Juan XXIII, hombre de Dios (para desatar el nudo de la Iglesia)

El próximo domingo (27.04.14) será canonizado Ángelo Roncalli, que fue Papa con el nombre de Juan XXIII. Sobre su vida y obra de papa cristiano que supo "desatar" el nudo que la Iglesia había corrido, cerrándose a sí misma, y pudo lograr así que actuara el Espíritu Santo en el Concilio Vaticano II hablaré en este post, al que seguirán otros dos (uno sobre Pablo VI y el Vaticano y, otro sobre Juan Pablo II, que también será canonizado).

No necesitaba ni necesito su canonización, pues para mí ha sido y sigue siendo un signo, un don de Dios par la iglesia. Me alegra saber que el Papa Francisco no haya querido aprobar un “milagro externo” (siempre dudoso) para canonizarle, sino que ha escuchado la voz de millones de católicos y cristianos (y hombres de buena voluntad, fuera y dentro de las iglesias) que le han amado y le siguen amando.

Ha sido el Papa de mi juventud y de mi primera madurez, un Papa con el que he seguido vinculado siempre, de un modo cordial e intelectual.

-- No fue un teólogo (¡no hace falta ser teólogo para ser ministro de la iglesia!), sino un hombre de fe, un campesino de familia pobre, como Jesús, pero abierto, con la fe de Jesús, a los problemas de la nueva humanidad del siglo XX, para ponerlos a la luz del evangelio.

-- Es, sin duda, el hombre más importante de la Iglesia Católica (y quizá de todas las iglesias) del siglo XX. Jesús le dio las llaves de la Iglesia, como se las había dado a Pedro, para “desatar y abrir” (cf. Mt 16, 18), dejando así al camino abierto al Espíritu Santo, en el concilio Vaticano II. Del trasfondo de su vida quiero hablar en este post, situando su camino y obra a la luz de los papas de la primera mitad del siglo XX.

Hablando de él hablaré en el fondo de mi propia vida y de la vida de millones y millones de cristianos que somos lo que somos por lo que él fue (y por lo que sigue haciendo).


1. ANGELO RONCALLI, JUAN XXIII. PEQUEÑA VIDA

Angelo Roncalli (*1881), hijo de una familia numerosa de campesinos lombardos, fue ante todo un hombre bueno de su tiempo. Ingresó con once años en el seminario de Bérgamo (1892) y de adolescente asumió y profesó la regla de la Tercera Orden de San Francisco (1897), siendo hasta el fin de su vida un franciscano de corazón y vocación. Se ordenó presbítero el año 1904 y, desde entonces, a lo largo de diez años fue secretario de su obispo y profesor de seminario, sin más estudio especializado que la vida. Fue enfermero y capellán en la gran guerra (1914-1918), y después colaboró en la Obra Pontificia de la Propagación de la fe, siendo enviado especial del Vaticano en Bulgaria (1925), delegado apostólico en Turquía (1934) y nuncio en Francia (1944), para ser después Patriarca de Venecia (1953) y luego Papa (1958).

Su vida fue un camino de sorpresas. No estaba especialmente preparado para nada, y de esa forma pudo ser todo, en manos de la providencia de Dios en la que él confiaba. De esa forma conoció la vida desde dentro, formando parte de ella, en contacto con los “hermanos” ortodoxos (Bulgaria) y con los “amigos” musulmanes (Turquía), para animar y dirigir la vida de la más compleja de todas las iglesias católicas de entonces, tras una guerra implacable que había dividido a la población católica, a favor y en contra del pacto con los nazis (en Francia). Fue después con un párroco rural de una iglesia grande, llena de tradición (Venecia), donde llegó con 72 y dos años, dispuesto a compartir con su gente el resto de sus días y morir así tranquilo, dando gracias a Dios por la vida.

Pero la mano de Dios le siguió tocando y así, sin esperarlo ni buscarlo, cuando tenía ya casi 77 años fue nombrado papa, labor que realizó durante cinco años (1958-1963) con el nombre de Juan XXIII, los cinco años claves del gran cambio de la Iglesia Católica. Fue una suave brisa, como la del Dios del Horeb para Elías, pero todo lo cambió, abriendo un camino del que seguimos viviendo todavía.

