J. Moltmann, Liberación psíquica (Para un diálogo con Juan de la Cruz)

   Fui de los primeros que escribí un trabajo de cierta envergadura sobre J. Moltmann, comparando su pensamiento con el de R. Bultmann, como parte de una tesis doctoral en filosofía (imagen 1), el año 1972, teniendo en cuenta no sólo su Teología de la esperanza (1964, trad. Española 1969), sino las obras que había publicado hasta entonces.

     Como es obvio, en aquel momento no pude tener en cuenta su segunda obra clave (Der gekreuzigte Gott, 1972, trad. castellana “El Dios Crucificado”, Salamanca 1975. Desde entonces me ha venido interesando no sólo su teología estrictamente dicha (dogmática, visión cristiana de la realidad social), sino su antropología, en línea de liberación personal (psíquica).

Puede ser una imagen de texto que dice "PONTIFICIA STUDIORUM UNIVERSITAS AS. A S. THOMA AQ. IN URBE JAVIER PICAZA PRESUPUESTOS FILOSOFICOS DE LA EXEGESIS DE R. BULTMANN Y J. MOLTMANN PARS DISSERTATIONIS AD LAUREAM IN FACULTATE PHILOSOPHIAE APUD PONTIFICIAM UNIVERSITATEM S. THOMAE DE URBE MADRID 1972"

Introducción.

 Por aquel tiempo tiempo, mi amigo J. M. Mardones (1943-2006) de la Universidad de Deusto, que estaba elaborando su tesis doctoral sobre Moltmann y con Moltmann en Tübingen, me pidió el trabajo que yo había escrito y lo utilizó para la elaboración de su tesis (Teología e ideologíaconfrontación de la teologia política de la Esperanza de J. Moltmann con la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, Universidad de Deusto  Mensajero, 1979, que sigue siendo, a mi juicio, el mejor estudio que existe en castellano sobre el lema. 

Puede ser una imagen de texto que dice "teología deusto TEOLOGIA E IDEOLOGIA José Maria Mardones NIVERSIDAD V ERSIDAD EUSTO LD"

El año 1976, con ocasión de la traducción castellana de  El Dios Crucificado,  J. Moltmann vino a Salamanca, para impartir un curso en la Cátedra Domingo de Soto, dirigida por el prof. Olegario G. de Cardedal.  Con ese motivo, un grupo de profesores y amigos pudimos pasar una tarde de conversación y fraternidad,  centrada en algunos aspectos de su pensamiento. 

    A mí me interesaba en especial el tema de la liberación personal (psicológica) desde una perspectiva de maduración antropológica,  intentando comparar su pensamiento y proyecto teológico con el de San Juan de la Cruz, tal como aparece  inicialmente esbozado en el Cap. 7 de su libro “El Dios crucificado”.   

Libro El Dios crucificado: la cruz de Cristo como base y crítica de ...

     Siempre he pensado (y así se lo dije entonces) que J.Moltmann podía haber desarrollado mejor su pensamiento en diálogo con la obra de Juan de la Cruz. No todo se puede hacer y decir en esta vida, por larga y fructuosa que sea, como ha sido la de J. Moltmann. Pero sigo estando convencido de que él podía haber elaborado de un modo más intenso  y preciso su pensamiento dialogando con Juan de la Cruz.

    Ahora que su vida en este mundo ha terminado quiero darle gracias por todo lo que ha sido y ha hecho, recordando a mis amigos y colegas teólogos que no todo su trabajo ha terminado con su muerte, que hay muchos temas que quedan por estudiar y plantear, entre ellos el de la liberación “psíquica” del hombre, dialogando no sólo con Agustín, Lutero, Freud, Rahner y Jüngel, como hacía básicamente Moltmann, sino también con Juan de la Cruz, que, a mi juicio, sigue siendo el “antropólogo” más fino de la historia del pensamiento cristianos, como he puesto de relieve en alguno de mis libros.

EJERCICIO DE AMOR. RECORRIDO POR EL CANTICO ESPIRITUAL DE SAN JUAN DE ...

   Por eso, el homenaje a Moltmann, y como estímulo para aquellos que quieren seguir pensando en la línea de su pensamiento, he querido recoger ese cap 7 de la obra clave de Moltmann, conforme a la traducción de mi colega S. Talavero (El Dios Crucificado, Verdad e Imagen 41, 1975, 400-435). Sería bueno que algunos discípulos, colegas y amigos de J. Moltmann pudiéramos seguir trabajando en esa línea, interpretando y aplicando el evangelio como guía y estímulo de liberación humana.  

J. MOLTMANN, LIBERACION PSÍQUICA DEL HOMBRE

  1. Figuras del diálogo teológico-psicoanalítico

Sigmund Freud desarrolló el psicoanálisis en la terapia de individuos enfermos. Pero cuanto más tiempo iba pasando, más le iban interesando los condicionamientos sociológicos y culturales de las enfermedades. Por más que era muy precavido en aplicar síntomas morbosos individuales a la sociedad, investigó siempre las relaciones condicionantes. Tal precaución es menos apreciable en sus seguidores, tales como N. O. Brown, H. Marcuse y E. Fromm. Sus análisis sociológicos, sirviéndose de síntomas individuales de enfermedad, caen por ello con frecuencia en la niebla de la especulación, sin que tengan efecto alguno terapéutico.

