"No necesitáis que vengan de fuera 'obispos fantasmas' con teorías ilusorias de sede-vacantismo" Obispo de Burgos, monjas de Belorado y comunidades de vida evangélica

Todos  somos  “laos”, pueblo de Dios (cf. 1 Cor 12-14) y formamos comunidades de vida “evangélica”  o cristiana” (CVX-CLC)

En ellas cumplen una función importante los “ministros jerárquicos” (obispos, presbíte­ros, catequistas, misioneros, órdenes y congregaciones de vida religiosa… (cf. 1 Cor 12, 27-31). Pero, en principio,  todos estamos llamados a realizar funciones carismáticas y/o ministeriales como las monjas de Belorado

 No entro  en la  disputa que ellas mantienen con el obispo de Burgos,  aunque volveré a ella al final de esta reflexión. Aquí me ocupo básicamente de dos cosas. (1) Del amor que se hace servicio episcopal en la iglesia. (2) Del surgimiento de comunidades de Evangelio

"Formáis parte de la iglesia de Burgos, en el cruce entre Castilla y la Rioja… Tenéis un ancho y hondo evangelio para vivir, profundamente, sin glosa, como quería Francisco, vuestro padre"

AMOR COMO SERVICIO, MINISTERIOS CRISTIANOS[1]

El Nuevo Testamento no ha fijado una tabla de ministros permanentes, de manera que las primeras comunidades tuvieron formas diferentes de entender y animar la tarea ministerial/sacerdotal de Cristo. El evangelio de Mateo alude, por ejemplo, a profetas, escribas y maestros. Pablo destaca a los apóstoles, profetas y doctores, en unas comunidades en las que todos son ministros (diáconos) de la obra de Jesús. El libro de los Hechos habla de presbíteros y diáconos, pero sin darles una estructura inmutable, de manera que el abanico de de sus tareas varía según la experiencia de Jesús y las necesidades de las iglesias.  

 - En el principio está el Dios de Jesús  Aunque reciba el encargo de la Iglesia, el ministro es un testigo, un enviado de Jesús, y sólo puede realizar su función porque se sabe amado/llamado por   Jesús y le responde amando (cf. Jn 21). El ministro sabe que la vida, siendo suya, no le pertenece. Jesús ha salido a su encuentro, le ha llamado por su nombre, le ha ofrecido el secreto de su amor y le ha invitado: ¡Vende lo que tienes, dáselo a los pobres, ven y sígueme (Mc 10, 21 par).

La Misericordia en los Tiempos Finales: Franciscanos

El ministerio deriva la comunidad. Sabes que Jesús no ha seguido llamando externamente, de un modo inmediato a los portadores de su evangelio, sino que ha debido hacerlo a través de la comunidad, por la que llama a sus ministros, que son delegados de Jesús siend o representantes de los otros fieles, a cuyo servicio actúan. Si alguien afirma que es un enviado de Jesús y no explicita su misión desde la comunidad, si alguien predica el evangelio y no se encuentra dentro de la vida de la iglesia, su encargo y su misión acabarán siendo baldíos. No todos pueden tener en la iglesia las mismas tareas (aunque cada uno tiene la suya, que es muy importante). Sólo algunos son representantes oficiales de la comunidad, en cuyo nombre actúan, como misioneros, predicadores o celebrantes.

- Finalmente, el ministerio implica una decisión personal. Un cristiano puede y debe ser convocado por la comunidad, representada por su obispo. Pero sólo podrá ser ministro si asume la invitación y quiere (decide) poner su vida al servicio del evangelio. La Iglesia es un espacio de libertad, por eso ella no puede imponer una tarea a los ministros, a no ser que ellos la acepten. Me han ofrecido un encargo que me transciende y yo puedo responder de manera afirmativa, poniendo mi persona y mi trabajo, lo que soy y lo que puedo en manos de la comunidad. Pero sé también que ella puede retirarme ese encargo, de manera que vuelvo a ser como el resto de de la comunidad, compartiendo el sacerdocio común de los fieles.

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 Sólo puede ser ministro de la iglesia alguien se deja transformar por el amor de Jesucristo: «Simón: ¿me amas?» (cf. Jn 21). Así pregunta Jesús, y Simón Pedro respondió “te amo”, escuchando después la palabra de encargo de Jesús: “Cuida mis ovejas”. La tarea ministerial tiene otros rasgos que aquí no puedo destacar, pero ella se define básicamente en términos de amor, como todo en la Iglesia cristiana. Sólo puede ser ministro de la Iglesia alguien que se sepa amado por Jesús, recibiendo, al mismo tiempo, el encargo de la comunidad que le ofrece una tarea al servicio de la misma Iglesia, como indicaré insistiendo en la importancia de su madurez y entrega personal, como han puesto de relieve, con matices distintos, protestantes y católicos.

