran, pueden y deben entenderse como llamada del misterio de Dios, encarnado en Cristo.
Los iconos son obra de pintor, producto de artista o artesano, pero, al mismo, pueden mostrarse ante el orante como signo de la realidad más honda del Dios encarnado en Cristo o revelado en los ángeles y/o santos. No son ídolos que nos cierran en sí mismos, sacándonos de nuestro interior orante y responsable, sino todo lo contrario, son iconos que despiertan en nosotros la llamada de la Biblia, y nos ponen en camino hacia el misterio de Dios revelado en Cristo, en sus ángeles y santos.
No todos los cristianos están de acuerdo con esta interpretación, ni oran “a través de los iconos” extendidos en un “iconostasio”, pero todos (si son respetuosos ante la tradición de las iglesias) pueden y deben sentir un agradecimiento ante la tradición de los iconos, que ha sido y sigue siendo un elemento clave de la experiencia de los cristianos de oriente.
Sin duda, algunos “iconódulos” (veneradores de iconos) pueden haber exagerado su culto (su dulía); pero muchos “iconoclastas” bizantinos antiguos (del siglo VII‒IX d.C.) y algunos modernos, exageran y van en contra de la tradición cristiana cuando condenan sin más como idolatría toda “oración de las imágenes”, faltando no sólo al respeto que se debe a las grandes experiencias religiosas sino a la verdad cristiana que late en la vida de aquellos que entienden y viven con más profundidad su cristianismo con la ayuda de imágenes, como seguiré indicando [2].
- Interpretación actual. Una patrística ampliada
La oración de los iconos constituye una experiencia constante de fe y de piedad que se mantiene intacta, hasta el día de hoy (2023) en las iglesias de Oriente, desde el concilio de Nicea II (787), de manera que podemos afirmar que, en este sentido, ellas siguen viviendo en un tipo de “patrística ampliada”. Para nosotros, occidentales (católicos o protestantes) la patrística es algo que forma parte del pasado, de manera que para entenderla o revivirla, en general, debemos hacer un esfuerzo, retrocediendo más allá de la Escolástica, con la Reforma o Contra‒reforma y la Ilustración de tiempos posteriores. En contra de eso, en la mayor parte de la cristiandad ortodoxa, desde Grecia y Egipto hasta Bulgaria, Rumanía o Rusia, la Patrística sigue estando viva, y así ofrece una experiencia y palabra inmediata para los creyentes.
Ésta es una experiencia central que podemos descubrir, de un modo muy intenso, en su manera de relacionarse con los iconos. En esa línea, si aceptamos la patrística, debemos aceptar (comprender, respetar) lo que ha significado la oración de la imágenes, no como opuesta a la lectura de la Biblia, con la eucaristía u la palabra del predicador, sino como experiencia personal, individual, de encuentro de fe con el Dios de la Palabra del Misterio que es el Hombre Jesús (Icono de Dios, 2 Cor 4, 4). No todas las iglesias tenemos la misma experiencia del misterio de Cristo, pero todas podemos enriquecernos, en actitud de respeto y diálogo.
Uno de los que mejor se ha situado teológicamente ante el tema ha sido P. Eudokimov (1901-1970) que ha insistido en la presencia (=revelación) de la luz sagrada de Cristo resucitado en las imágenes santas, como dice comentando el Icono de la Trinidad de Rublov. Eudokimov no habla de los Padres antiguos y de los iconos como si eso fuera un tema del pasado, sino como si él mismo viviera y vive en el tiempo eclesial de la patrística, citando como contemporáneos a Clemente Alejandrino, Dionisio Areopagita, Juan Damasceno y G. Pálamas, siendo, al mismo tiempo, un hombre moderno (casi post‒moderno) del siglo XX:
El icono es una doxología, que se desborda de gozo y canta por sus propios medios la gloria de Dios. La verdadera belleza no necesita pruebas. El icono no demuestra nada, pero muestra; evidencia luminosa, se presenta como argumento “kalokagático” (Bello y Bueno, es decir, Verdadero) de la existencia de Dios. San Pablo formula el fundamento cristológico del icono: “Cristo es la imagen –eikon- del Dios invisible”.
