R. Gregoriana. 2. "Cisma romano", cardenales y "dictatus" (dictadura) papal

De la Reforma Gregoriana sigue viviendo el Papado hasta el día de hoy, como un emperador romano, capaz de gobernar la Iglesia de un modo unificado y eficaz, un Imperio Espiritual, al lado (y como continuación) del Sacro Imperio Romano Germánico.

Pero el Imperio Germánico ha terminado (a pesar del intento del Tercer Reich...), mientras que el Imperio papal continúa. Consecuencias de ese Imperio (para bien o para mal) han sido y son las tres que siguen:

a. Las iglesias de Oriente no aceptaron el Imperio papal, y han seguido su propio camino, hasta el día de hoy, hablando de un cisma romano; ellas son las iglesia ortodoxa, el papado es un cisma romano.

b. La iglesia romana buscó un sistema "imperial" de elección (parecido al de los electores del Sacro Imperio), un sistema cerrado, quizá eficaz, pero separado del pueblo.

c. El Papa impuso el ¨dictatus Papae", la primera gran dictadura de Occidente.


1. Consecuencia de la reforma: El cisma con Oriente (1054)

Esa concepción feudal del obispo de Roma (que reclama un poder universal sobre toda las iglesias, unificadas bajo su poder supremo) hizo inevitable la ruptura con la iglesia de oriente, iniciándose un cisma en el que cada parte ha acusado a la otra de haberse separado:

(a) Los occidentales dirán que fue la Iglesia de Oriente la que se escindió (no aceptando el primado básico de Roma).

(b) Los orientales dirán que fue Roma la separada, al “inventar” un primado que no responde al evangelio y que no había existido previamente. El tema es complejo. De todas formas, en un plano objetivo, la que más separada fue Roma que introdujo unas reformas e impuso unos dictados de supremacía papal que iban en contra de la tradición e identidad de la iglesia bizantina.


Situación anterior, comunión básica Las iglesias de Oriente habían mantenido relaciones bastante fluidas con el Papa de Roma, al que podían aceptar como primus inter pares (primero entre iguales), considerándole incluso como garante de unidad y ortodoxia para el conjunto de la cristiandad (por la dignidad antigua de su sede, vinculada a Pedro y Pablo). Pero de hecho eran independientes, tanto en su administración como en su vida interna, manteniendo entre sí y con Roma una «unidad colegial», que se expresó en los siete primeros Concilios Ecuménicos, convocados por los emperadores bizantinos y celebrados siempre en su territorio (del 1º de Nicea, el 325 al el 2º de Nicea, el 787).

Un camino de ruptura. Pero a partir del siglo IX las cosas cambiaron, sobre todo en Roma, cuya iglesia de Roma había empezado a recorrer un camino propio, con su Estado Pontificio y su visión particular de la unidad, como se vio en las controversias del tiempo de Focio (858-895), que se resolvieron de un modo aún aceptable (Concilio de Constantinopla IV: 869-870). Pero las líneas se fueron separando, por razones más administrativas que doctrinales (procedencia del Espíritu Santo), de tal forma que, al final de un largo proceso de malentendidos y oposiciones, el Papa de Roma y el patriarca de Constantinopla se excomulgaron mutuamente.

1054, fecha clave en la historia de la Iglesia .La ruptura se materializó ese año (1054), cuando el cardenal Humberto de Moyonmoutier o de Silva Cándida (delegado del Papa León IX) depositó sobre el altar de Santa Sofía de Constantinopla una bula papal, condenando al patriarca Miguel Cerulario (quien antes había criticado a los romanos, por su forma de celebrar la eucaristía), acusándole de hereje, porque, de acuerdo a la nueva visión del papado, cualquier grupo de personas que no estuviera de acuerdo con Roma, ni se sometiera a su poder, se alejaba de la iglesia.

Fue una ruptura que en aquel contexto resultaba lógica, e incluso necesaria, para que el papado mantuviera su principio de “autoridad” sobre el conjunto de la iglesia. Los detalles (vinculados a la personalidad del delegado papal (el Cardenal Humberto) y al carácter del patriarca de Constantinopla (Miguel Cerulario) son secundarios, e incluso anecdóticos. El hecho importante es que las dos iglesias se excomulgaron.

