5º domingo tiempo ordinario. ciclo A Dom 9.2.20 . Sal de la tierra, Luz del cosmos. Eso es la iglesia
Iglesia "sabrosa", iglesia luminosa
Vosotros (Hymeis), reunidos y preparados, “en salida”, como quiere el Papa Francisco, sois Sal de la tierra, Luz del mundo (cosmos). Sólo así sois iglesiaEsta es vuestra más honda identidad, expresada en palabras esenciales, la más honda, precisa y creadora definición de la Iglesia, que es por un lado muy pretenciosa.
Vosotros (=nosotros) sois (somos) la “sal” que sazona, conserva y pone en marcha la historia de la humanidad. Ciertamente, la Sal es Jesús, él podría haber dicho (y dice en algunos textos sapienciales): Yo soy la sal del mundo. Sal para que el mundo tenga gusto y sabor, la “salsa” de la tierra sal que conserva e impide que la tierra se pudra, se destruya a sí misma, se vuelva un infierno, se queme a sí misma se vuelva un “basurero” de escorias, la sal de la ecología. Hemos de ser la sal para conservar la tierra.
La iglesia tiene organizaciones, ministerios, historias, jerarquía, todo eso y mucho más, incluso dinero. Pero, en sí misma, la iglesia es sal de la tierra (gê), luz del mundo (kosmos).
Sal de la tierra, en griego “ge”, en hebreo aretz. Tierra significa aquí la zona habitada del planeta: Arriba está el cielo (ouranos), por eso se dice que al principio creó Dios el cielo arriba y la tierra abajo (Gen 1, 1). Y en el piso inferior esta “lo de más abajo”, el infierno de la condena… Y el gran riesgo es convertir la tierra en invierno (en puro basurero, en gehena).
Vosotros (nosotros) sois (=somos) la luz del kosmos. La traducción bueno no es “mundo”, que es la tierra frente al “cielo”, sino kosmos, que es la totalidad de cielo y tierra, la creación entera como expresión de Dios. En este caso, Jesús dice Yo soy la luz del Kosmos (Jn 8, 12), es decir, de la totalidad, de lo que hoy diríamos el “universo”, que abarca el cielo arriba, la tierra abajo, con los mundos inferiores. Pero Jesús no dice aquí “yo soy”, sino vosotros sois “la Luz”.
Sin hombres, el cosmos es oscuridad, se pierde en su vacío, en eso que pudiéramos llamar el “agujero negro de sí mismo”.
La luz es la primera creación… Es Dios mismo que se expande… Por eso, de manera sorprendente, la Biblia empieza diciendo que el primer día Dios creó la luz (Gen 1, 3‒4). En el principio de todo, en el primer día de Dios (Dios mismo saliendo en amor hacia los hombres) surgió la luz. La esencia de todo lo que existe es luz, en palabra sorprendente que de alguna forma ha sido confirmada por la ciencia.
La luz en sí es Dios (Dios es luz, 1 Jn 1, 5‒7; Cristo es Luz (Jn 8, 12). Pues bien ahora, de forma sorprendente, Jesús dice: Vosotros (hymeis) sois la luz del kosmos. La luz alumbre, permite ver, ilumina… Pues bien, siendo la sal de esta tierra, los hombres (la iglesia), somos luz del kosmos entero, detodas las cosas, entendidas como hermosura, equilibrio… En ese sentido se utiliza todavía la palabra kosmos‒cosmética: Aquello que adorna y embellece.
Esto ha de ser la Iglesia de Jesús. Iglesia no sólo en salida, como quiere Francisco, sino Iglesia en esencia, en su identidad más honda:
- La iglesia es Sal‒Halas tês gês (sal de la tierra). Esta es la iglesia‒sal, la humanidad que conserva y sazona, la humanidad que da sabor a todas las cosas… La humanidad salario. Salario es la paga con sol, es el “dinero” del ejército romano, quería “conquistar el mundo entero” con la paga de sal (=salario) que daba el emperador o el general a los soldados. Ése es el auténtico “capital”, el verdadero “salario” de la Iglesia, de la nueva humanidad, no para apoderarse de todo, sino para transformarlo todo en tierra de sabor, tierra viva, sin riesgo de muerte. Ésta es la mayor riqueza, el “capital” de la iglesia, su auténtico “dinero”, dinero que es “sal” para conservar la tierra, que sea sabrosa, gozosa… Eso debemos ser, la iglesia en esencia, sal de la tierra entera.
- La iglesia es Luz‒Phos tou kosmou (luz del mundo entendido como kosmos, totalidad hermosa…). La Luz es lo que nos permite ver, los que modela la figura de todas las cosas, lo que alumbra, nos permite vernos, compartir la vida… Es la hermosura del mundo. Esto es la luz, esto es la Iglesia… Como una ciudad iluminada sobre el mundo, para que todos vean, como sentido y vida del cosmos. Esto es la Iglesia (presencia de Dios, que es luz; presencia de Cristo que es Luz).