(1) Los protestantes acentúan la trascendencia de la palabra de Dios sobre la vida del ministro y de la iglesia, de forma que tienden a establecer cierta dicotomía entre el servicio eclesial, centrado en la predicación del mensaje, y la vida personal o familiar de los ministros, aunque en general suponen que para ser buen ministro de Jesús y de la iglesia el presbítero u obispo ha de estar bien arraigado en la vida de la comunidad, a través de una familia.

(2) Los católicos ponen más de relieve un tipo de encarnación de la palabra y piensan, de un modo paradójico, que para ejercer bien su función los ministros tienen que renunciar a una forma de vida matrimonial (y familiar), de manera que, por ley (no por evangelio) han de ser célibes.  

Dentro de la iglesia católica hay servicios que no exigen celibato: Trabajos catequéticos, organizativos o de caridad. Sin embargo, episcopado y presbiterado han tendido a vincularse jurídica y vitalmente al celibato, por razones sacrales (se pensaba que el amor sexual creaba un tipo de “mancha” en los ministros) y económicas: Los ministros casados tendían a transmitir en herencia su “orden” a los hijos, creando así una situación de “nobleza” hereditaria de tipo feudal.

Sin duda, en un sentido, el celibato ha cumplido un servicio, y puede  hacerlo en el futuro, siempre que no se imponga como ley obligatoria. Por otra parte, las condiciones de la vida cristiana y de la sociedad han cambiado (tanto en la visión de la pureza sacral como en la visión de un orden clerical hereditario). Estoy convencido de que, en un tiempo no lejano, la iglesia establecerá ministerios de presidencia eucarística y predicación que no estén ligados al celibato que, a mi juicio, puede empezar  a interpretarse de forma menos legal y obligatoria

  Por eso, en determinadas circunstancias personales y sociales, para bien del ministerio y de la Iglesia en su conjunto, para que pueda celebrarse la eucaristía en todas las comunidades, resultará conve­niente y quizá necesario que la iglesia confíe el ministerio presbiteral y episcopal a cristianos (varones o mujeres), sin obligación de celibato. Así lo supone y exige la praxis antigua, el diálogo ecuménico y la situación actual de las comunidades, pues lo que importa no es el celibato o no celibato, sino la madurez en el amor, para servicio de Iglesia.  

El celibato sólo tiene sentido en la medida en que capacita al ministro para una mayor madurez personal y entrega comunitaria: Si la entrega no es honda, si desaparecen los lazos de la unión con la comunidad... el celibato acabará estando vacío. Lo determinante no es el celibato, ni el matrimonio de los “clérigos”, sino su madurez en el amor, como supone desde el principio la tradición cristiana. Lo determinante es que las iglesias puedan proclamar la fe y celebrar la fiesta de Jesús. Si impide que muchas comunidades puedan celebrar la eucaristía el celibato de los ministros va en contra del principio de la vida de la Iglesia. En esa línea se puede (quizá se debe) recuperar desde una perspectiva nueva  la “legislación” de las iglesias pos-paulinas: 

  Quien aspira al episcopado, desea hermosa tarea. Pues el obispo debe ser irreprochable, marido de una mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospitalario, capaz de enseñar, no bebedor ni pendenciero, sino amable, no contencioso, no avaricioso. Buen gobernante de su casa, con hijos sumisos en toda dignidad, pues si no sabe presidir su propia casa ¿cómo cuidará la Iglesia de Dios? No sea neófito: no se envanezca y caiga en condena del diablo. Tenga buena reputación entre los de fuera, para que no caiga en descrédito y lazo del diablo (1Tim 3, 1-7).

       El obispo del que aquí se habla es una persona encargado de la supervisión eclesial, como padre de familia del conjunto de los fieles. Esta norma supone que en cada iglesia (y comunidad doméstica) debe haber alguien que anime, enseñe y represente a los cristianos. Quizá no había en aquellas iglesias  una estructura monárquica estricta (con un obispo “monárquico” para en cada comunidad), pero entre el grupo de “ancianos” (cf. 1 Tim 5, 17-19) que presidías normalmente la comunidad había algunos que actuaban como obispos, es decir, como ministros especiales al servicio de la Iglesia. Éstas son, significativamente, las cualidades que  esos ministros habían de tener:

Monasterio de Clarisas de Santa Clara, Belorado (Burgos) - Delicias ...