2. Dos excomuniones

Las razones aducidas para las excomuniones nos parecen hoy secundarias, sobre todo desde la perspectiva de la Iglesia de Roma, que era en realidad la que más había cambiado.

(1) La Iglesia Bizantina seguía en el fondo como en siglos anteriores, aunque se había separada ya de hecho de los grandes patriarcados antiguos (Alejandría y Antioquía) y se encontraba amenazada por los turcos, nuevos señores de oriente (que el año 1055 conquistarán Bagdad y poco después toda la parte asiático del imperio bizantino), de manera que sólo influía de un modo efectivo hacia el norte, donde se habían asentado diversos pueblos eslavos.

(2) Por el contrario, la Iglesia Romana había logrado un gran impulso, y se creía con razón y poder para extender su autoridad a todas las iglesias. Desde ese fondo se entiende la bula de excomunión que el Cardenal Humberto de Silva Candida colocó sobre el altar de Santa Sofía de Constantinopla, en nombre del Papa, el 16 de Julio de 1054, uno de los días más tristes de la historia cristiana:

Condena papal. «... La Santa Sede apostólica romana, primera de todas las sedes, a la cual, en su calidad de cabeza, compete más especialmente la solicitud de todas las Iglesias, se ha dignado enviarnos como sus apocrisarios [embajadores] a esta ciudad imperial para procurar la paz y la utilidad de la Iglesia… (Pero) después de haber recibido las admoniciones escritas de nuestro Señor el papa León por todos estos errores y otros muchos actos culpables, Miguel ha desdeñado arrepentirse. Además, a nosotros, los legados, que con perfecto derecho queríamos poner un término a tan graves abusos, ha rehusado concedernos audiencia y nos ha prohibido decir la misa en las Iglesias... llegando a anatematizar a la sede apostólica en sus hijos y osando atribuirse el título de patriarca ecuménico contra la voluntad de esta misma Santa Sede. Por eso, no pudiendo soportar estas injurias inauditas y estos ultrajes dirigidos a la primera Sede apostólica y viendo que con ello la fe católica recibía múltiples y graves daños, por la autoridad de la Trinidad santa e indivisible, de la Sede apostólica de la que somos embajadores, de todos los santos Padres ortodoxos de los siete concilios y de toda la Iglesia católica, firmamos contra Miguel y sus partidarios el anatema que nuestro reverendísimo Papa había pronunciado contra ellos en el caso de que no se arrepintieran... Quien se obstine en atacar la fe de la santa Iglesia romana y su sacrificio, sea anatema, Maranatha, y no sea considerado como cristiano católico, sino como hereje... Fiat, fiat, fiat» (cf. Enchiridion Vaticanum, II (= Documenti ufficiali della Santa Sede), Bolonia 1963-1967, 501-503).


Por su parte, unos días después, el 24 de julio de 1054, el patriarca Miguel Cerulario, reunido en sínodo con los obispos de su entorno, apelando a la autoridad del emperador Constantino IX, excomulgó a los enviados del papa, con argumentos en parte semejantes. De esa forma, las dos grandes iglesias, Roma y Constantinopla, se negaron y rechazaron, mostrándose incapaz de hallar la raíz de su comunión evangélica.

Condena del patriarca bizantino. «En estos días, unos hombres impíos y execrables, hombres venidos de las tinieblas, han llegado a esta ciudad conservada por Dios, desde la cual, como de un manantial, brotan las fuentes de la ortodoxia. Estos hombres, como el rayo, como un vendaval, como granizo, han querido pervertir la recta razón con la confusión de los dogmas.