Sal‒Lu
x, éste es mi primer recuerdo de la teología y vida de la Iglesia. Yo era un niño, el año 1949-1950, cuando supe que mi tío Antonio Ibarrondo, que había sido oficial y soldado en la Guerra de España, alistado a la fuerza en las fuerzas "nacionales" cuando estudiaba en el teologado mercedario en Poio (del 1936 al 1939) (a diferencia del resto de sus hermanos, “republicanos” vascos)…, que era “maestro de estudiantes” del coristado o “coro de frailes” de Poio había fundado una revista llamada Sal‒Lux, el año 1949 (imágenes).
Le pregunté más tarde por qué ese nombre Sal‒Lux, Sal‒Luz, y me dijo… “porque vi en la guerra”, entre trincheras de violencia, que era necesaria una iglesia que fuera sal de vida para todos (para conservar y dar sabor, no para matar); porque vi que era imprescindible una iglesia luz para todos (para alumbrar con la vida, no con las bombas de guerra, como en la batalla del Ebro donde sobrevivimos algunos por milagro de Dios).
Y así fue como mi tío maestro y sus estudiantes “coristas” mercedarios de Poio crearon una revista titulada Sal‒Lux, que se publicó durante veinte años (hasta el 1969‒1970), como referencia cultural y religiosa. En esa revista (cf. imágenes) aprendí a escribir; de esa revista fui director dos años (1962‒1964). Por esa revista y el ideal de Iglesia que latía en su fondo soy lo que soy como teólogo y hombre de Iglesia.
A continuación, para el que quiera seguir leyendo, pongo el texto que dedica a este pasaje del evangelio de hoy (Mt 5, 13‒16) en mi Comentario de Mateo… Y un par de referencias de mi Diccionario de la Biblia. Un saludo a todos. Buen domingo de la iglesia Sal, de la iglesia Luz del mundo.
Sal de la tierra, luz del mundo
Estos símbolos habían sido utilizados por Marcos (cf. mMc 9, 50; 4, 21), y reutilizados por Lucas en su contexto antiguo (14, 34-35 y 11, 33). Sólo Mateo los ha vinculado y unificado desde la perspectiva de las bienaventuranzas (5, 3‒11), que habían aparecido como programa mesiánico/sapiencial abierto a todos (en tercera persona). Antes de precisar la aplicación de la nueva “ley” de Jesús vienen estas palabras sobre la experiencia clave de la comunidad, entendida desde la tradición del judaísmo; ellas expresan ahora la identidad más honda de la Iglesia (¡vosotros sois!), en una línea que puede compararse a la de la semilla y la levadura de Mt 13, 31-33:
5 13 Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se desala ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada, sino para ser arrojada afuera y pisoteada por los hombres.14 Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada sobre un monte. 15 Ni encienden una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los de la casa. 16 Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos[1].
La sal es un signo ambivalente, es desolación y desierto (como en el Mar de la Sal, Mar Muerto, a poca distancia de Jerusalén), y de condimento alimenticio y componente de los sacrificios (cf. Lev 2, 13). Un texto enigmático de Marcos afirma que «todo será salado en (con) fuego. Buena es la sal. Pero si la sal se desala, ¿con que la sazonareis?» (Mc 9,50). Esta imagen ofrece una interpretación de conjunto de la realidad, partiendo del riesgo de condena que Jesús ha vinculado al rechazo (escándalo) de los pobres.
En ese contexto se sitúa la frase enigmática “todo se salará con fuego” Mc 9, 49), que debió ser comprensible para la comunidad de Marcos, pero que ha planteado pronto dificultades (cf. Mc 9, 50). Pues bien, en contra de eso Mateo introduce el tema de la sal en un contexto de proclamación mesiánica, presentando a los creyentes (¡vosotros!) como sal de la tierra y luz del cosmos:
‒ Sal de la tierra (halas tês gês. 5, 13). Esta palabra denota una fuerte autoconciencia de misión, un compromiso de salvar la tierra, como buena sal, que da sabor y conserva los alimentos. Los cristianos son portadores de un sabor y salvación que han de ofrecer a los demás, no al servicio de sí mismos, pues la sal no vale en sí, sino en cuanto se disuelve y sazona (conserva) los alimentos. Una sal que se desale (5,13: se vuelve loca,mwranqh/|) se vuelve inútil. De esta forma dirige Mateo una advertencia a los cristianos, para que no pierdan su fuerza y sean signo de sentido (conservación) para la tierra entera.
‒ Luz del cosmos (phôs to kosmou: 5, 14-16). Mateo ha desarrollado más esta comparación, que proviene de Marcos (4, 21; cf. Lc 8, 16), donde tenía una introducción sorprendente (¡no viene la luz…!) y Jn 8, 12 la desarrollará de una forma cristológica (¡yo soy la luz del mundo!), pero Mateo la convierte en una parábola eclesial, en segunda persona: ¡Vosotros sois la luz! La luz es quizá el más poderosos de los símbolos del cosmos, y así aparece en la Biblia como principio de la creación (cf. Gen 1, 2-5. 14-18).