−Quien aspira al episcopado... El ministerio se ha vuelto apetecible, pues confiere honor a quien lo obtiene. Estamos lejos de la tradición mesiánico-profética de Mt 8, 18-22 par: "Las aves tienen nidos, las zorras madrigueras, pero el Hijo del humano no tiene donde reclinar la cabeza", "que los muertos entierren a sus muertos". Estamos igualmente lejos de Pablo, para quien el ministerio no es honor, sino tarea difícil, comprometida (cf. 1 Cor 12-14). El obispo se vuelve personaje honorable, y lógicamente ha de ser un hombre ejemplo: Buen padre de una familia extensa, bien jerarquizada. Es normal que surjan candidatos.

−Desea una tarea hermosa: nombramiento ¿Quién lo elige? ¿Hay un rito especial de investidura? No sabemos. Es probable que intervenga un profeta o carismático eclesial, escogiendo "en Espíritu" al más adecuado (cf. Hech 13, 1). Ha de haber asentimiento de la comunidad, que acepta a su “obispo”. El rito de institución se realiza a través de la imposición de manos del presbiterio, que tiene una autoridad propia, colegiada (sus miembros son presbíteros por edad y situación en la iglesia, no por elección) yque la delega en el obispo (1 Tim 1, 18; 4, 14). Todo se realiza en contexto de plegaria. Poco más podemos añadir, aunque el mismo "Pablo" sigue diciendo a Timoteo "no te apresures a imponer las manos " (1 Tim 5, 22), suponiendo que tiene (o confiriéndole) autoridad para establecer la jerarquía (cf. Tit 1, 5).

− Obispo, buen patriarca. La tradición sinóptica exigía ruptura familiar para seguir a Jesús. Ahora exige lo contrario: Una buena familia, un buen matrimonio, constituyen el mejor "seminario" de formación episcopal. En contra de una tendencia ascética (propia de un tipo de celibato posterior), este Pablo de 1 Tim supone que sólo puede ser "obispo" (y presbítero o diácono) un buen padre de familia: Varón probado, capaz de educar y dirigir a los suyos, pues sólo quien “ama” en su hogar puede amar en la comunidad, que es la casa grande de los cristianos. Lógicamente, el texto aplica al obispo los códigos domésticos (patriarcales) que aparecían ya en las Cartas de la Cautividad (Col y Ef). La iglesia ha querido dialogar con la cultura del ambiente y una forma de hacerlo ha sido asumir su esquema patriarcal, de manera que los cristianos aparezcan como institución honorable... presidida por varones. De esa forma, ella ha rechazado la libertad e igualdad evangélica de las mujeres, que parecía importante en el mensaje de Jesús y en el ministerio de Pablo.

Marido de una mujer, que haya educado bien a sus hijos… Quizá se está indicando aquí que el obispo sólo puede haberse casado una vez, permaneciendo soltero tras su posible viudez; de esa manera se pondría de relieve la importancia del amor único, de la fidelidad al matrimonio establecido. Pero es muy posible que esta norma haya surgido en un contexto donde aún era posible la poligamia (como sucedía entonces en algunos ambientes del judaísmo). En ese caso, esta ley exige que los ministros de la Iglesia sean monógamos, hombres fieles a su única mujer, buenos educadores de sus hijos. El redactor de este pasaje, con la Iglesia que está en su fondo, habría visto que era difícil vincular la poligamia con el amor hacia la iglesia que han de mostrar los ministros.

 −Capaz de enseñar. El obispo ha de ser hombre de palabra. Eso supone quedebe tener conocimientos, no ya sólo por experiencia pascual (¡ha visto al Señor!: cf. 1 Cor 15, 3 ss), sino por un aprendizaje establecido dentro de la iglesia. No se manda expresamente que sepa saber leer o que conozca de manera directa la Escritura, pero el contexto lo supone, como muestra 2 Tim 3, 15-16 al decir que el trabajador del evangelio ha de estar afianzado en la Escritura, para oponerse a las novedades de "los últimos días, enseñando bien la verdad. El texto supone aquí que el ministro (hombre maduro en amor familiar) ha de ejercer su ministerio a través de la palabra.

−Hospitalario, hombre de paz. La iglesia es una casa que acoge a los que llaman y, de un modo especial, a los cristianos del entorno. Por eso, el obispo ha de ser hospitalario: Más que el mensaje hacia fuera (misión paulina) importa aquí el testimonio de vida y acogida personal. Esta función ha de realizarla no sólo en la “gran casa” de la Iglesia, que él dirige (una iglesia que acoge a peregrinos, enfermos, marginados…), sino en su propia casa, lo que implica que su esposa (toda su familia) ha de ser igualmente hospitalaria. Esto nos sitúa ante el estilo de vida que ha de mantener el obispo, en el centro de una familia, que ha de ser ejemplar para el conjunto de la comunidad. En esa línea, el texto habla de las dotes de las “mujeres” (1 Cor 3, 11), que pueden ser esposas de los obispos (que comparten de algún modo el misterio de sus maridos) o diaconisas de la Iglesia (que tienen su propio ministerio femenino).