Nos han herido a nosotros, los ortodoxos, acusándonos entre otras cosas de que no nos afeitamos la barba como ellos, que no nos separamos de los presbíteros casados, antes bien recibimos la comunión con ellos. Además nos acusan porque no adulteramos, como ellos, el sacrosanto símbolo [de la fe] y no decimos, como ellos, que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo... De hecho, [ellos] afirman que el Espíritu procede no del Padre solamente, sino también del Hijo [Filioque] sin haber podido sin embargo recabar esta voz de los evangelistas, o derivar este dogma blasfemo de algún sínodo ecuménico... Actuaron pues desvergonzadamente contra la ortodoxa Iglesia de Dios porque no han venido de la antigua Roma -como decían- sino de otra parte, y de ningún modo habían sido enviados por el papa... Más aún, se ha descubierto que los sellos de las cartas que traían eran falsos... El 24 de julio… este impío escrito (el acta de excomunión del Cardenal Humberto) fue de nuevo condenado con el anatema, en presencia de la multitud, así como también [fueron condenados] aquellos que lo habían publicado y escrito, o de una manera u otra, le habían dado su consentimiento o su estímulo…

Sépase además que este día en el cual fueron condenados con el anatema todos aquellos que blasfemaban contra la fe ortodoxa, estaban presentes todos los metropolitas y obispos que temporalmente residían en la ciudad, en compañía de aquellos otros dignatarios que se sientan con Nos» (cf. G. D. Mansi, Sanctorum Conciliorum nova et amplissima collectio, Graz 1960, XIX, 811-812).


El tono de las dos condenas es parecido, aunque difiere en los matices.

El Cardenal Humberto, benedictino imperial (oriundo de Borgoña), utiliza un lenguaje más jurídico y condena (excomulga) directamente al patriarca de Constantinopla, en gesto de autoridad superior.

Por su parte, el Patriarca Miguel Cerulario responde también con dureza, pero no excomulga directamente al Papa, sino que deja la puerta abierta para una posible reconciliación, pues supone que la condena no procede de la antigua Roma, sino que tiene otro origen, como, en algún sentido, es cierto (pues la antigua Roma ha cambiado).


Las cosas pudieron haberse resuelto, pero la nueva Roma mantuvo su actitud y ratificó la condena de Humberto de Moyonmoutier, cardenal imperial. Por su parte, desde ese mismo años (1054/1055) los bizantinos fueron perdiendo su poder sobre Asia Menor, que iba cayendo sin remedio en manos de los turcos selyúcidas. Sea como fuere, las excomuniones se han mantenido por nueve siglos (hasta el 1964).

Éste fue el primer fracaso del nuevo papado, incapaz de mantener la unidad cristiana con Oriente, pues para defender su nuevo tipo autoridad tuvo que enfrentarse con otras iglesias “ortodoxas”, empezando por la bizantina. Ciertamente, tampoco el patriarca Miguel Cerulario está libre de responsabilidad en su actuación anterior y en su respuesta a los delegados del Papa, pero la decisión fundamental la tomaron quizá los romanos:

El Papa de Roma.Unos cambios causantes de dolor y ruptura.

La iglesia había sido para Oriente una koinonía o comunión de comunidades federadas por la misma fe de Cristo (expresada en el Credo niceno-constantinopolitano) y el don de unos sacramentos comunes (bautismo y eucaristía). Por eso, para ellas, resultaba innecesaria una autoridad unificada, con potestad universal, como en este momento quería el Papado. En ese sentido, la responsabilidad mayor del “cisma” corresponde al papado, por haber realizado su gran cambio, introduciendo un poder único sobre el conjunto de los cristianos. De un modo especial, ella recae sobre el Cardenal Humberto, legado del Papa León IX, por su forma de comportarse al excomulgar a la Iglesia de Constantinopla.

El Patriarca bizantino.

Una inmovilidad también dolorosa y causante de rupturas. Los bizantinos tampoco estuvieron libres de responsabilidad, pues no supieron reconocer y aceptar el camino de la iglesia “bárbara” de Roma, con su nueva administración y teología. En esa línea debemos recordar los gestos del Patriarca Miguel Cerulario (1043-1058), que llamó herejes a los romanos por utilizar pan ácimo en la eucaristía y que se negó a recibir con honor a los delegados papeles. Ni unos ni otros (ni romanos ni bizantinos) supieron reconocer las diferencias, en gesto de diálogo. El hecho es que también el patriarca bizantino excomulgó a los romanos y mantuvo esa excomunión, hasta el año 1964, cuando el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras de Constantinopla, tras nueve siglos de ruptura, levantaron mutuamente las condenas, abriendo un camino de pacificación y diálogo que sólo ahora (2012) puede empezar a recorrerse, en respeto mutuo, abriendo caminos de unidad y comunión desde la diferencia.