Los israelitas saben que Dios es luz, como muestra desde antiguo el candelabro de los siete brazos, portador y símbolo de un Dios que alumbra a los hombres (Ex 25, 31-35), expresión de los siete días del tiempo (Gen 1) y de los siete espíritus de Dios que llenan todo el universo. Por eso, es normal que los creyentes hayan querido ver a Dios en su misma Luz: «En ti están las fuentes de la Vida y en tu luz veremos la Luz» (Sal 36, 10). De manera significativa, Vida y Luz se identifican: en la Vida de Dios vivimos, en su Luz nos conocemos, siendo de esa forma un resplandor de su presencia (cf. Jn 1, 4-10).
Los israelitas no han divinizado la luz y las tinieblas (como puede hacer un dualismo extremo), sino sólo la Luz, concibiendo las tinieblas como aquello que queda fuera, un contrapunto (una nada) que nos hace comprender mejor la luz, que es en el Todo de todo lo que existe. Ciertamente, en Israel ha existido también desde antiguo una tendencia a dualizar y escindir la realidad, a dividir todas las cosas, haciendo que ellas sean bien y mal, luz y tinieblas, vida y muerte (cf. Dt 30, 19). Pero en sentido radical todo viene del único Dios: La luz y las tinieblas (¡Yo mismo hago la luz y creo las tinieblas! cf. Is 45, 7), de manera que se ha podido afirmar que hay dos espíritus eternos, enfrentados, divididos, como sabe «la guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas» (cf. Qumrán, Milhama 1QM1, 1)[2].
En este fondo se sitúa nuestro pasaje que presenta a los creyentes como “luz del mundo”, “ciudad luminosa”, edificada sobre un monte, que no puede ocultarse: «No se enciende una lámpara (lykhnos) para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero (lykhnia), para que alumbre a todos los que están en la casa» (cf. Mt 5, 15). En esa línea, Jesús concibe a sus discípulos como una luz encendida en la altura (¡vosotros sois la luz del mundo!), para que todos vean y puedan caminar con claridad, sin miedo a perderse (cf. Mt 5, 14). De esa manera retoma un motivo importante de la esperanza profética de Israel: «¡Levántate y brilla! Porque ha llegado tu luz, y la gloria de Yahvé ha resplandecido sobre ti. Porque las tinieblas cubrían la tierra; y la oscuridad, los pueblos. Pero sobre ti resplandecerá Yahvé y en ti se contemplará su gloria. Entonces caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60, 1-3).
Para los judíos tradicionales, esa “luz que brilla” se identifica con Jerusalén, ciudad mesiánica. Pues bien, Mt 2, 1-12 ha dicho ya que la luz (estrella luminosa) del Rey de los Judíos se ha posado en Belén, sobre la casa de Jesús. Avanzando en esa línea, nuestro pasaje afirma que la luz de Dios se identifica con la comunidad: ¡Vosotros sois”. Ésta ha sido la tarea de Jesús según Mateo: Él ha creado un pueblo de gente luminosa, una ciudad de personas trasformadas en luz, de manera que alumbran de forma generosa y gratuita, para que todos vean y vivan en concordia. En este contexto no hay lucha de luz contra tinieblas, sino alumbramiento de vida: Que todos puedan ver, porque a todos se regala, de modo generoso, la luz del Cristo[3].
SAL (Diccionario Bíblico)
sal (→ Gehena, juicio, sacrificio, Marcos).La sal es signo de desolación y desierto (así aparece en el Mar de la Sal o Mar Muerto, al este de Jerusalén), pero también condimento alimenticio y componente de los sacrificios (cf. Lev 2, 13). Un texto enigmático de Marcos afirma que «todo será salado en (con) fuego. Buena es la sal. Pero si la sal se desale, ¿con que la sazonareis?» (Mc 9, 49-50). Esta imagen nos sitúa en el centro del evangelio, que ofrece una interpretación de conjunto de la realidad, partiendo del riesgo de condena que Jesús ha vinculado al rechazo (escándalo) de los pobres.
(1) Fuego y sal. En el contexto, Jesús puede hablar del fuego de Dios en sentido destructor y purificador, vinculando el fuego y la sal, a partir de la frase citada («pues todo será salado en (con) fuego»), que puede entenderse en sentidos distintos. 9, 49. Estamos ante un fuego que sala o sazona, en un sentido que es (o puede ser) positivo o negativo, según el contexto, como destaca también la referencia a la buena sal, de la que habla el verso siguiente de Mc 10, 50.