Lo recuerdo perfectamente, su elección, su pontificado, su muerte. Yo era un adolescente, pero vivía con mucha fuerza los caminos y tareas de la Iglesia. De lo que entonces aprendí y viví, siguiendo por dentro la gran aventura de este Juan Roncalli, que fue a la vez el Juan Bautista, precursor de la nueva venida del Cristo, y Juan Evangelista, el primer Teólogo Cristiano (según la tradición de Oriente), sigo viviendo todavía.

No necesito que le hagan “santo” (a pesar de que, en el contexto actual de la iglesia me ha parecido bien el “golpe de mano” del Papa Francisco, que ha decretado que Juan XXIII sea santo sin “milagro aprobado” por la Curia Romana, para contrarrestar la santidad discutida y curial de Juan Pablo II)… No necesito que le hagan santo, he dicho. No me “pega” llamarle San Juan XXIII, me basta con llamarle Juan.

He sabido siempre que era santo, desde el día en que murió. Fue un hombre de Dios, abierto al misterio de la vida y de la fraternidad de Jesús, muy franciscano, por encima (o a través) de los ministerios que fue ejerciendo a lo largo de su vida. Fue un hombre de humor y de amor, de gran valentía. No tenía más principios claros que el amor y el diálogo cristiano, la confianza en el Espíritu Santo, como muestra su Diario Íntimo, que una y otra vez he leído, un poco al azar de la vida.

Pocas cosas más puedo aportar sobre Juan XXIII estos días, con ocasión de su “subida a los altares” (27. IV. 2014), a no ser situarle en el contexto de los papas de su tiempo, empezando por Leon XIII, Pio X Benedicto XV, que marcaron el comienzo de su experiencia al servicio de la Iglesia Universal, desde su casa de labranza y desde el seminario de Bérgamo, de donde salió para descubrir la violencia de la vida en la gran guerra (1914-1918) y para iniciar después su andadura en la Obra Pontificia de la Propagación de la fe.

Sólo recordando y conociendo lo que hicieron los seis papas anteriores, en cuyo tiempo vivió y a cuyo servicio trabajó, se podrá conocer lo que fue su novedad, su aporte sencillo y genial a la vida de la Iglesia. Fue siempre obediente a los papas para quienes trabajó, cada vez de manera más intensa. Fue obediente, pero no sumiso… Supo ver y aprender con ojos nuevos lo que había y nacía en su mundo distinto, como un campesino de Dios, que escucha y escucha, para sembrar cuando llegue su tiempo.

2. LOS PAPAS DE JUAN XXIII

1. León XIII (1878-1903). El papa de su infancia.

Fue un papa dialogante, pero se mantuvo encerrado en el Vaticano, como protesta contra la “invasión” italiana de los Estados Pontificios (1970). Mantuvo los principios doctrinales y morales del Sílabo de Pío IX (en los que se condenaban todas las “doctrinas modernas” (desde la libertad religiosa hasta la democracia), pero fue más “moderno” que Pío IX, esforzándose por dialogar con la sociedad real de su tiempo, aceptando, en un plano político, las diversas formas de gobierno, e insistiendo en el valor de la justicia (Rerum Novarum, 1891), para abrir de esa manera un camino por el que seguirán los siguientes papas y en especial Juan XXIII con su encíclica Mater et Magista.

Fue pues un “papa social”, que supo ver el cambio de los tiempos en el campo de la economía e incluso de la política, pero no pudo cambiar la situación de la Iglesia. Quiso renovar la teología, pero su opción por un tipo de tomismo (encíclica Aeterni Patris, 1879) no fue quizá la más adecuada en un mundo en el que habían surgido ya otras formas de pensamiento. De todas formas, quiso y pudo conectar con el mundo, de manera que, a pesar de su “encierro vaticano” (como prisionero de Italia), vino a convertirse en una de las referencias morales de la humanidad. Quiso ampliar la visión de la Iglesia a todos los continentes, aunque siguió muy vinculado a las tradiciones de Roma.

2. Pío X (1903-1914). El papa de su juventud.

Fue el primer papa campesino (=proletario) de la Iglesia moderna (todos los demás habían provenido de un tipo de “nobleza”. Un hombre de de inmensa piedad y gran hondura espiritual, muy preocupado por los problemas de la Iglesia. Pero, a diferencia de León XIII, no supo abrirse a la realidad del mundo, de manera que su actitud fue más conservadora (restauradora). En esa línea se mueve su condena del “movimiento modernista” (Lamentabili, Pascendi, 1907) donde recoge y rechaza “todas” las herejías.