Aquí radica un límite de la psicoterapia, que habrá que tener en cuenta, si es que se quiere evitar una metapsicología no verificable: el análisis muestra con frecuencia en el hombre enfermo la enfermedad de la sociedad, pero la terapia sólo puede comenzar por el individuo. Y no por ello es superflua, pues los enfermos no pueden ser consolados con la promesa de la futura curación de toda la sociedad. Con todo, la terapia tiene que ser consciente de este límite de su posibilidad, en la que se unen laberintos diabólicos psíquicos con otros de tipo social y político. No tiene sentido pleno ni la aplicación de síntomas individuales de enfermedad a la sociedad en general, ni tampoco, a la inversa, la adaptación de una crítica social al caso individual. Las dimensiones son distintas. Se condicionan mutuamente de modo complejo. No se pueden reducir unas a otras, sino en casos raros. Puro absurdo son en la mayoría de los contextos históricos las deducciones monocausales.

Freud no se dejó jamás arrastrar a una discusión con la teología de los teólogos de su tiempo. Su crítica de la religión se dirigía contra «las formas externas de religión» y contra lo que «el hombre de la calle entiende por religión». Se interesaba por las reglas, ritos y símbolos religiosos y sus funciones psicológicas, o sea, por las formas religiosas en el punto de intersección del individuo y la sociedad. Las experiencias religiosas de sus pacientes se limitaban a la religión victoriana en la Viena de aquel tiempo y en la del mundo burgués del siglo XIX. Mientras que sus propios problemas religiosos llegaban, además, como se decía entonces, a la «religión mosaica» de su familia y el judaísmo. Por eso le fascinaba la figura del Moisés de la tradición, en la forma de la estatua de Miguel Ángel en San Pedro in Vincola; la figura de Moisés influía también en el terreno de su sentimiento interior de culpabilidad, cosa que le hizo hablar del «profeta asesinado». Respecto de la religión cristiana era sumamente reservado, por pensar que no la comprendía. Mas Freud descubrió formas patológicas de la religión privada, que se hallan en la historia de influencia del judaísmo, cristianismo y, además, en muchos hombres. Su crítica religiosa se encendía al ponerse en contacto con su interés por la curación y liberación.

      Hay distintas figuras de diálogo psicoterapéutico-teológico:

  1. a) La fe cristiana se puede identificar con lo que Freud criticó como «religión» o «caricatura de una religión». Entonces se le considera como, según Marx, el «peor enemigo de la religión», como él mismo se calificaba a veces. Mas un cristianismo que se identifica de ese modo con la religión atacada y criticada renuncia a su propia crítica de la religión. La correspondiente teología religiosa procedería apologéticamente de la mejor manera, si no rechazara a Freud como arreligioso, sino si probara en su crítica de la religión precisamente las implicaciones religiosas que él mismo criticó. 
  1. b) La fe cristiana tiene que distinguirse continuamente y de forma autocrítica de sus propias formas religiosas, si es que quiere ser cristiana. Entonces fe no es igual que religión, sino que su relación con la religión burguesa y la privada es, con frecuencia, como Yahvé con los Baales, como el Crucificado con el «príncipe de este mundo», como el Dios viviente con los ídolos del miedo. Con la finalidad de hacer esta autodistinción la teología cristiana puede tomar de Marx la crítica de la religión, para separar la comunión de Cristo del fetichismo burgués-capitalista del dinero y el consumo, y la crítica de la religión de Freud, para separar la fe liberadora de la superstición religiosa del corazón. En tal caso se toma la crítica de la religión como agua fuerte, para mostrar en las escorias de la religión acrisolada críticamente el oro de la verdadera fe. De esa forma distinguió K. Barth fe y religión en el tiempo de la teología dialéctica: «Religión es incredulidad, superstición e idolatría».  

Por otra parte, la crítica de la Ilustración contra los ídolos desde Bacon se basa en la impresión de la prohibición veterotestamentaria de imágenes. La prohibición de hacerse imágenes e imitaciones, de adorarlas y venerarlas, quiere proteger la libertad de Dios y la de su imagen viva en cada hombre. Tal libertad se pierde donde los prejuicios de la tradición o las ideas fijas de la ideología aprisionan la razón del hombre. Se pierde donde los hombres adoran sus propias obras, se inclinan ante sus propias creaciones y donde sus objetivaciones adquieren poder sobre ellos. Ilustración de los prejuicios implica, por tanto, liberación de la tutoría de la tradición. Ilustración de las relaciones alienantes de trabajo representa, pues, liberación de la esclavitud que causan. Ilustración de los complejos, desplazamientos e ilusiones psíquicos corresponde a estos movimientos, liberándose mediante esa iconoclastia.