(a) Hay un fuego cósmico (universal), que no se aplica sólo casos aislados, sino que expresa una “ley general” de la realidad, mirada desde Dios, como lo indica su forma (pasivo divino), de manera que el texto puede y debe traducirse así: «Pues Dios lo salará todo con fuego». Es una sentencia cuyo sentido debía conocer bien Marcos, y la comunidad que les escuchaba/leía, pero que ha planteado pronto dificultades, como muestran las diversas “interpretaciones” de la tradición textual, que relacionan este pasaje con un tipo de sacrificios religiosos. Algunos manuscritos (D, it) han visto la dificultad que puede implicar el texto original (todo será salado en/con fuego: pas gar pyri alisthêsetai) y ponen en su lugar: «todo sacrificio será sazonado con sal» (pasa gar thysia ali alisthêsetai), retomando el texto de Lev 2, 13 LXX, donde la sal sirve para condimentar y perfeccionar (hacer agradables a Dios) los sacrificios alimenticios, pudiendo entenderse también como signo de alianza.
(b) Hay un fuego* destructor, simbolizado por la Gehena (basurero ardiente de Jerusalén) que quema sin cesar, sin apagarse nunca, en línea de castigo/destrucción, a un fuego distinto.. En ese contexto se podría decir que el mismo fuego de la Gehena tiene un sentido sacrificial, pues sirve para quemar con sal a los escandalizadores, haciéndoles así agradables a Dios (que los transforma/conserva o consume, según la teología de los sacrificios). Pero parece preferible conservar el texto que comentamos: “Todo será salado por el fuego”.
(2) Interpretaciones. Las visiones “sacrificiales” del fuego resultan ingeniosas y coherentes, pero van en contra de la tendencia anti-sacral de Marcos (que aparece clara en 7, 1-23 y en el conjunto de su libro). No parece coherente que este evangelio (que va en contra de los sacrificios del templo de Jerusalén, como aparece en Mc 11, 12-26) interprete la condena y combustión de los escandalizadores y de la Gehena con categorías tomadas precisamente del culto del templo, que es lo contrario a la Gehena (como sabe la cita expresa de Is 66, 24).
¿El fuego de un horno? Interpretación térmica. En sentido físico la sal puede tomarse como aislante térmico (elemento refractario). Desde antiguo se ha utilizado la sal para crear pequeños hornos, o para recubrir algunos alimentos (especialmente pescados), asándolos así, de manea que conservan su sabor. También hay hornos con ladrillos de sal, que sirven para conservar bien la temperatura. Esa técnica se conocía ya en tiempo de Jesús, de forma que este pasaje (todo será salado con fuego…) podría aludir a la costumbre de asar o cocer alimentos en hornos recubiertos de sal. Sobre la sal, empleada para facilitar la combustión de un horno. El mundo entero sería para los escandalizadores un gran horno de fuego recubierto de sal donde ellos serían cocidos… Pero ¿cocidos para qué? ¿sólo ellos? ¿quién los comería? Ciertamente, esta imagen de la sal que recubre un horno puede haber influido en la formulación del texto, pero en sí misma parece insuficiente para explicarlo.
Interpretación teológico-social. Fuego y sal son signos de Dios. Éste es el único lugar donde Marcos emplea el término pas (todo) como signo de la realidad en su conjunto (hay un uso parecido, pero menos extenso, del término en Mc 11, 17 donde se habla de todas las gentes: pasin tois ethnesin). Al decir pas gar, pues todo, Marcos nos está situando ante una especie de “ley teológica” de la realidad, marcada por Dios, como indica el pasivo divino. “Todo será saladopor el fuego”. En este contexto es normal que podamos pasar del fuego más particular de la Gehena (del que ya hemos hablado) al fuego universal de Dios, al que aquí se alude, como agente vinculado a la sal. Ciertamente, el pecado nos sitúa ante el fuego de Dios. Pero el texto añade que “todo” (pecadores y no pecadores, hombres y cosmos) será salado en (con) fuego. El sentido posterior de la frase queda abierto, aunque parece inclinarse en línea de salvación: Dios es fuego que todo lo sala, es decir, que todo lo conserva y transforma, convirtiéndolo en buen alimento.
NORAS
[1] Cf. J. Beutler, Ihr seid das Salz des Landes (Mt 5, 13), en C. Mayer (ed.), Nach den Anfängen fragen (FS Dautzenberg), Giessen 1994, 85-94; O. Cullmann, Das Gleichnis vom Salz, en Id., Vorträge und Aufsätze 1952-1962, Mohr, Tübingen 1966, 192-201; J. Jeremias, Die Lampe unter dem Scheffel, en Id., Abba, 99-102; M. Krämer, Ihr seid das Salz der Erde... Ihr seid das Licht der Welt: MThZ 28 (1977) 133-157; R. Schnackenburg, Ihr seid das Salz der Erde, das Licht der Welt, en Id., Schriften zum Neuen Testament, Kösel, München 1971, 177-200; G. Schneider, Das Bildwort von der Lampe: ZNW 61 (1970) 183-209.