A pesar de eso, la separación de las iglesias tuvo también consecuencias positivas, pues ha permitido que la iglesia de occidente recorra unos caminos arriesgados pero prometedores de creatividad cultural y de misión evangélica. Por su parte, ella ha permitido que las iglesias de oriente, que parecen más ancladas en un tipo de sacralidad antigua (sin verdadero Renacimiento ni Ilustración), hayan conservado y desarrollado tradiciones y experiencias que habrían perdido si se hubieran sometido al dictado de la reforma gregoriana (como supuso con valentía Juan Pablo II en su Orientale Lumen, 1995).

El desarrollo político y la apertura universal que ha marcado la historia de occidente habrían resultado difíciles sin el nuevo papado. Por su parte, sometidas al papado, las iglesias de oriente habrían perdido su identidad y quizá habrían desaparecido. Por eso ha sido quizá una providencia que las dos iglesias se hayan mantenido distintas, creando y conservando así unos tipos de compromiso y vida que son importantes para el conjunto de la cristiandad.


3. Una exigencia de la reforma: Cardenales y cónclave

En este momento, para conservar la autonomía de los papas, fue preciso que se encontrara una fórmula de elección distinta, que no dependiera del pueblo cristiano de Roma (como había sido antes), ni de los emperadores (como quería Enrique III). Hasta entonces, de diversas maneras, los papas habían sido elegidos por el «pueblo cristiano de Roma», pero ese modo de elección se había convertido en los últimos siglos en campo de batalla entre grupos de poder del entorno de Roma, con el resultado ya visto en el largo siglo de hierro del papado (del 869 al 1064). Del año 1064 en adelante la elección había estado en manos del Emperador, que venía a presentarse como suprema autoridad religiosa del imperio representante del pueblo de Roma, como sabía bien León IX, que había sido elegido de esa forma.

Pero el León IX era consciente de la autonomía de los papas, y no podía permitir que ellos fueran elegidos de un modo directo, o por influjo (mediación), de los emperadores. En ese contexto resultaba necesario arbitrar un modo de elección distinto, que muestre a los cardenales como portadores de una autoridad independiente, fundada directamente en Dios. Con ese fin buscó y creó un cuerpo especial de electores papales, que no dependieran de la comunidad concreta de Roma, pero también del emperador. Según eso, los papas deberían ser elegidos por ese colegio especial de cardenales, siguiendo de algún modo el ejemplo del Emperador, nombrado por siete “electores”, que solían ser tres príncipes eclesiásticos (arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia) y cuatro seculares (Rey de Bohemia, Conde Palatino del Rin, Duque de Sajonia y el margrave de Brandeburgo).

Una idea fecunda en historia. León IX concedió a los cardenales el poder de elegir al Papa, estableciendo así un colegio cerrado de electores, nombrados por los mismos papas anteriores. Pensó que la intervención de Dios resultaba más clara si no había mediación del pueblo. Por eso decidió crear un cuerpo de cardenales («quicios» de las puertas de la Iglesia de Roma), situándoles por encima de los obispos y del resto de los fieles cristianos. La constitución de ese colegio y el establecimiento de cónclaves para las elecciones pontificias, que se inicia con León IX, constituye un signo especial de esta nueva autoridad del Papa que se separa y se eleva sobre los restantes poderes de la tierra, sobre el pueblo concreto de Roma y sobre el mismo Emperador Romano.

Ventajas del nuevo sistema.Ese cuerpo de cardenales funcionó ya en la elección de los nuevos papas (Víctor y Esteban: 1055 y 1057), y, sobre todo, el año 1058, cuando, tras largas discusiones, cinco cardenales, reunidos fuera de Roma, sin intervención del clero, del pueblo romano o del emperador, eligieron a Nicolás II (1058-1061), quien, viendo las ventajas del sistema, reguló su función en la bula In nomine Domini (1059). Al pueblo cristiano de Roma (y a la Iglesia Católica) no le quedaba más función que orar y aclamar a los elegidos; por su parte, el emperador sólo podía influir de un modo indirecto en la voluntad de los electores. Ese método tenía una gran ventaja, pues garantizaba la independencia del papado, que no estaba ya en manos del pueblo de Roma o de un emperador. Pero tenía (y tiene) también una desventaja: puede crear un círculo sagrado (=cerrado) de electores que se alimentan a sí mismo (el papa elige a los cardenales, los cardenales al papa), sin intervenciones exteriores, como si la iglesia fuera un círculo sagrado girando en torno a sí mismo.