  1. c) La incorporación de la crítica de la religión freudiana como negación de lo negativo para expresar lo positivo propio es teológicamente legítimo; sin embargo, la mera autodistinción de la fe de sus caricaturas en la religión pública y privada lleva con frecuencia únicamente a la no-atención y eliminación de esos fenómenos religiosos. Para superarlos, hay que haberlos entendido. No basta con atribuir al diablo esos fenómenos neuróticos de la religión, para vincularse, por el contrario, a Jesús, tan «incurablemente religioso», como decía Berdiaiev, que no puede existir, a menos de volverse loco, sin ciertos actos de ideas obsesivas o, al menos, sin «algo a lo que pueda agarrarse». De hecho a algunos pacientes ciertas presiones los protegen de caer en la psicosis y su pérdida de realidad. Hay sistemas psíquicos de regulación que esterilizan experiencias positivas y negativas. El sistema de regulación narcisista ofrece protección y supone un peligro al mismo tiempo en cuanto incorpora a un «mundo de símbolos» las idealizaciones absolutamente insoslayables, positivas y negativas, provenientes de la primera fase, concretas primordialmente, es decir, las incorpora a ideas en las que creemos.  

Por eso parece acertado primeramente, en una mediación de los aspectos de verdad de ambas figuras de diálogo respecto de la crítica freudiana de la religión, el «incorporarla» como el «intento de ampliar las condiciones humanas de entendimiento con la dimensión del inconsciente e interpretar su psicoanálisis como método de encontrar sentido». Y entonces hay que preguntar: ¿Cómo se hace libre en la situación del Dios crucificado y cómo desarrolla su humanidad el hombre poseído por coacciones e ilusiones y que, por tanto, se va haciendo apático? La crítica freudiana de la religión debe ayudar a la fe cristiana, no sólo como ciencia auxiliar, a conseguir una comprensión mejor y crítica de sí misma. Su psicoanálisis tiene que mostrarle igualmente las barreras psíquicas con las que puede desarrollar su fuerza liberadora. Debe ser manifestado el homo sympatheticus en el campo de acción del pathos de Dios y la pasión de Cristo allí donde hay sistemas psíquicos de regulación que condenan al hombre a una vida apática.

La ley de la suplantación

 Hacia el año 1907 advirtió Freud los paralelos existentes entre los actos obsesivos de los neuróticos y los rituales de la religión. El neurótico tiende a someterse a un ritual privado, para liberarse de dolor, presión y miedo. Para él hay tiempos especiales que obligan a una observancia más rígida. Hay lugares y objetos que ocasionan miedo de tocar o coacción de observancia. Hay actividades especiales que se tienen que realizar continuamente para que el enfermo no caiga en el pánico. Es cierto que no es consciente del sentido de tales acciones, pero las necesita para sobrevivir. Freud denominó a esta neurosis coactiva «caricatura de una religión privada» y fundamentó el sentido oculto de los actos obsesivos en motivaciones inconscientes. Llegó a descubrirse que estos sistemas psíquicos de regulación, tales como las obsesiones por lavarse, cerciorarse y observar ciertas acciones, determinadas fobias y cosas por el estilo, le sirven al enfermo para tranquilizar y frenar un sentimiento intolerable de culpabilidad a causa de impulsos pasionales de tipo libidinoso.   

  1. a) Las regulaciones neuróticas no tienen un sentido consciente para aquel que les está sometido. Las actividades religiosas públicas están, con todo, simbólicamente plenas de sentido. Sólo cuando los creyentes de las religiones públicas dejan de preguntar por el significado de las acciones y símbolos religiosos, y no los entienden ya, es cuando las exoneraciones se convierten en alienaciones. Los símbolos se hacen ídolos, los rituales, obsesiones. Entonces la religión toma los caracteres de neurosis obsesiva universal. La religión se hace caricatura de sí misma, produciendo hombres enfermos. Vale para este caso la sentencia crítica: «La religión es una neurosis obsesiva universal».
  2. b)De todas formas, Freud creía, a la inversa, que los motivos que empujan al ejercicio de la religión les son desconocidos, la mayoría de las veces, a los participantes y que serían sustituidos por motivos religiosos aparentes. Es cierto que observó que en la religión siempre hubo y hay «reformas a golpes», que reinstauran el contexto originario del sentido, pero que muchas veces ocurre a la inversa, son esos motivos inconscientes los que dominan. La religión anquilosada en el ritual, alienada de su propio sentido puede entonces ser considerada en conformidad con los síntomas individuales de enfermedad como «neurosis obsesiva colectiva», como «neurosis de la humanidad» y con frecuencia ser calificada como «delirio de las masas».
  3. c) Cuando la religión pública se convierte en caricatura de sí misma y no presta ya las renuncias plenas de sentido frente a los impulsos, entonces tampoco lleva al hombre a la madurez ni lo socializa. Lo que hace es recibir funciones regresivas. Freud dudó largo tiempo sobre si el complejo de culpabilidad universalmente extendido y el miedo del hombre ante sí mismo es una realidad fundamental de la existencia humana o si se ha suscitado por la educación religiosa del niño. En el segundo caso, la religión vendría a ser como el remedio curativo para la enfermedad que ella misma produce. Él no solucionó esta cuestión. Ni se podrá solucionar hasta que no se pueda dar la contraprueba mediante una sociedad sin religión, que expanda una salud psíquica total. Por eso ambas tesis siguen siendo por de pronto postulados, no pudiendo ser verificados sino en razón de su fuerza terapéutica. Desde el punto de vista negativo, la religión puede perpetuar un miedo culpable condicionado sociohistóricamente, pero la tesis de la fundamentación meramente histórica de la religión puede hacer al hombre también superficial y banal. Una observación importante es, con todo, que la religión con su moral, sus rituales y símbolos puede caer en la resaca de la regresión. Freud vio en esta función de la religión una «renovación regresiva de los poderes protectores infantiles», llegando a la siguiente conclusión: El Dios personal es «psicológicamente no otra cosa que un padre sublimado». Quien es religioso se ahorra el desarrollar una neurosis individual, o sea, que religión psicológicamente considerada no es otra cosa que una «neurosis obsesiva universal»….