[2] Para esa guerra educa el Instructor de Qumrán a sus esenios: «para amar a todos los hijos de la luz… y para odiar a todos los hijos de las tinieblas, a cada uno según su culpa, en la venganza de Dios» (Regla de la Comunidad 1QS 1, 9-11). Cf. J. Vázquez Allegue, El prólogo de la regla de la comunidad de Qumrán, Verbo Divino Estella 2000. La oposición entre hijos de luz e hijos de tinieblas se encuentra en el fondo de varios textos del Nuevo Testamento, pero sin dualismo estricto: «Todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día. No somos hijos de la noche ni de las tinieblas» (1 Tes 5, 5; cf. Jn 12, 36; Lc 16, 8). Aquí se sitúa la diferencia cristiana. (a) Algunos dualistas estrictos, como los esenios de Qumrán estaban dispuestos a combatir, incluso en guerra militar, contra los hijos de las tinieblas, que ellos identificaban con los romanos o judíos renegados. (b) Los cristianos, en cambio, se descubren hijos de luz, pero no para luchar contra los hijos de las tinieblas, sino para alumbrar gratuita y generosamente en las tinieblas.
[3] Mateo volverá a exponer el tema en otros dos contextos muy significativos: (a) Afirmará que la “lámpara” o luz del cuerpo es el ojo, que puede iluminarlo todo, de manera que cuando pierde su luz, se pone (nos pone) al servicio de la mamona (6, 22-24). (b) El camino del Reino se compara con diez muchachas/vírgenes que llevan sus lámparas/luces encendidas esperando la llegada del esposo (Mt 25, 1-3). En ambos casos, la luz tiene un sentido positivo (¡vosotros sois la luz del mundo…!), pero en su fondo late una advertencia: ¡Nosotros podemos apagarla, de manera que nuestra existencia se vuelva inútil. Estas dos imágenes (sal, luz) destacan la misión universal de la Iglesia (cf. 28, 16-20).
LUZ (Gran diccionario de la Biblia)
Luz (→ fuego, Dios, amor, palabra). Es uno de los símbolos principales de la experiencia israelita y cristiana Puede tomarse como centro de una constelación de significados, de los que evocaremos algunos, siguiendo el mismo despliegue temático del conjunto de la Biblia.
(1) Creación. Lo primero fue la luz. «En el principio había oscuridad sobre la faz del océano, y el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Entonces dijo Dios: Sea la luz y fue la luz. Dios vio que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas. Dios llamó a la luz día, y a las tinieblas llamó noche» (Gen 1, 2-5). Este es el comienzo de todas las cosas, el principio y final de la creación. Las tinieblas (jok) ya existían, como fondo de caos que rodea al ser divino. No eran nada, y sin embargo estaban ahí. Ellas no son «dios», de manera que no existe un dios bueno y otro malo, pues Dios es sólo bueno y signo suyo es la luz (‘ôr) que él mismo irradia y que concede sentido, espacio y tiempo y visibilidad a todo lo que existe. Pero en su mismo entorno, como expresión del límite que Dios abre para que puedan existir otras cosas, se abrían las tinieblas. Quizá pudiéramos decir que Dios mismo es la luz que se expande y regala, de tal forma que en él (en Dios, en la luz) existe todo. Por eso, a su lado, la tiniebla «no es» y, sin embargo, es necesaria, como entorno de Dios, como vacío que él llena, como caos que él ordena, como oscuridad que él alumbra. Por eso podemos añadir que la luz no es «nada concreto» y, sin embargo, es todo. No se pueden comparar luz y tinieblas, como si fueran simétricas (bien y mal, vida y muerte), como dos platillos de una misma balanza. Sólo existe luz, sólo hay bien, sólo existe la Palabra, que es la Vida y la Luz de los hombres (cf. Jn 1, 4-12), pero allí donde los hombres no escuchan la Palabra se abre el silencio sin voz, la muerte sin vida, la oscuridad sin luz… Ese silencio muerto, ese mal y oscuridad son como entorno y contraste de esa luz, cuando se extiende sobre la nada.
(2) Focos de luz: luminarias o luceros. No son primero los focos de luz y después la Luz, sino al revés: de la Luz que es Dios brotan los luceros o luminarias: «Entonces dijo Dios: Haya luminarias en la bóveda del cielo… E hizo Dios las dos grandes luminarias: la luminaria mayor para señorear el día y la luminaria menor para señorear la noche. Hizo también las estrellas. Dios las puso en la bóveda del cielo para alumbrar sobre la tierra, para presidir sobre el día y la noche, y para separar la luz de las tinieblas» (Gen 1, 14-18). Esta es la palabra que Dios dice en el día central de la semana, el momento en que se decide el orden y despliegue de la creación. Había ya luz, había tierra y cielo, aguas y mares. Pero la luz no se había condensado todavía, formando unas lumbreras o luceros, focos de luz que guían la vida de los hombres, separando tiempos (día y noche) y espacios (unos luminosos, habitados, y otros oscuros, inhabitables). En este momento central culmina la creación de la luz, expresada en los grandes y pequeños luceros, que no son Dios (como pensaban muchas religiones antiguas, desde Mesopotamia hasta Grecia), pero que traducen la presencia del Dios de la Luz, dando sentido y relieve a los diversos tiempos, lugares y personas. Estos luceros se llaman «me’ôrot» (en los LXX «phostêras»): portadores de luz, los «alumbrantes». Entre ellos, como astro verdadero surgirá el sexto día de la creación el ser humano.