Fue el papa que se opuesto no sólo al modernismo teológico (con sus posibles riesgos), sino a tipo de búsqueda de libertad eclesial, de pensamiento y de vida. Tuvo miedo de una posible “verdad” que se separara de la seguridad del magisterio romano. Su rechazo fue global, autoritario y poco matizado, contrario a los nuevos descubrimientos en el campo de la historia y de la exégesis bíblica, y su actitud tuvo consecuencias nefastas en el diálogo de la Iglesia con la ciencia moderna, produciendo una situación triste de ruptura entre la Iglesia y la modernidad. Evidentemente, los tiempos no estaban maduros para un diálogo efectivo en ese campo.

A pesar de ello, su pontificado fue importante en el aspecto interno de la Iglesia romana: Organizó y racionalizó las estructuras de la Curia Romana e impulsó el apostolado de los laicos, promoviendo la acción católica, con una presencia más fuerte de los católicos en la vida social… Insistió en la misión universal de la Iglesia, promoviendo la obra pontificia de la Propaganda Fide (propaganda de la fe)… en la que colaborará muy pronto Ángelo Roncalli (ordenado presbítero el año 1904, al comienzo del pontificado de Pio X). Esta iniciación de Rocalli en la tarea de la propaganda de la fe marcará toda su vida, como he señalado y señalaré.

3. Benedicto XV: 1914-1922. Proyecto de paz en medio de la guerra.

Fue el Papa de la Gran Guerra, el Papa que confió ya en Ángelo Roncalli, a quien recibió en la Congregación para la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe. Fue un hombre de paz; sin su ejemplo y testimonio el Papa Juan XXIII no habría podido escribir después la Pacem in Terris.

El principio del pontificado de Benedicto XV coincide por la Gran Guerra (1914-1918), que señala el fin de los “sueños idealistas” de la Belle Époque: Los países europeos, que se habían creído portadores de civilización y progreso mundial se enfrentan y luchan de forma despiadada, empleando su potencia y su técnica para matarse unos a otros y dominar el mundo. En ese contexto, el Papa se mantiene imparcial ante los contendientes (a pesar de las tensiones que recibe, de un lado y de otro), pero condenando la guerra y promoviendo una intensa labor de asistencia social. Es evidente que esta Europa de la guerra universal había dejado ya de ser cristiana, en un plano político.

Un proyecto de paz, dos sistemas políticos. Benedicto XV definió la guerra como «carnicería horrenda» y «destrucción inútil», y quiso abrir un camino que llevara a la paz, en una línea definida por el desarme, la aceptación de un arbitraje internacional para resolver los conflictos entre los pueblos, y la libertad de comunicación. Éste es un camino que la Iglesia no ha terminado de recorrer aún, tras casi cien años de historia conflictiva, como ha puesto de relieve el papa, J. Ratzinger, que ha querido tomar su mismo nombre: Benedicto XVI (2005 ss). Por otra parte, el final de esta 1ª Guerra Mundial marcó el despliegue de dos sistemas antagónicos: El comunismo (que triunfó en Rusia: 1917) y el capitalismo, que se desarrolló de un modo más intenso, a partir de Estados Unidos de América.

Primer código unitario de la iglesia. Desde las Decretales del Gelasio (492-496), las Seudo-Isidorianas (s. IX) y la reforma gregoriana (s. XI-XII), el Derecho ha sido esencial en la vida de la iglesia. Pero la compilación y unificación orgánica de sus leyes sólo ha culminado y se ha concretado de un modo oficial a principios del siglo XX, con la elaboración y fijación del Codex Juris Canonici (CIC, Código Derecho Canónico), preparado bajo Pío X y promulgado por Benedicto XV (1917), que unifica y sistematiza las colecciones anteriores. Este Código, con los retoques introducidos bajo Juan Pablo II, en la edición del 1983, para adaptarlo en principio al Vaticano II, sigue vigente en la actualidad y constituye un monumento jurídico ejemplar, aunque recoge y ratifica una visión de la iglesia y del Papa más propia del siglo XI-XII. Muchos católicos piensan que el espíritu del Vaticano II, con el retorno a las raíces de la Iglesia, no ha llegado al Código, de forma que sigue siendo necesario un cambio radical en este campo.

4. Pío XI: 1922–1939. Nuevo Estado Vaticano. Un papa por la libertad

Fue quizá el papa que más influyó en la vida de Juan XXIII, un papa de talante “liberal”, si puede emplearse esa palabra, un Papa abierto a la nueva realidad política y social, un papa realista, que supo pactar cuando le pareció necesario pactar, pero que se mantuvo firme frente al totalitarismo fascista y nazi.