La ley del parricida

 Freud aceptó muy pronto la tesis histórico filosófica de la ilustración, según la cual la ontogénesis puede considerarse coma la repetición de la filogénesis. El desarrollo del niño repite de modo análogo el de la humanidad, de modo que es posible sacar deducciones de la una a la otra génesis. La allendidad antigua de la concepción mítica del mundo se repite en la allendidad presente de la actividad inconsciente de las almas. Metafísica y psicología del inconsciente guardan correspondencia. Freud utilizó esta tesis –prescindamos de si es sostenible o no– para aclarar dos observaciones: a)la religión infantil del padre sublimado, religión que lleva a la neurosis, va acompañada de rebelión contra este super-yo; b)durante unas vacaciones en el Tirol vio aquellos crucifijos que allí son llamados «imágenes de Dios». Esta fusión cristiana del Padre con el Crucificado le pareció a Freud que se basaba en la necesidad religiosa de despotenciar al Padre. «Con ello el complejo de Edipo se le convierte en el problema fundamental de las ‘imágenes de Dios’ del Tirol».

Para explicar estoshechos en el alma infantil y en la religión se sirvió Freud del complejo de Edipo. Es cierto que proviene de la antigua tragedia, por lo que apenas permite deducciones modernas, alegres para la terapia y de tipo optimista, pero señala bien la ambivalencia de los sistemas anímicos y religiosos. El anhelo de protección por el padre va unido al miedo ante su suprapotencia. Los sentimientos positivos llevan a la identificación con el padre, internalizando su autoridad en el super-yo. Los sentimientos negativos imprimen, con todo, a este super-yo caracteres despóticos. De las fobias neuróticas a los animales por parte de los niños dedujo Freud, además, la analogía con las religiones totémicas. En ellas a un animal se le considera santo y, sin embargo, una vez al año es sacrificado y comido festivamente. A Freud le parecía que este animal totémico era una sustitución del padre. Se le venera y sacrifica para recibir su fuerza.

Siguiendo a Darwinhablaba Freud de un primigenio padre de las tribus nómadas poderoso y prehistórico. Éste prohibió a los hijos la posesión de la madre, es decir, los castró, haciéndolos impotentes. Y aunque la madre lo permitiera, los hijos llegarían a ser padres, pero sólo gracias al padre. En ello consiste lo desesperado de la situación de Edipo. Por eso se sublevan los hijos contra el padre y lo matan. Pero permanece el recuerdo de esta culpa originaria, por lo que ellos intentan incorporar en sí mismos al padre mediante el culto expiatorio. «La religión totémica surgió de la conciencia de culpabilidad de los hijos como intento de aplacar este sentimiento y reconciliarse con el padre mediante una obediencia a posteriori... Esa religión convierte en deber el repetir continuamente el crimen del parricidio en el sacrificio del animal totémico».

Es curiosa la mitología de Freud en este punto. Más tarde dijo a sus críticos que es«just a story». Es cierto que él mismo pensaba que no es posible derivar «algo tan complicado como la religión de un único origen». Sin embargo, se permitió la generalización de que todas las religiones, en definitiva, son únicamente intentos de solucionar el único problema que surgió a causa del sentimiento de culpabilidad respecto del padre primigenio. En el cristianismo descubrió en el sacrificio de Cristo un camino así para aplacar el sentimiento de culpabilidad que se pierde en la sombra de los tiempos: «Él marchó hacia allí y ofreció su vida, salvando a la multitud de los hermanos del pecado de origen». La cena eucarística cristiana es igualmente, desde puntos de vista totémicos, una «nueva supresión del padre, una repetición de la acción a expiar».

Cualquier niño de una sociedad patriarcal pasa ontogénicamente por los mismos conflictos. Frente a la autoridad paterna tiene que atravesar una fase intensiva de posturas sentimentales ambivalentes, para posteriormente llegar él mismo a ser padre. Si la filogénesis comienza con aquella revolución de los hermanos contra el padre primigenio, ontogénicamente es esta revolución la que se convierte en el motor permanente de la historia, pues se repite en los conflictos generacionales y de autoridad de todos los tiempos. De esta revolución permanente de la historia surge el parricidio continuamente repetido en sueños, mediante el cual uno se aligera de los conflictos reales, o sea, la religión. Si esta revolución vuelve a hacerse real, se da un eterno retorno de lo mismo. Conforme a este principio epigenético, los hijos se convierten en padres, continuando de generación en generación la corriente edípica. Por esta razón muchos críticos han atribuido a Freud una concepción cíclica y ahistórica de la historia. «Corriendo cíclicamente entre rebelión, sentimiento de culpabilidad y nueva represión, ahistóricamente, puesto que la historia es únicamente un ambiente de muerte». De hecho, Freud, como muestra su constante echar mano de símbolos antiguos de la tragedia, no creía en el progreso como el siglo XIX burgués. Se encontraba bajo la impresión de la culpa, que «continuamente tiene que engendrar el mal». Con constancia expuso la «inclinación congénita del hombre al mal, la agresión, destrucción y, por ende, a la crueldad», cosa que hizo aun sabiendo que «los amados niñitos» no lo oyen con gusto.