Quiere decir que la humanidad visible de Cristo es el icono de su divinidad invisible, que es “lo visible de lo invisible” (expresión de Dionisio el Areopagita, retomada por san Juan Damasceno, Tratado sobre los Iconos XI). El icono de Jesús aparece así como la imagen de Dios y del hombre al mismo tiempo, el icono de Cristo total: del Dios-Hombre. Esta función reveladora que posee la humanidad de Cristo llega a ser la verdad de todo ser humano; el hombre sólo es verdadero, sólo es real en la medida en que refleja lo celeste: es gracia maravillosa de toda criatura ser espejo de lo increado, “imagen de Dios”…
Nosotros reflejamos como un espejo la gloria del Señor; un icono es ese espejo reluciente del mayor atributo de gloria: la luz. El arte sorprendente de Rublëv en su divina Trinidad traduce el resplandor tri-solar que ilumina el mundo. Según san Gregorio Pálamas, la luz del Tabor, la luz contemplada por los santos y la luz del siglo futuro son idénticas. Para Clemente de Alejandría (Strom. VI, 16), la luz del primer día preexiste a la creación, es “la verdadera luz del Logos iluminando las cosas aún escondidas y por la cual toda criatura ha accedido a la existencia”…
La visión, aquí, expresa la fe en el mismo sentido que san Pablo cuando la llama “visión de lo invisible” (Heb 11, 1). El icono se dirige a los ojos del espíritu para que contemple “los cuerpos espirituales” (1 Cor 15, 44). El estilo eclesial filtra toda visión subjetiva, pues la Iglesia es la que ve el objeto de la fe, sus misterios. Si la arquitectura sagrada del Templo ordena el espacio, y el Memorial litúrgico ordena el tiempo, el icono experimenta lo invisible, la “forma interior” del ser; y esta interioridad surge, una vez más, de la iluminación del Tabor[3].
Estas palabras son propias de un cristiano inmerso en la complejidad cultural y social del siglo XX (entre comunismo y capitalismo), con sus grandes revoluciones post‒cristianas; pero ellas brotan, al mismo tiempo, de la experiencia original de la iglesia antigua, no como reflexión sobre la patrística, sino como patrística actualizada.
No son algo nuevo respecto a la experiencia antigua, sino la misma experiencia antigua hecha palabra en pleno siglo XX. No son un comentario de la teología bizantina, sino la misma voz‒palabra de la iglesia bizantina, que sigue ofreciendo su testimonio en nuestro tiempo, a través de un teólogo y pensador ruso‒francés que quiere buscar un futuro para la experiencia más significariva de la iglesia de oriente. Así lo desarrolla en otro libro dedicado al tema del conocimiento de Dios en la tradición oriental de los Padres de la Iglesia, cuyo argumento he querido condensar aquí:
‒ Nosotros contemplamos a la vez aquello que no se puede decir y aquello que está representado(dice Nicea II al hablar de los iconos), no una cosa o la otra, sino una en la otra. Este milagro orienta el movimiento anagógico de la plegaria… El icono no es nunca una «ventana sobre la naturaleza”, ni sobre un determinado espacio, sino un lugar donde el mundo se abre y se convierte él mismo, del todo, en una puerta del misterio de la Vida…La irrupción del más allá se posa sobre todas las cosas de este mundo y da un sentido a todo, por medio de la refracción multicolor y por el destello dorado de su luz…
‒ Desde la Encarnación del Verbo, todo está dominado por la mirada de Dios, por la figura humana de Dios. La iconografía comienza siempre por la cabeza; es ella la que da la dimensión y postura al cuerpo, ella es la que domina al resto de la composición. Incluso los elementos cósmicos toman a menudo la figura humana, pues el hombre es el “verbo” cósmico… En un plano material todo parece detenido, recogido, a la espera del mensaje y sólo el rostro traduce toda la tensión de las energías en acción. Toda inquietud, todo cuidado, toda fiebre de gesticulación, se desvanecen ante la paz interior. El icono quiere mostrar al homo cordis absconditus (al hombre escondido en el fondo del corazón, cf. cf 1 Ped 3 4)…
‒ Los colores (del icono) sostienen y ofrecen las llamas del Paráclito. La maternidad cósmica, convertida en receptáculo puro, recibe sus energías cósmicas. La luz del primer día se hace presente en la armonía final de la ciudad luminosa del último día. El Espíritu Santo, hipóstasis de la belleza, hace que todas las cumbres de la cultura humana, todos sus iconos, sean el icono del reino de Dios[4].