Pio XI fue el papa de los Pactos Lateranenses. Desde el 1870 (cuando los soldados de Víctor Manuel II conquistaron Roma), tanto Pío IX como sus sucesores (León XIII, Pío X y Benedicto XV) se declararon y sintieron prisioneros de Italia, injustamente despojados de sus posesiones, aunque fueron viendo la necesidad de renunciar a su poder antiguo y de hallar un acuerdo con Italia. El paso decisivo lo dio Pío XI, cuando, a través de su Secretario de Estado, cardenal Gasparri, firmó con Mussolini, Duce fascista de Italia y Primer Ministro del Rey Víctor Manuel III, los Pactos Lateranenses (año 1929), por los que Italia y la Iglesia romana resolvían su litigio: El papado renunciaba a los Estados Pontificios; el Estado italiano creaba o reconocía para el Papa el pequeño Estado de la Ciudad del Vaticano (que consta de la basílica y palacios de San Pedro, con sus jardines traseros y su plaza porticada delantera, además de otras basílicas romanas y de algunos edificios significativos). A partir de aquí puede entenderse la nueva política “nacional” de Juan XXIII, abierto a la libertad de las naciones, a la descolonización y a la igualdad entre todos los pueblos.

Solución política, un tema abierto. Fue un buen acuerdo para el Estado italiano (que quedó así también reconocido por la Iglesia) y para la Iglesia jerárquica, que vino a presentarse de nuevo como Estado Soberano, con una extensión muy pequeña (unas cuarenta y cuatro hectáreas), pero con independencia: Inmunidad territorial, autonomía jurídica, un pequeño ejército, nunciaturas etc. Nuevamente, la Iglesia de Roma ha vuelto a presentarse como Estado entre los estados de la tierra, para realizar así su propia política religiosa. Pío XI (y los papas posteriores) pensaron que resulta conveniente que la Iglesia tenga una base territorial y una independencia política para ejercer con libertad su función religiosa. Pero muchos cristianos responden que esa no fue (ni es) la respuesta adecuada. Ciertamente, la situación actual (año 2013) es cómoda, tanto para la República Italiana (por lo que el Vaticano representa), como para un Estado Papal, entendido en claves de poder, pero es posible que las cosas puedan y deban replantearse en el futuro.

Preocupación por los nuevos problemas de la sociedad, centrados en la educación (Divini illius magistri, 1929), la familia (Casti connubii, 1930) y la cuestión social (Quadragesimo anno, 1931). A juicio de Pío XI, la Iglesia no debía centrar su interés en la relación con los estados, sino con el conjunto de la humanidad, por encima de las diferencias nacionales. Siguiendo el ejemplo de Benedicto XV, él quiso que los papas aparecieran como “expertos en humanidad” más que como dirigentes de una iglesia.

Oposición a los fascismos. Los años de su pontificado estuvieron marcados por el auge del fascismo italiano y del nazismo alemán, contra los que publicó dos documentos muy significativos: Non abbiamo bisogno (“No tenemos necesidad...”, 29, VI, 1931) y Mit brennender Sorge (“Con aguda preocupación...”, 14, III, 1937). Desde el 1938 estaba preparando una encíclica de fondo, titulada Humani generis unitas, donde afirmaba, en contra del nazismo, la unidad y dignidad de todos los hombres, recordando que «el género humano constituye una sola raza, grande y universal» y que «católico quiere decir abierto a todos, no racista ni nacionalista». Pero murió antes de publicarla (el 10 de febrero de 1939) y, su sucesor, Pío XII seguiría una política más “prudente” sobre el tema.

5. Pío XII: 1939 –1958. 2ª Guerra Mundial. Un papa por la gloria de la Iglesia

Fue el Papa que confió más en Angelo Roncalli, nombrándole nuncio en Francia y después Patriarca de Venecia y Cardenal… Por su parte, Ángelo Roncallí fue siempre obediente a Pío XII, pero con una distancia interior muy grande, la distancia de un campesino frente a un noble, la distancia de un creyente radical frente a un político de la iglesia, la distancia de un místico de la vida frente a un místico del sistema. Angelo Roncallí será el papa “necesario” después de Pío XII (y de los tres papas pianos: Pío X, XI y XII)…, un hombre capaz de volver a la vida inmediata y real, al evangelio.