El modelo que Freud utilizó para el conflicto padre-hijo y también para los sentimientos ambivalentes en todas las religiones teístas paternales procede de la tragedia y tiene caracteres fatalistas. «Logos y ananke»se llamaban los principios de Freud en la primera época. «Eros y ananke»formulaba él más tarde: «Curación por amor», pero por amor en el terreno de la realidad de la ananke.Uno se pregunta por qué Freud, para explicar simbólicamente la culpa originaria, no echó mano de la historia bíblica del primer pecado que él también conocía. Ésta habla de modo esencialmente más diferenciado de la culpa de la autodivinización, del perdón, del castigo y, sólo después, del fratricidio de Caín y de la no inflicción del castigo. En ella no se refleja fatalismo alguno trágico, pues no domina la ananke,sino el pathos de Dios continuamente interesado por la humanidad del hombre: Representa, por consiguiente, al mismo tiempo una historia de culpa y esperanza.

La explicación del miedo a la culpa mediante la historia de Edipo convierte el parricidio en la ley según la cual hemos empezado. La iconoclastia contra la autoridad del padre se convierte, pues, fácilmente en algo obsesivo. Así como la ananke hace mudo, ciego y no influenciable, de la misma forma se hace apático el hombre que le está subyugado en la imperiosidad de expulsar al padre de su vida para llegar a sí mismo. A partir de sueños y repeticiones rituales tiene que obtener expiación y ganar reconciliación. «Curación por amor» presupone, sin duda, tanto liberación de la autoridad del padre como también del parricidio, de sus repeticiones y expiaciones. ¿Se pueden seguir sumando todavía «amor» y «ananke»? ¿No se debería buscar un amor que rompa también incluso la ananke?....

  1. El principio de la ilusión

Conforme a su explicación de los sueños, Freud llegó a la idea de que la fuerza motriz del sueño es el cumplimiento de los deseos. Los sueños son intentos «de superar el mundo de los sentidos en el que estamos, mediante el mundo de los deseos». Deseos e impulsos reprimidos que buscan su cumplimiento en los sueños. Con ello llegó a una alternativa antropológica fundamental: o los hombres se quedan pendientes del principio del placer y aferrados a la prevalencia de sus deseos, o maduran hasta la aceptación del principio de la realidad, haciéndose cargo de ella tal y como es. La vía para la maduración es el paso del principio del placer al de la realidad. Para el juicio sobre la religión se deduce de ahí la idea de que las religiones cultivan en sus mitos y utopías los «deseos de la humanidad más antiguos, fuertes y necesarios». «El misterio de su fuerza es la de los deseos». La analogía entre deseos infantiles y religiosos es, pues, fácil de descubrir. La religión ha crecido del desvalimiento e indigencia infantil de la humanidad. Sus contenidos hay que interpretarlos a partir de los deseos y necesidades que continúan en la vida madura. En el reino de los deseos, la religión parece ser tal y como lo deseamos. Quien se mantiene en este principio religioso de la ilusión, es considerado como infanti1, tendiendo a la neurosis a causa de su negación de la realidad. Con énfasis pedía Freud en este lugar: «El hombre no puede permanecer eternamente niño». La experiencia nos enseña que «el mundo no es un cuadro de niños». Por lo mismo es necesaria una «educación para la realidad». Si se quiere vivir en este mundo, en el «mundo común» no hay mas remedio que renunciar al mundo infantil de los deseos, que ha surgido de los modos impulsivos. Hay que acabar de una vez con la interpretación de este mundo en el sentido del mundo infantil-instintivo de los deseos.

Con vistas a la religión se deducen de ello dos consecuencias: La religión tiene o que renunciar a la interpretación de este mundo, trasladando su Reino a uno totalmente distinto, o dejarse desplazar por la educación cara a la realidad. El camino de la ilusión a la realidad significa en el segundo caso despojarse de las esperanzas de la allendidad, de un mundo de sueños, concentrando todas las fuerzas liberadas sobre la vida terrena. Esta vía correspondería a la de Feuerbach, convirtiendo a los hombres de «candidatos del más allá» en «estudiantes de aquendidad», de orantes en trabajadores. La religión del más allá se convertiría en la revolución de la aquendidad. Mas para Freud al más allá de las realizaciones de los deseos no lo sustituye utopía alguna de la vida plena. Bien sabía él que por el camino hacia el principio de la realidad «no maduran todos los sueños dorados», sino que casi todos se ajan. En este sentido, en el utopismo revolucionario hay todavía mucho de mala religión.