He querido citar estos pasajes para mostrar que la tradición patrística ortodoxa no es algo del pasado, sino un elemento inseparable de la experiencia cristiana de la actualidad, en pleno siglo XXI. Es evidente que lo que dice Eudokimov no es sin más lo que decían Juan Damasceno o Gregorio Pálamas, de quien ya hemos habladp, pero se sitúa en su mismo contexto, en continuidad directa con ellos.
Lo más significativo no es que los ortodoxos pueden seguir vinculando de esa forma su pasado patrístico y su presente “post‒moderno”, sino que existan también y estén aumentando los cristianos de tradición católica o protestante que parecen dispuestos a retomar esa vinculación patrística, y que lo hagan de un modo especial en la experiencia litúrgica y en la oración de los iconos. Ciertamente, muchos parecen realizar esa vinculación de un modo artificial, retomando el pasado patrístico de la teología y la liturgia, y en especial de los iconos, por un tipo de curiosidad sacral o búsqueda de novedades. Pero muchos más lo hacen por enriquecimiento cultural y convencimiento personal, por radicalidad cristiana[5].
NOTAS
[1] Sobre el tema de fondo, cf. F. Boespflug y N. Lossky, Nicée II. 787-1987: Douze siècles d’images religieuses, Cerf, Paris 1987; F. Bœspflug, «Le décret de Nicée II sur les icônes et la théologie française contemporaine» en Connaissance des religions,Lumière et Théophanie: l'Icône, Paris 1999,7-23; C. von Schönborn, L'icône de Christ. Fondaments théologiques élaborés entre le I et le II Concile de Nicée (325-787), E. Universitaires, Fribourg 1976.
[2] Los iconos aparecen así como “Biblia pintada”, símbolo del evangelio, y sirven especialmente para centrar la atención orante de los fieles. En esa línea, esos iconos son para los orantes una irradiación del mundo superior celeste; no son ídolos que nos dominan y cierran en sí mismos, sino ventana del misterio. Es evidente que no van en contra de la Palaba de la Biblia, ni la sustituyen, pero pueden ayudarnos a entenderla y a vivirla. Así lo ha sentido la tradición ortodoxa, como he puesto de relieve, desde una perspectiva bíblica, propia del cristianismo occidental pre‒reformado del siglo XIV y XV, en La Biblia de los Pobres, Desclée de Brouwer, Bilbao 1991.
[3] Cf. P. Eudokimov, El arte del icono. Teología de la belleza, Claretianas, Madrid, 1991, 185-191.
[4] C. P. Eudokimov, La connaissance de Dieu selon la tradition orientale, Mappus, Lyon 1967, 120-125. Trad. castellana: El conocimiento de Dios en la tradición oriental, Paulinas, Madrid 1969.
[5] Da la impresión de que muchos cristianos de occidente han empezado a sentir que, siendo muy valiosas, sus tradiciones (católicas, protestantes…) no tienen ya contacto con la experiencia originaria de la iglesia. En esa línea la vuelta a la patrística, con la oración de los iconos y un tipo renovado de “liturgia”, puede ser el signo de una nueva actitud ante el misterio que, de un modo sorprendente, nos lleva a redescubrir la novedad (actualidad) del evangelio. Ciertamente, las iglesias han de conservar sus tradiciones propias; pero es bueno aprender unas de otras, y en especial de la patrística común como indicaré en el último apartado de este libro, que tratará de la oración hesicasta.
Como he dicho, nosotros, occidentales (protestantes o católicos) tendemos a estudiar la patrística como historia pasada, de forma que debemos realizar un esfuerzo para recuperar su sentido (si es que podemos hacerlo). Por el contrario, los ortodoxos no tienen que hacer ningún esfuerzo: Ellos viven y piensan inmersos en los Padres de la Iglesia, como si fueran (y en un sentido son) sus contemporáneos, sin necesidad de haber hecho el largo y duro camino de la escolástica, la reforma protestante, el racionalismo filosófico, con la ilustración del siglo XVIII‒XIX.