Pio XII no publicó la encíclica antinazi que había preparado Pío XI, aunque ayudó en concreto a muchos perseguidos por los nazis. Fue prudente, pero la prudencia no era quizá la actitud más adecuada en tiempos como aquellos, cuando una “potencia” de tradición cristiana (con millones de nazis católicos) exterminaba a seis millones de judíos. Ciertamente, Pío XII ayudó en concreto a muchos miles de judíos, pero no elevó la voz de un modo fuerte y claro, como podía haberse esperado en un momento como aquel, no escribió una encíclica contra el Holocausto. Desde aquel momento, la Iglesia católica en cuanto tal sigue en deuda con el judaísmo.

Se portó de un modo diplomático. Fue elegido papa el 2 de Marzo del 1939, seis meses antes de que estallara la más sangrienta de todas las luchas de la historia, promovida en gran parte por potencias cristianas. Evidentemente, el Papa abogó por la paz, sobre todo en sus mensajes radiofónicos. Pero muchos le hubieran pedido un mayor compromiso al servicio de ella, desde el punto de vista cristiano y humano. Durante los años del conflicto (1939-1945), publicó varias encíclicas importantes (Mystici Corporis, Divino Afflante Spiritu: 1943), pero no sobre aquello que estaba pasando en el mundo. Sólo cuando la guerra terminaba (14.IV.1945), el Papa se atrevió a publicar una carta menos importante pidiendo oraciones por la paz (Communium Interpretes). Más que el compromiso concreto a favor de la concordia parecía importarle la autoridad “sacral” de la Iglesia, en cuyo nombre quiso presentarse como defensor de la civilización cristiana, ofreciendo a los creyentes una palabra de consuelo desde Cristo, a través de los nuevos medios de comunicación, especialmente la radio.

Mariano y conservador. Fue el primero (y hasta ahora el único) papa que ha “ejercido” su infalibilidad (tras el Vaticano I) para declarar el dogma de la Asunción de María, con ocasión del Gran Jubileo del 1950: «Por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaven¬turados Apóstoles Pedro y Pablo y nues¬tra, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revela¬do: Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumpli¬do el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial” (Munificentissimus Deus, 1.11. 1950; Denz-H. 2331-2333). Fue, al mismo tiempo, un papa poco arriesgado en el campo doctrinal, como muestra su encíclica Humani generis (12 de agosto de 1950), donde retoma las posturas más intransigentes de Pío X (en su cruzada antimodernista), oponiéndose no sólo a los posibles excesos de la modernidad, sino a un tipo de teología y exégesis que empezaba a extenderse por gran parte de la Iglesia. De su tiempo son las sospechas y persecuciones contra los autores más representativos de la Nouvelle Théologie y contra otros teólogos que después serían los promotores del Concilio Vaticano II (como H. de Lubac, Y. M. Congar y K. Rahner).

Anticomunista. Una de las mayores tragedias de la segunda mitad del siglo XX, tras el final de la 2ª Guerra Mundial fue la división del mundo (de los vencedores) en dos bloques: El occidental, marcado por las democracias capitalistas, bajo la dirección de USA, y el oriental, representado por las repúblicas comunistas, dirigidas por la URRS y más tarde por China. Comenzó así una larga guerra fría que, desde el punto de vista de la Iglesia, estaba definida por la actitud anticristiana de los gobiernos comunistas. Fueron años muy duros, con persecuciones, al menos indirectas, contra miles y millones de cristianos, en diversos países (Polonia, Bulgaria, Hungría…) de manera que se pudo hablar de iglesias del silencio, condenadas a la marginación por las autoridades comunistas. Pío XII se mostró especialmente sensible a ese tema, publicando varias encíclicas significativas (Orientales Ecclesias, 1952; Luctuosissimi Eventus, 1956, Meminisse iubat, 1958).


3. JUAN XXIII: 1958–1963. EL PAPA DEL CONCILIO

No se puede decir en modo alguno “tras tenebras lux” (tras las tinieblas anteriores llegó la luz…), pero de algún modo esa expresión es cierta. La Iglesia de Pío XII se había encerrado en su propia “luz interior”, luz de un sistema sagrado, que tiende a volverse absoluto en sí mismo, condenando toda apertura teológica, todo intento de volver al evangelio, de abrir las ventanas del pensamiento y de la vida.