Para Freud, a la religión y la utopía la suplanta la «sabia resignación» con la que el hombre maduro se acomoda a la realidad, aceptando sus condicionamientos y limitaciones. «La intención de que el hombre sea feliz no está previsto en el plan de la creación». Tampoco los «extraordinarios progresos de las ciencias naturales han elevado la medida del placer». Esto vale también para la vida humana en la afluent society hoy. Incluso la progresiva humanización del hombre y sus situaciones las estimaba Freud como una «esperanza probabilísimamente utópica». Era demasiado consciente de la crueldad radical del hombre, como para asentir a los optimistas de su tiempo. Por cierto, que también él esperaba que «todas las energías que se consumen hoy en la producción de síntomas neuróticos al servicio de un mundo fantástico aislado de la realidad..., sin duda, ayudarían a potenciar el giro hacia esos cambios en nuestra cultura, en los que únicamente podemos ver la salvación para los descendientes». Tal esperanza no era, con todo, muy grande. Freud se mantenía más bien en una postura que se pudiera llamar valentía resignada o resignación valiente. Para él sólo había una postura religiosa trascendental que puede coexistir con el principio de la realidad, y esa postura consiste en el humor o la sabiduría del Qohelet.

Si es acertado que la fe puede aprender del psicoanálisis algo sobre sus propios socios patológicos y, por ende, aprender también algo sobre sí misma, quiere decir que tiene que adorar sus propios deseos y esperanzas. Y si, viceversa, el psicoanálisis quiere aprender algo de la fuerza de la fe, tendrá que trabajar por la superación de la resignación no satisfecha, que Freud colocó en lugar de las ilusiones infantiles.

Una esperanza que se convierte en ilusión no tiene necesariamente por qué estar en contradicción con la realidad. Característico de ella es únicamente su fundamentación en el desear humano. La religión tiene que ver, de hecho, con los elementales deseos y esperanzas humanas, dondequiera que habla de salvación. Por eso tiene que ver igualmente con aquellos deseos que proceden de la originaria confianza infantil y su desvalimiento. ¿Pero basta para la maduración del hombre pasar del principio del placer al de la realidad y de las esperanzas fallidas a la sabia resignación? ¿Es que no representa también la sabia resignación una renuncia a esas esperanzas, estando, pues, condicionada por su defraudación? ¿Debe el hombre mostrar su madurez resignándose y saturándose con la realidad tal cual es, aunque lo haga sin humor? ¿No desemboca fácilmente esta resignación en una postura estoica de apatía, por muy en cuenta que tenga, la realidad y las limitaciones humanas? Ya no acaricia ningún deseo ni espera nada del futuro. ¿Cómo puede mostrar sim-patía y apertura para los deseos y sufrimientos de los demás?

«No desprecies los sueños de tu juventud», dice el marqués de Posa en el Don Carlos de Schiller. Los deseos y esperanzas pueden madurar también con el hombre. Pueden perder sus formas impulsivas de la infancia y su entusiasmo juvenil, sin que se renuncie a ellos. Freud interpretó ante todo los sueños de enfermos y los que hacen enfermar. En ellos descubría una niñez reprimida, impulsos fallidos, vivencias no completas, heridas y frustraciones olvidadas. Por eso apreciaba en el trabajo del sueño aquella regresión con la que volvemos al pasado no superado para vencerlo. La concienciación psicoanalítica de los sueños representa en este contexto un trabajo de recuerdo respecto del pasado reprimido. En el inconsciente se amontona lo ya-no-consciente.

La cultura de los adultos a finales del siglo XIX, en la que Freud vivió, rechazaba tal vuelta a las fases infantiles de desarrollo: era algo que el hombre maduro tenía que impedir. Hoy consideramos tales períodos temporales de regresión no sólo como útiles, sino hasta enriquecedores. Posibilitan el revivir ciertos aspectos de la vida, respecto de los cuales, si así no fuera, se perdería la relación. Abren de nuevo el presente de cara al pasado, actualizándolo. De esta forma, el hombre no se queda, a lo largo de su vida, en los trechos presentes a modo de puntos que se van sucediendo, sino que se vuelve a concentrar en la plena presencia de su vida pasada y presente. La renuncia a la fase infantil mediante la superación del principio del placer puede llevar al hombre maduro fácilmente a la apatía en lo referente a su juventud. Lo que no lo enriquecería, sino que lo empobrecería.

  1. Bloch ha criticado el interés de Freud por la interpretación retrospectiva de los sueños, contraponiendo al principio resignado de la realidad un «más allá del principio de la realidad». Los deseos humanos no brotan únicamente del desvalimiento interior, sino que se relacionan también «potencionalmente» con lo nuevo. Su modo temporal es el futuro, no solamente la vuelta de lo perdido. En los sueños humanos merodea no solamente el anhelo regresivo del seno materno perdido y de un poco de protección, sino, al mismo tiempo, el anhelo progresivo de libertad y la curiosidad por el futuro. Deseos y esperanzas representan una cierta simpatía abierta del hombre cara al futuro, cuando no se degradan convirtiéndose en caricaturas e ideas fijas del futuro.

Con una cierta simplificación se puede decir que en los sueños nocturnos el hombre vuelve al pasado. Pero existen igualmente sueños diurnos y Aristóteles llamó a la esperanza «el sueño del que está despierto». Los sueños son ambivalentes. En ellos se articula no sólo lo ya-no-inconsciente, sino también lo todavía-no-consciente, no sólo lo regresivo, sino igualmente la conciencia utópica. Ambos secondicionan mutuamente: el recuerdo de pasados dolores se puede soñar más allá del presente, y los sueños de futuro hacen volver el recuerdo de la felicidad pasada. Si se analizaran no sólo los sueños de los neuróticos en los puntos más bajos de su enfermedad, sino también los de personas sanas en las experiencias cumbre de su vida, se llegaría, sin duda, a esta doble presencia de pasado y futuro.