Un papa inmunizado Monarquía sacral, cerrada y electiva. El papado se eleva sobre el resto de los cristianos, que carecen de autoridad para elegirle, pues eso sólo puede hacerlo un grupito de electores, nombrados directamente, en cada caso, por los mismos papas anteriores, de manera que la iglesia se instituye a modo de monarquía sacral electiva que se retroalimenta a sí misma, pues cada Papa elige unos cardenales que pueden elegir a su vez al Papa siguiente, aunque con una limitación. Con esa cúpula jerárquica de cardenales electores, la iglesia ha logrado una mayor libertad, pero en línea de poder monárquico y separado del conjunto de la Iglesia. Los papas se independizan del pueblo de Roma y de los emperadores germanos, pero corren el riesgo de quedar encerrados en la trama de su poder sagrado.

La institución del cardenalato y la forma de elección papal se fue “perfeccionando” a lo largo del dos siglos, hasta desembocar (por razones de “eficacia”) en la forma actual, ya practicada antes, pero ratificada por el Concilio de Lyon II (1274), donde se exigió que los cardenales quedaran encerrados, bajo llave, sin comunicación exterior, hasta que tomaran una decisión y eligieran por mayoría al nuevo papa. Posiblemente no ha existido en la historia del derecho una reglamentación más rigurosa que la elaborada para los cónclaves papales, con electores encerrados durante meses, e incluso durante años enteros (en malas condiciones de higiene y espacio) hasta elegir un nuevo Papa. Esta institución del cardenalato y del cónclave resulta ejemplar porque, a pesar de dificultades, ha funcionado a lo largo de más de novecientos años; pero ella puede resultar escandalosa, porque parece difícil pensar que un “nombramiento religioso” exija tantas seguridades jurídicas, como ha puesto de relieve un historiador papal, vice-prefecto de la Biblioteca Vaticana: C. A. Piazzoni, Historia de las elecciones pontificias, Desclée de Brouwer, Bilbao 2005.

4. Un hombre para la reforma: Gregorio VII (1073-1085):
Dictatus Papae, Dictadura papal


El iniciador de la reforma había sido Bruno de Alsacia (León IX: 1149-1154), a quien sucedieron varios papas menos duraderos e importantes. Pero su motor y signo principal, quien le dio su nombre (reforma gregoriana), fue Gregorio VII, el monje Hildebrando, que había sido administrador de León IX y consejero de sus sucesores. Él impulsó el gran cambio a lo largo de un dramático pontificado, de manera que podemos hablar de una reforma gregoriana.

Estaba en juego la dignidad de la Iglesia y la santidad de sus ministros, pero también un modo de entender el orden de la sociedad cristiana, como jerarquía sagrada. Al servicio del nuevo orden cristiano, como enviado de Dios, trabajó duramente el monje Hildebrando, para desarrollar una visión "platónica/feudal" del poder, organizado en forma de imperio eclesiástico, con un Sumo Sacerdote (Papa) y un colegio de electores (cardenales) que garantizaran la continuidad del papado, frente a un Emperador, también sagrado, elegido igualmente por sus electores cristianos, pero sin autoridad suprema (sometido de alguna forma al Papa).

Gregorio VII aparece en esa línea como impulsor de una intensa reforma eclesial, centrada en la santidad de sus ministros, que han de ser como los buenos monjes, hombres célibes, liberados de todo deseo de poder mundano (aunque sin rechazarlo), al servicio de la causa de Dios (en la línea de Cluny). Para impulsar y dirigir esa reforma, él aparece como depositario y portador de unos poderes, que ejerce, de forma eficaz, en nombre del Dios de Jesucristo, teniendo a su lado a un Emperador, con autoridad propia aunque inferior (dependiente de la misma Iglesia, es decir, del Papa).