(3) Colores de luz y de paz: el arco iris. El cielo y la tierra de Dios son hermosos y fuertes, pero tienen un equilibrio inestable, vinculado a la misma libertad del hombre, que puede pervertirse y pervertirlo todo, y a las condiciones del mundo, hecho de equilibrios frágiles: de posibles cataclismos, de duras tormentas, de diluvios. La Biblia cuenta, como ejemplo del riesgo de la vida de los hombres, el gran diluvio de los tiempos antiguos del que sólo algunos pocos (Noé y su familia) se salvaron (cf. Gen 6-7). Pues bien, la historia de ese cataclismo, siempre amenazante, termina con la evocación de los colores de la luz que vienen a mostrarse signo de paz, como expresión del pacto primigenio de la vida que vence a la muerte, de la esperanza que destruye al odio: «Ésta será la señal del pacto que establezco con vosotros y con todo ser viviente que está con vosotros, por generaciones, para siempre: Yo pongo mi arco en las nubes como señal del pacto que hago con la tierra. Y sucederá que cuando yo haga aparecer nubes sobre la tierra, entonces el arco se dejará ver en las nubes y me acordaré de mi pacto» (Gen 9, 12-15). El arco era para los antiguos el signo por excelencia de la guerra: los arqueros eran los más duros militares. Pues bien, la luz ha hecho el prodigio: el arco militar se ha convertido sobre el cielo de los días de tormenta en juego de colores, en promesa de paz, por encima de todo cataclismo y guerra. La luz aparece así como signo del don de la vida que supera no sólo la tiniebla y la violencia del cosmos, expresada por la gran tormenta, sino también la guerra entre los hombres.
(3) La luz de Dios cercano: Menôrah. Los israelitas han concebido siempre la luz como un signo del Dios que está presente, patente y oculto, haciendo surgir de la tiniebla todas las cosas que existen. Por eso, es normal que los creyentes hayan respondiendo a Dios ofreciéndole un foco de luz, una lámpara en el santuario. Uno de los testimonios más antiguos que conocemos de ello es el relato de la vocación del joven Samuel, que servía al sacerdote en el templo de Silo donde ardía la «lámpara de Dios» (ner). Pero el testimonio más conocido, hasta el día de hoy, es el candelabro o portaluz de siete brazos que alumbrará más tarde de forma perpetua en el templo de Jerusalén y que se llama precisamente «menôrah» (en los LXX lykhnos, de la misma raíz que lux, licht, luz), portadora de la luz, de una luz que Dios ofrece a los hombres y que los hombres devuelven a Dios (Ex 25, 31-35). Este candelabro será entre los israelitas el más perfecto de los signos y rituales religiosos: es la luz de los siete días del tiempo (Gen 1) y de los siete espíritus de Dios que llenan todo el universo y que, para los cristianos, se expresa de un modo especial en la iglesias, que el Apocalipsis concibe como luces encendidas en el mundo (cf. Ap 1, 12-13.20; 2, 1). De manera sorprendente, la carta a los Hebreos define a los espíritus-ángeles como luz de fuego, fuego de luz mensajera que se abre y se extiende hacia todos los hombres (cf. Heb 1, 7). Por eso, es normal que los creyentes hayan querido ver a Dios, viendo la luz, por medio de la misma Luz que es Dios: «En ti están las fuentes de la Vida y en tu luz veremos la luz» (Sal 36, 10). De manera significativa, Vida y Luz se identifican: en la Vida de Dios vivimos, en su Luz nos conocemos, siendo de esa forma un resplandor de su presencia.
(4) Hijos de la luz e hijos de las tinieblas. El libro del Génesis no había divinizado la luz y las tinieblas, sino sólo la Luz, concibiendo las tinieblas como aquello que queda fuera de la Luz, como el contrapunto de nada que nos hace comprender mejor la luz, que es en el Todo de todo lo que existe. Pero en Israel ha existido también desde antiguo una tendencia a dualizar y escindir la realidad, a dividir todas las cosas, haciendo que ellas sean bien y mal, luz y tinieblas, vida y muerte (cf. Dt 30, 19). Ciertamente, se sabe que todo viene de Dios: «¡Yo mismo hago la luz y creo las tinieblas! (cf. Is 45, 7). Desde ese fondo se ha podido afirmar que existen dos espíritus eternos, enfrentados, divididos, en guerra perpetua, «la guerra de los hijos de la luz y contra los hijos de las tinieblas» (cf. Qumrán, Milhama 1QM1, 1). Esta es la guerra para la que Instructor de Qumrán educa a sus esenios: «para amar a todos los hijos de la luz… y para odiar a todos los hijos de las tinieblas, a cada uno según su culpa, en la venganza de Dios» (Regla de la Comunidad 1QS 1, 9-11). Esta oposición entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas se encuentra en el fondo de varios textos del Nuevo Testamento, pero de un modo distinto, no combativo, sino afirmativo y testimonial: «Todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día. No somos hijos de la noche ni de las tinieblas» (1 Tes 5, 5); «sois Luz en el Señor, caminad como hijos de la luz» (Ef 5, 8); «mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz» (Jn 12, 36; cf. Lc 16, 8). Aquí se sitúa la diferencia cristiana. Algunos dualistas, como los esenios de Qumrán estaban dispuestos a luchar, incluso en guerra militar, contra los hijos de las tinieblas, que ellos identificaban con los romanos o judíos renegados, en un camino que sigue influyendo todavía en todos los que hablan de la justicia infinita o de la guerra contra el eje del mal. Los cristianos, en cambio, se descubren hijos de la luz, pero no para luchar contra los hijos de las tinieblas, sino para alumbrar gratuita y generosamente en las tinieblas, ofreciendo su luz en la oscuridad. Así se lo advierte Jesús, de manera tajante, evocando el texto anterior de Qumrán: «Habéis oído que se ha dicho amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo; yo, en cambio, os digo: ¡amad a vuestros enemigos…!». De esa forma ha roto Jesús la simetría violenta del bien y el mal, de la Luz y las tinieblas, viniendo a presentarse sólo como testigo universal de la luz.