No hay duda de que lo que a Freud le interesaba al tratar de la superación del principio infantil de placer mediante la resignación sabia era la constitución del yo, es decir, la libertad. Ella también constituye una utopía, pero de tal naturaleza que, como él pensaba, podría convertirse en realidad. ¿Qué realidad? La base del sentido de la realidad de Freud no habrá radicado únicamente en su moral regida, sino en su valoración de la muerte y del impulso mortal en el hombre. Él no halló un futuro que supere a la muerte, ni se fiaba de los símbolos de la religión contra el miedo y el instinto de muerte.

Si aceptamos el complemento de Bloch a la explicación freudiana de los sueños, la religión aparece incluso más ambivalente de lo que Freud pensaba. Ella conserva los deseos infantiles de la humanidad y, al mismo tiempo, la apertura de la vida cara al futuro. Contiene elementos regresivos y progresivos. Junto con los recuerdos de la humanidad las religiones conservan las esperanzas de la misma humanidad. Aquí hay que aprender a distinguir tan limpiamente como sea posible, para no desplazar con las deformaciones también lo sano aunque deformado.

  1. a)Las regresiones soñadoras a los mundos infantiles de deseos pueden neurotizar si se asocian con el rechazo de la realidad. Pero pueden igualmente enriquecer el sentido de la realidad presente, en cuanto actualizan no sólo potenciando al hombre de ahora, sino a todo el hombre con su historia completa. No existe identidad actual del hombre sin continuidad con su pasado. El hombre está presente con todos los estratos de su vida en continuidad, pues su niñez es parte de su figura actual. A una existencia que comprende en sí su niñez, pertenece también la presencia libre, no forzada y no reprimida del principio del placer, así como la presencia del mundo de los deseos. Aquí no cae bien la resignación sabia, sino la elaboración abierta de los deseos infantiles. Si el hombre se desarrolla en el pathos de Dios hasta llegar a la simpatía y ésta quiere decir apertura, entonces el hombre puede cultivar retrospectivamente la apertura en la situación del Dios crucificado. No hay autoridad alguna exclusivamente presente o futura, de la que tuviera que separarse por sí mismo o por la que tuviera que negar su niñez. «Lo infantil» no es una categoría moralmente degradante.
  2. b)Las «protenciones» utópicas en utopías del futuro pueden igualmente desembocar en el rechazo de la realidad, cuando tal rechazo se expresa en imágenes utópicas contrapuestas al sufrimiento no aceptado, cansado por la actualidad de la propia vida o de la sociedad. La esperanza humanizada de la fe cristiana tiene que atender a que sus símbolos no sean utilizados como ídolos y fetiches del temor al sufrimiento y del rechazo de la cruz. Para ello es preciso mantener continuamente ante los ojos el fundamento de la esperanza cristiana. Tal base radica no en la repugnancia y odio a la actualidad, sino en la situación del Dios crucificado, reconociéndose mediante la penetración en el pathos del Dios que ama y

El símbolo central de la esperanza cristiana, la resurrección, se refiere expresamente a la aceptación por parte de Dios de toda la realidad humana, inclusive de la equivocada culpablemente y condenada a muerte. Por eso la resurrección representa una esperanza asociada indisolublemente con un sentido intensísimo de la realidad. De esta situación brota la libertad de abandonar esas imágenes a-páticas del futurocon las que se superan y compensan sufrimientos pasados y presentes, y aceptar por simpatía los sufrimientos de Dios para abrirse al futuro, también a la muerte, can las esperanzas de Dios.

El utopista inmovilizado actúa de modo supersticioso con el futuro. La imagen apática de éste lo hace apático a él mismo. A un trato libre y humano con el futuro corresponde en tal caso el soñar diurno en el ámbito de fuerza de la pasión de Dios. De ello se deduce que los sueños de futuro que cuentan con las posibilidades de Dios aún no realizadas, no contradicen al principio de la realidad, ni tampoco tienen por qué ser destruidos por el paso a éste. Cuanto más adelante va el desarrollo de la humanidad en la situación del pathos de Dios y cuanto más acepta la realidad del sufrimiento y la muerte en el amor, tanto más pueden madurar también los deseos ysueños infantiles junto con el hombre. Ilustración no quiere decir total aclaración. Maduración no significa convertirse en realista totalmente sereno, resignado o hasta cínico, que lo único que sabe hacer es sonreírse compasivamente de la juventud propia y de la de los demás. Clarificación de los deseos y esperanzas conduce a deseos yesperanzas decantados y conscientes, no a despedirse de ellos.

Es indudable que el término «ilusión» suena mal, pero verbalmente quiere decir trasplantarse al futuro, poner en juego hasta el fin sus posibilidades, para hallar las que merecen la pena realizarse; cristianamente quiere decir también jugar con las posibilidades en la historia de Dios y desarrollarse dentro de ellas. La oración puedeser mera proyección de deseos surgidos del rechazo de la realidad. Pero en la situación de la pasión de Dios puede ser también un adentrarse en la vida divina y recordar a Dios, pensando con él. En tal caso la apertura de la oración lo es cara a la historia de Dios para el futuro suyo. El futuro de Dios depende de esta apertura en su historia, pues es, desde el punto de vista teológico, el «gemido del espíritu», que grita por la plenitud y cumplimiento de la vida divina en el mundo del orante.