Esta visión se expresa en el Dictatus Papae, concretado en las «Veintisiete máximas papales» de Gregorio VII, conforme a las cuales el Papa y la iglesia de Roma ostentan el poder supremo, como representantes inmediatos de Dios y su Cristo. Ciertamente, esta reforma de Gregorio VII (que quiere recuperar el espíritu papal de Gregorio Magno: 590-504) ha tenido aspectos muy positivos en plano social y religioso, pues ha impulsado una intensa purificación de costumbres dentro de la Iglesia (sobre todo en los estamentos clericales). Pero, en perspectiva estructural, ella se ha realizado de un modo impositivo, haciendo que la Iglesia aparezca como una gran “dictadura” cristiana:


Dictatus (dictado) del Papa, con su poder cristiano, resumido en 27 artículos que dicen:

1. Que la Iglesia Romana ha sido fundada solamente por Dios.
2. Que solamente el Pontífice Romano es llamado "universal" con pleno derecho.
3. Que él solo puede deponer y restablecer a los obispos.
4. Que un legado suyo, aún de grado inferior, en un Concilio está por encima de todos los obispos, y puede pronunciar contra éstos la sentencia de deposición.
5. Que el Papa puede deponer a los ausentes.
6. Que no debemos tener comunión o permanecer en la misma casa con aquellos que han sido excomulgados por él.
7. Que sólo a él le es lícito promulgar nuevas leyes de acuerdo a las necesidades de los tiempos, reunir nuevas congregaciones, convertir en abadía una casa canonical y viceversa, dividir una diócesis rica o unir las pobres.
8. Que solamente él puede usar las insignias imperiales.
9. Que todos los príncipes deben besar los pies solamente al Papa.
10. Que su nombre debe ser recitado en la iglesia.
11. Que su título es único en el mundo.
12. Que le es lícito deponer al emperador.
13. Que le es lícito, según las necesidades, trasladar a los obispos de una sede a otra.
14. Que tiene el poder de ordenar un clérigo de cualquier iglesia, para el lugar que él quiera.
15. Que aquel que ha sido ordenado por él puede estar al frente de otra iglesia, pero no sometido, y de ningún otro obispo puede obtener un grado superior.
16. Que ningún sínodo puede ser llamado general si no es guiado por él.
17. Que ningún artículo o libro puede ser llamado canónico sin su autorización.
18. Que nadie puede revocar su palabra, y que sólo él puede hacerlo.
19. Que nadie lo puede juzgar.
20. Que nadie ose condenar a quien apele a la Santa Sede.
21. Que las causas de mayor importancia, de cualquier iglesia, deben ser sometidas a su juicio.
22. Que la Iglesia Romana no ha errado y no errará jamás, y esto, de acuerdo al testimonio de las Sagradas Escrituras.
25. Que puede deponer y restablecer a los obispos aún fuera de una reunión sinodal.
26. Que no debe ser considerado católico quien no está de acuerdo con la Iglesia Romana.
27. Que el Pontífice puede absolver a los súbditos del [juramento de] fidelidad respecto a los inicuos».
Cf. R. ROMEO y G. TALAMO, Documenti storici, I, Torino 1989, 56-58. Edición virtual
http://usuarios.advance.com.ar/pfernando/DocsIglMed/Dictatus_Papae.htm
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Según esos artículos, la finalidad básica de la revelación cristiana habría sido la institución de una buena jerarquía papal, depositaria de todo poder en la Iglesia y el mundo, con autoridad para deponer al mismo emperador (cristiano). Ésta habría sido la finalidad de la reforma: Garantizar la autoridad de un buen Papa, capaz de guiar a los fieles por el camino de la verdad, con la ayuda de unos buenos ministros, como si la cristiandad fuera un inmenso monasterio de Cluny, un mundo perfecto, regulado desde arriba, en una línea que responde a los principios imperiales de la antigua Roma y al pensamiento jerárquico del neoplatonismo, dentro de una sociedad piramidal (feudal) donde todo poder viene de lo alto, no para destruir, sino para fortalecer la vida de los fieles, es decir, de aquellos que obedecen bien al “dictado” (potestad suprema) del Papa. Por eso, la primera virtud de los cristianos será la obediencia al Papa, que aparece como encarnación personal de la autoridad de Dios.