Ciertamente, Pio XII fue un papa bueno, en línea de santidad sagrada, propia de una Iglesia que lo sabe todo, de una Iglesia que cree identificarse con el Papa y su Doctrina, con su Curia y su Sistema Sagrada. Pero no entendió la llegada de un mundo nuevo, ni el sentido universal de la Iglesia, abierta a las nuevas corrientes de la vida. Fuera estaba la “vida”, la vida que Ángelo Roncalli había descubierto en Bulgaria y Turquía y, de un modo especial, en Francia con su “nueva teología” y su búsqueda de inserción social… Fuera estaba la vida de la gente de Venecia, buena gente, más cercana al evangelio de Jesús que a la estructura sacral de la Iglesia.

Nombrado Papa, Juan XXIII no quiso hacer nada nuevo, sino, simplemente, ser cristiano, volviendo al evangelio desde la gente real, la gente normal de la calle
, con los nuevos movimientos y promesas (y riesgos) reales de la modernidad. Desde ese fondo quiero destacar tres de sus rasgos principales:

1. Papa moderno, papa piadoso. Juan XXIII fue el primer Papa que conectó con la modernidad, de un modo “moderno” y normal, sin necesidad de teorizar. No tuvo que hacerse moderno, era moderno… Siguió siendo hombre de pueblo, siendo como era un diplomático humano, un hombre capaz de entender a los demás y de pactar, como mostró siendo Nuncio en Francia, patriarca de Venecia. Supo que la Iglesia debía traducir el evangelio en las circunstancias distintas del mundo actual, promoviendo una confianza básica ante los nuevos signos de los tiempos y superando el carácter autoritario de ciertas actitudes anteriores. Todo eso pudo hacerlo Juan XXIII porque era un hombre “piadoso”, hombre de oración que sabe cada día que Dios está por encima y en el fondo de nosotros. No despreció ni criticó en modo alguno lo que hicieron los papas anterior (Benedicto, Pío y Pío), pero supo que había que hacer algo nuevo, dejando que el Espíritu de Dios se manifestara. Juan XXIII culmina así un camino que había comenzado con Benedicto XV.

Paz en la justicia. Buscó la paz y la justicia social, siguiendo en la mejor línea de León XIII y de Pío XI, como muestran sus encíclicas, Mater et Magistra (1961) y Pacem in terris (1963), en las que defiende el diálogo entre los pueblos, sustituyendo el anticomunismo radical de los papas anteriores por una apertura hacia los hombres y mujeres de los diversos bloques sociales, sobre la intransigencia de los sistemas políticos. Ciertamente, condenó el comunismo, y también un tipo de capitalismo contrario a la dignidad del hombre; pero creyó en el valor de los hombres, más que en sus ideologías. Abrió un camino de búsqueda de justicia que no ha culminado todavía, un camino de respeto entre los pueblos y de servicio (justicia) hacia los pobres. No tuvo que hacer un esfuerzo por defender a los pobres, porque siguió siendo siempre un hombre “pobre”, un campesino colocado en el centro de la Iglesia, un hombre a quien la suerte de los campesinos y pobres del mundo le importaba por encima de todas las cosas, a la luz de su vida, a la luz del evangelio.

Vaticano II. Juan XXIII convocó y preparó el Concilio Vaticano II, como gesto de confianza ante la obra de Dios en la Iglesia y el mundo. Ciertamente, creía en la infalibilidad papal, pero no en abstracto, o cerrada en su persona, sino abierta a la voz de toda la Iglesia, manifestada en un Concilio donde pudieran escucharse las voces de todos los creyentes. En ese contexto hablaremos más de su aportación a la vida de la Iglesia. Este gesto, por un lado sorprendente y por otro lógico, marca el sentido de su vida, la culminación de toda la historia anterior.

Juan XXIII quiso poner la Iglesia en manos de Dios, es decir, en manos de su Espíritu Santo. Por eso, su gesto máximo fue convocar un Concilio, para que se escuchara la voz de todos, para que la Iglesia entera pudiera verse y conocerse a sí misma, desde el Espíritu de Dios. No quiso dejar todo atado y bien atado, sino todo lo contrario. Pensó que era tiempo de “desatar”, en la línea de lo que Cristo dijo a Pedro: “Te daré las llaves del Reino de los Cielos, lo que tú desates, lo que tú ates”. Fue tiempo de desatar, tiempo de libertad y palabra para la Iglesia.

(Seguirá)
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