(5) Vosotros sois la luz del mundo: una ciudad encendida sobre el mundo. En este fondo se sitúan los textos básicos del evangelio: «No se enciende una luz (lykhnos) para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero o portador de luz (lykhnia), para que alumbre a todos los que están en la casa» (Mt 5, 15). Jesús concibe a sus discípulos como una luz encendida en la altura (¡vosotros sois la luz del mundo!), como una ciudad elevada y luminosa, para que todos vean y puedan caminar con claridad, sin miedo a perderse (cf. Mt 5, 14). De esa manera retoma uno de motivos más importantes de la esperanza profética de Israel: «¡Levántate y brilla! Porque ha llegado tu luz, y la gloria de Yahvé ha resplandecido sobre ti. Porque las tinieblas cubrían la tierra; y la oscuridad, los pueblos. Pero sobre ti resplandecerá Yahvé y en ti se contemplará su gloria. Entonces caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60, 1-3). Esta es la esperanza y tarea de Jesús: quiere crear un pueblo de gentes luminosas, una ciudad de personas trasformadas en luz. Así quiere Jesús que sea su iglesia: una ciudad de gentes que alumbran de forma generosa, regalando su luz, gratuitamente, para que todos vean y vivan en concordia. Aquí no hay lucha de la luz contra las tinieblas, sino alumbramiento de vida: que todos puedan vez, porque a todos se regala, de modo generoso, la luz recibida.
(6) El milagro de la luz: los ciegos ven. Uno de los motivos centrales del evangelio es el prodigio de la luz, que es gratuita (¡el sol alumbra sobre buenos y malos!: Mt 5, 45), pero que se encuentra combatida y a veces rechazada: «Vino la luz a los hombres, pero los hombres no la recibieron» (Jn 1, 10-12), de manera que algunos prefirieron y prefieren vivir en las tinieblas (cf. Jn 3, 18). Pues bien, en ese fondo, Jesús aparece como portador apasionado de Luz, un hombre cuya principal tarea ha consistido y sigue consistiendo en abrir los ojos a los ciegos (ciegos corporales, ciegos de espíritu), para que puedan ver y escoger, camina y vivir en libertad. Por eso, cuando le preguntan «¿qué haces?» él responde: «los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios…» (Mt 11, 5 par). Jesús no viene a resolver problemas concretos, a decir a los hombres y mujeres lo que han de hacer, sino para alumbrarles: quiere que ellos mismos se abran a la luz, que puedan caminar, que se descubran limpios… Quiere que ellos sean lo que quieran, como quieran, en luz transparente, de manera que así puedan, ellos mismos, en libertad gozosa, decidir la forma en que deben comportarse. Una parte muy significativa de los evangelios está dedicada a los «milagros de la luz», milagros físicos, pero, sobre todo, psico-somáticos y espirituales: Jesús ha deseado que los hombres vuelvan al principio de la creación, como seres de Luz, para el amor, para la palabra, para la convivencia (cf. Mc 8, 22-23; 10, 46-51; Jn 9, 1-32; Lc 4, 18).
(7) Ten cuidado: luz de tu cuerpo es el ojo. La luz no es algo que se da y recibe, que se ofrece y tiene desde fuera, como una cosa objetiva que un hombre o mujer pudieran separar de sí mismos, sino que ella es vida profunda, la misma vida humana que el hombre y la mujer debe cultivar, siendo ellos mismos, según dice uno de los textos más bellos de la tradición del evangelio: «La lámpara (lykhnos, luz) del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará lleno de luz. Pero si tu ojo es malo, todo tu cuerpo estará en tinieblas. De modo que, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡cuán grande será tu oscuridad! Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá al uno y amará al otro, o se dedicará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a la mamona» (Mt 6, 22-24; cf. Lc 11, 34-36). El hombre es portador de una Luz que le desborda y que se expresa por sus ojos, que son la verdadera lámpara de Dios en el mundo. Un ojo sano y transparente: ésa es la bendición de Dios, el don más grande, la misma vida hecha Luz y comunicación. Un hombre o mujer hecho ojos que miran y se dejan mirar. Sin duda, hay comunicación de palabras y de manos, de cuerpos y almas. Pero en el fondo de la creación de Dios, la más honda la comunicación es la de los ojos que miran y pueden ser mirados, diciéndose a sí mismos. El día en que hombres y mujeres se miren en los ojos y no se digan a sí mismos a través de la mirada habrá existencia humana. El día en que dejen de mirarse de esa forma los hombres y mujeres habrán muerto, pues ellos no son más que luz compartida que se mantiene encendida y que arde sólo al darse, siendo más fuerte cuando más arde.