«No desprecies los sueños de tu juventud», dijo Schiller. Y se podría añadir: No los reprimas ni los fijes en su figura infantil, sino trabaja en y con ellos, y deja que maduren contigo. La apertura cara al futuro está condicionada por la que se tiene de cara al pasado. La continua fidelidad a la esperanza se asocia alternativamente con la fidelidad a la tierra. La fe cristiana se comprende a sí misma, dado el recuerdo del resurgimiento de Cristo, como fidelidad a la esperanza y, acordándose de la cruz de Cristo, se considera como fidelidad a la tierra. Al introducir la esperanza en esta historia de Dios, libera en orden a la aceptación de la vida humana, aceptación capaz de sufrir y amar.

Desarrollando el hombre su humanidad siempre en relación con la divinidad de Dios, entonces esta divinidad y, consecuentemente, su humanidad puede tener un aspecto bien diferente. Freud ha mostrado la correspondencia que existe entre los sistemas psíquicos de regulación de la represión, del complejo de Edipo, el narcisismo y la ilusión, con los sistemas religiosos y, a la inversa, mostró igualmente que éstos corresponden a aquellos. Son las dos caras de la medalla. Representan formas psíquico-religiosas de una humanidad reprimida e impedida, enferma y que lleva a la muerte. Su carácter fundamental dominante parece ser la a-patía. Hay situaciones de humanidad enferma y agobiada, y lo que hace enfermar y oprime se expresa precisamente en esos sistemas reguladores, que deben proteger la vida de la enfermedad y el avasallamiento.

Si entendemos la fe cristiana como desarrollo de la humanidad capaz de sufrir y amar en la situación de la pasión de Dios, entonces no la afecta la crítica psicoanalítica de la religión. Y si noes alcanzada por el1a, porque no expande a-patía en lo siempre idéntico, sino, al contrario, porque hace superflua y destruye la apatía humana en fuerza del conocimiento de la pasión de Dios, entonces esa fe representa un aliado en el intento de la liberación del hombre frente a los dioses y leyes de la represión, el egoísmo, el parricidio y la ilusión. En orden a la liberación del hombre enfermode sus laberintos diabólicos psíquicos ofrece no sólo esa racionalidad crítica y fortaleza del yo,movilizado con frecuencia contra las estrategias psíquicas del mal, sino también esa nueva vivencia espontánea, que necesita como de su atmósfera esa racionalidad crítica, para poder desarrollarse libremente.

La lógica de los instintos es manifiestamente distinta de la de la razón y no siempre se deja impresionar por ésta. Por tal causa, la lógica de la razón necesita de un nivel correspondiente de instintos y sentimientos, sobre el que ella se pueda desarrollar libremente. Al nivel de los sentimientos necesita también una postura de resistencia contra el miedo y la amenaza de la muerte, es decir, necesita un amar a la vida, orientador y esclarecedor de la razón. Existen decisiones fundamentales de interés, que posibilitan la racionalidad y dirigen el empleo humano de la misma.,,,

Al nivel de los sentimientos e instintos, el hombre «piensa» valiéndose de intuiciones y símbolos. El pensamiento racional depende para su libertad de intuiciones y símbolos, como lo muestra el lenguaje, que no quiere estrechar e inmovilizar el pensamiento, sino abrirle su espacio libre. La simbólica cristiana, que representa la situación del hombre en la pasión de Dios, que mantiene viva su recuerdo y abierta su esperanza, que vivifica su simpatía no puede ser, si se entiende rectamente, ningún sistema regulador supersticioso, dogmático y patológico. Esa simbólica no hace surgir una racionalidad a-pática de dominio, sino una razón com-pasiva. «Conocemos en la medida en que amamos», decía Agustín, convirtiendo con ello al amor en principio posibilitante de conocimiento. La simbólica cristiana de la situación del hombre en el pathos de Dios desemboca en el conocimiento amante y sufriente del hombre. Por eso no puede menos de incorporar la iconoclastia crítico-religiosa y la liberación psicoterapéutica del hombre frente a sus círculos diabólicos y desarrollar, paralelamente a aquéllas, la propia crítica profética contra el culto a los ídolos.

Toda terapia tiende a la salud.Pero ésta representa una norma cambiable y condicionada históricamente. Si en la saciedad de hoy salud llegara a significar «capacidad de trabajo y de disfRute», como también hubiera podido decir Freud, y si tal concepto de salud llegara a dominar también la psicoterapia, entonces la interpretación cristiana de la situación humana tendrá que cuestionar en todo caso el culto coaccionante a los ídolos que se practica mediante la producción y el consumo, desarrollando luego otra humanidad. El sufrimiento a causa de una sociedad superficial, activista, a-pática y, por ende, inhumana puede ser una señal de salud espiritual. En este sentido hay que asentir a la sentencia de Freud: «Mientras el hombre sufra, puede hacer todavía algo bueno».

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