5. Las investiduras: Emperador papal y Papa imperial:
Gregorio VII y Enrique IV (Concordato de Worms)


En sentido externo, la consecuencia más visible de la reforma gregoriana fue la lucha por las "investiduras", es decir, por el nombramiento y “concesión” de poder a los obispos. No se trataba del conflicto entre Iglesia y Estado (en el sentido posterior), pues ambos poderes (Papa y Emperador) pertenecían a la cristiandad (Iglesia), sino de un enfrentamiento intra-eclesial, vinculado al hecho de que los obispos tenían, al mismo tiempo, dos autoridades, una civil y otra eclesiástica, dependiendo por tanto del Emperador y del Papa.

Así presenta el tema A. M. Piazzoni, viceprefecto de la Biblioteca Vaticana: «Para comprender mejor la cuestión resulta quizá útil recordar que todas las discusiones y luchas no debían considerarse como enfrentamientos entre una iglesia y un estado, que hoy nosotros concebimos como realidades distintas entre sí y autónomas; de hecho, conforme a la visión del tiempo, también el imperio, como cualquier otro Estado y como la sociedad entera formaba parte de la única ecclesia universalis. Se trataba más bien de una lucha interna de la iglesia, sobre quien debía ser el guía espiritual y político de la cristiandad. Los reformadores pensaban que esa tarea correspondía al estamento religioso (al sacerdotium), a través de su vértice jerárquico, el papa, a quien debía subordinarse necesariamente el regnum, es decir, el componente político y social de la cristiandad.

La teocracia que a partir de Constantino había sido elaborada por los soberanos laicos, primero por los emperadores orientales y después por los occidentales, había guiado por siglos a la cristiandad, concebida siempre como una única realidad político-social; esa teocracia se hallaba fundada sobre consideraciones del carácter sacramental de la dignidad real, que participaba de un modo específico del sacerdocio y del reino de Cristo. Pero a los ojos de Gregorio VII y de los restantes reformadores, aquella teocracia (donde el emperador ocupaba el centro) aparecía como una inversión del orden justo, como una realización fracasada del aspecto religioso de la vida cristiana, que era superior al aspecto civil, como el alma es superior al cuerpo. El cambio crucial, bien claro para Gregorio, debía ser la negación del carácter sacramental del "reino" y su subordinación necesaria al "sacerdocio, en cuyo culmen se hallaba el primado del obispo de Roma. Sólo de es forma se podía fundar una nueva relación del Papa con los reyes cristianos, los cuales, aunque importantes, no eran más que laicos y en cuanto tales no podían colocarse sobre el sumo sacerdote, ni siquiera a su mismo nivel, sino que le debían estar subordinados» (Cf. A. M. Piazzoni, Elecciones papales, DDB, Bilbao 2005, 146).


La lucha entre el Papa (Gregorio VII) y el Emperador Enrique IV (hijo de Enrique III, que había iniciado la reforma) comenzó el año 1075, fue dura y sólo se resolvió (de alguna forma) tras la muerte de sus dos protagonistas. El Emperador quiso imponer su autoridad sobre el Papa, asumiendo el poder de nombrar obispos, y el Papa respondió «excomulgándole», es decir, expulsándole del cuerpo de la iglesia, lo que significaba, desde un punto de vista religioso, que los súbditos no estaban ya obligados a rendirle obediencia, pues se había separado de la comunión cristiana, en cuyo contexto debían obedecerle. Al ver que iba perdiendo el apoyo de sus súbditos, Enrique IV tuvo que humillarse, viniendo descalzo ante el Papa y pidiéndole perdón público en Canosa (1077).

Esa victoria papal resultó ambigua, en el sentido profundo del término.
(1) Fue bueno que el emperador reconociera que su autoridad no era absoluta.
(2) Pero no parecía claro el modo de actuar del Papa (en aquellas circunstancias).

Sea como fuere, el mismo año 1077 el papa levantó la excomunión a Enrique IV, quien prometió convocar una Dieta para resolver las diferencias sobre el tema. Pero, al retrasarse a convocarla, fue excomulgado de nuevo por el Papa, pero esta vez la excomunión no surtió efecto, por lo que siguieron las disputas entre ambos. Enrique IV nombró a un antipapa (Clemente III), quien le coronó emperador con toda solemnidad en Roma, mientras Gregorio VII se refugió en el castillo de Sant’Angelo, hasta que llegaron sus “amigos” normandos y, saqueando Roma (mientras Enrique IV huía), le llevaron a Salerno, donde murió abandonado por casi todos (1084).