(8) Una parábola escandalosa. Diez muchachas con lámpara. «El reino de los cielos se parece a diez muchachas que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Cuando las necias tomaron sus lámparas, no tomaron consigo aceite, pero las prudentes tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas…» (Mt 25, 1-3). Ésta es una parábola extraña, por muchos motivos, y por eso no puede tomarse al pie de la letra. Pero debemos recordar que la mayoría de las parábolas son escandalosas o, si se prefiere, paradójicas: son palabra que choca, que lleva a pensar, que exige una respuesta… El escándalo de esta parábola es evidente. En primer lugar, las muchachas no son «lykhnos», luz personal, sino que llevan «lámparas» (lampadas). Son novias de un esposo polígamo, que va a casarse, al mismo tiempo, con diez o con aquellas de las diez que sean prudentes. Además, en contra de toda la enseñanza del evangelio, las prudentes no deben dar aceite a las necias… Por otra parte, se trata de una parábola machista: el novio viene, como dueño y señor, las novias aguardan… Pero, dicho eso, debemos añadir que se trata de una parábola gozosa, pues vincula el tema de la luz con el matrimonio, entendido como relación de un hombre y una mujer. Desde ese fondo podemos retomar sus temas: el novio que viene es el amor, la luz plena; las novias que esperan son los hombres y mujeres, capaces de cuidar su luz o de apagarla. Las bodas son dos luces que se unen, formando una luz compartida, luz de dos, en la gran Luz del Novio-Novia que les acoge en su amor. Son dos luces distintas, dos personas diferentes, y una luz doble, que se abre a otros, a los amigos y a los hijos luz creadora, en la Luz de Dios, donde se unifican y completan, cada uno en el otro y para el otro, cada uno desde el otro y con el otro. En este contexto podemos decir que, para los cristianos, la luz originaria se venido a revelar en Cristo.
(9) Yo soy la luz del mundo, Dios es luz… Así dice Jesús en el evangelio de Juan: «Yo soy la luz del mundo, el que sigue no camina en las tinieblas» (Jn 8, 12; 9, 5; 12, 46). Para eso ha venido, para que los hombres puedan vivir en la luz, amándose unos a los otros. Este es su poder, este su reino: que los hombres puedan vivir en la verdad (cf. Jn 18, 37). No tiene una luz propia, sino la de Dios, retomando así, de manera sorprendente, el tema del principio de la Biblia, cuando se decía que Dios había empezado creando la luz (Gen 1, 3-4). Ahora no se dice que Dios crea la luz, sino que él mismo es Luz, luz que se expresa en el amor entre los hombres: «Éste es el mensaje: Dios es Luz, y en él no existe oscuridad alguna. Si decimos que tenemos comunión con él y andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad. Pero si andamos en Luz, como él está en Luz, tenemos comunión unos con otros» (1 Jn 1, 5-7). La misma Palabra de Dios es Luz para los hombres, como sabe el prólogo solemne del evangelio de Juan: «En él estaba la Vida y la Vida era la Luz para los hombres» (Jn 1, 4-6), la luz de la Palabra compartida de los ojos y las manos, que Jesús quiere en este mundo, como un fuego: « He venido a encender fuego en la tierra. ¡Y cómo quisiera ya que estuviera ardiendo!» (cf. Lc 13, 49). Ésta es la verdad suprema: no existen dos espíritus, uno de luz, otro de tinieblas; no se puede hablar de guerra entre los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad, pues Dios es solamente Luz, una luz que se expresa en el amor que cada uno enciende en el otro, pues, al final del camino, la lámpara de cada uno es el otro. Tenemos el riesgo de perdernos en nuestra propia oscuridad, pero la luz de Dios es más fuerte que las oscuridades de los hombres. Esa es la luz que limpia el corazón, para que los hombres puedan descubrir a Dios y descubrirse a sí mismos: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (cf. Mt 5, 7) y se amarán unos a los otros. Ésta es la verdad, éste el mensaje: una luz que se ofrece y no se impone; una luz que se dice, silenciosamente, ofreciendo cada día la vida por el otro y con el otro.
(cf. J. Vázquez Allegue, Los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. El prólogo de la regla de la comunidad de Qumrán, Verbo Divino Estella 2000)