El problema político/religioso de fondo se resolvió sólo pasados casi cincuenta años, cuando un nuevo papa (Calixto II: 1119-1124) y un nuevo Emperador (Enrique V: 1111-1125), llegaron a un acuerdo, reflejado en el Concordato de Worms" (1122), donde se distinguían los dos poderes (a) El Emperador mantenía su autoridad civil sobre los obispos en cuanto príncipes políticos, concediéndoles la investidura feudal, pero renunciaba a la autoridad eclesiástica sobre ellos. (b) El Papa, por su parte, conservaba la autoridad eclesiástica, concediendo la investidura espiritual a los obispos, pero renunciaba al poder civil sobre ellos y sobre el imperio.

Ambos poderes se necesitaban. El Papa dependía del Emperador para mantener su poder político, y para que los obispos conservaran su poder social en el Imperio. Por su parte, el Emperador necesitaba que el Papa les concediera un poder “civil” sobre los obispos, a quienes él investía como delegados suyos, dentro de una sociedad donde lo político y lo religioso se implicaban. Ese concordato ratificaba así un doble privilegio:

Privilegio del Emperador al Papa. El emperador “cede” al Papa la investidura pastoral. «En el nombre de la santa e indivisible Trinidad. Yo Enrique, por la gracia de Dios augusto emperador de los Romanos, por amor de Dios y de la Santa Iglesia Romana y de nuestro papa Calixto, y por la salvación de mi alma, cedo a Dios y a sus santos apóstoles Pedro y Pablo y a la Santa Iglesia Católica toda investidura con anillo y [báculo] pastoral, y concedo que en todas las iglesias existentes en mi reino y en mi imperio las elecciones se hagan libre y canónicamente...».

Privilegio del Papa al EmperadorEl papa concede al emperador la autoridad civil sobre los obispos.

« Yo Calixto obispo, siervo de los siervos de Dios, concedo a ti, dilecto hijo Enrique, por la gracia de Dios augusto emperador de los Romanos, que las elecciones de obispos y abades de Alemania que toquen al reino sean hechas en tu presencia, sin simonía y sin ninguna violencia; de modo tal que si surgiese cualquier motivo de discordia entre las partes, según el consejo y el parecer del metropolitano y de los [obispos] coprovinciales, tu des tu consentimiento y tu ayuda a la parte más sana. El electo reciba de ti las regalías por medio del cetro y por ellas cumpla según la justicia sus deberes hacia ti» (Texto en R. ROMEO y G. TALAMO, Documenti storici, I, Torino, 72-74).


Esta solución resultaba en un sentido positiva, pero planteaba también muchos problemas, pues tanto el Papa como el Emperador interpretaban su poder de manera sagrada, y tendían a absolutizarlo, de manera que han seguido surgiendo conflictos en los siglos siguientes, por lo menos hasta la Revolución Francesa (finales del XVIII). Gran parte de la historia que seguiremos viendo es en parte un reflejo de ese tipo de conflictos. En esa línea podemos añadir que sólo cuando el imperio (poder político) renuncie a la sacralidad religiosa y la iglesia renuncie al poder civil (sin mezcla de planos, ni imposición de uno sobre el otro) podrá resolverse de verdad este problema.

Pero no adelantemos los temas. Por ahora debemos recordar que esta reforma gregoriana (que acabamos de presentar de un modo resumido) marca el culmen de una larga historia que empezó con la «conversión» del imperio y la romanización de la iglesia, un proceso rico y conflictivo que ha llevado a la vinculación y separación de los dos poderes (civil y religioso, estatal y eclesial), de manera que ni el emperador pudo hacerse plenamente rey sagrado (dirigente religioso), ni el Papa pudo volverse representante de Dios para todos los planos de la vida. Tanto el Papa como el Emperador encontraron un límite: el Emperador se independizó del Papa; el Papa no aceptó el dictado del Emperador.
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