       Conforme al primer sentido, nos hallamos ante un ministerio que está representado por un obispo varón, pero con un ministerio extendido a toda su familia, que así aparece como “familia ministerial”, al servicio de del evangelio. Ciertamente, hay un obispo que realiza la tarea básica, pero es un “obispo en familia”, de manera que sus dotes y funciones han de extenderse de un modo particular a su esposa, que ha de ponerse y se pone al servicio de la tarea del evangelio, en sobriedad, en ejemplo de amor, en acogida.

Como podrá, faltan en esta descripción cualidades exigidas más tarde por la iglesia: No se dice que el obispo sea un digno presidente de la eucaristía (esa no parece una función episcopal); tampoco se le atribuye la disciplina penitencial (que quizá pertenece al conjunto de la comunidad), ni se le exige celibato, sino todo lo contrario, pues se afirma expresamente que sólo puede ser ministro “especial” de la Iglesia un hombre casado, que tenga una familia digna del evangelio. El "obispo" de 1 Tim es un servidor comunitario, hombre de palabra (capaz de enseñar), hombre de comunión (capaz de promover la unidad comunitaria). No aparece como jerarca; pero ha de ser “hombre de comunión familiar”, de manera que su ministerio resulta inseparable de su testimonio de familia (de la vida de su familia).

     La función del obispo (varón casado, responsable de una pequeña familia ejemplar y animador de la casa grande de la iglesia) es básicamente  individual (aunque, como he dicho, su función está muy vinculada al conjunto de su familia). En otra línea, los presbíteros forman un cuerpo (senado, gerousía) de ancianos que animal colegialmente la vida de la iglesia (como suponía 1 Tim 4, 14). La distinción entre presbíteros y obispos no parece aún fijada en estas iglesias (hacia el 120 d. C). Había posiblemente comunidades más “judías”, presididas por un grupo de presbíteros varones, y otras más helenistas, dirigidas por un obispo-supervisor, y otras mixtas (con obispos-presbíteros, como la nuestra). Pues bien, en ningún caso se pide a los ministros de la Iglesia que sean “célibes”, sino todo lo contrario, pues se supone que han de ser casados, de manera que su “buen matrimonio” aparece como signo y garantía de su ministerio eclesial, como sigue suponiendo un nuevo texto:

  Te dejé en Creta, para que organizaras rectamente lo restante y designaras presbíteros en cada ciudad, como te mandé: alguien que sea irreprensible, marido de una mujer, con hijos creyentes, no acusados de disolución ni rebeldía. Porque el obispo debe ser irreprensible como ecónomo de Dios, no soberbio ni iracundo, no borracho, pendenciero ni deseoso de dinero injusto, sino hospitalario, hombre de bien, prudente, justo, santo, continente, que acoge la palabra hermosa de enseñanza, pudiendo así exhortar con sana doctrina y refutar a los contradictores (Tit 1, 5-9).

      No queda clara la distinción entre presbíteros y obispo, pues el texto pasa de presbíteros (en plural) a obispo (en singular). Estrictamente hablando, ambas funciones pueden completarse: los presbíteros aparecen en plural por su función y sentido colegiado; el obispo en singular, aunque su función puede tener un carácter genérico y referirse a uno o varios obispos en general. Sea como fuere, también en este caso, esta “ley eclesial supone que la buena función de los ministros exige que ellos sean casados, buenos padres de familia, maridos de una sola mujer.

     En ese sentido, el amor eclesial (el servicio del evangelio) está vinculado a un buen amor familiar. De todas maneras, la iglesia católica posterior se ha sentido capacitad para marginar esta “ley paulina”. Eso indica que la concreción del “amor ministerial” y su relación con el celibato puede cambiar cambiará en el futuro de la Iglesia.  

La Rioja de la A a la Z: BELORADO - Burgos

COMUNIDADES EVANGÉLICAS. VIDA CRISTIANA [2]   

Según la tradición, los estados principales del cristiano han sido: Ministerio ordenado, vida religiosa y matrimonio. Esa tríada refleja antiguas divisiones ternarias de la sociedad (sacerdotes- soldados-trabajadores; clérigos-nobles-campesinos; brahmanes-ksatriyas-vaysias), es más platónica (o hindo-europea) que cristiana, y debe revisarse desde el evangelio, pero nos sirve para introducir el tema:

– Los ministros se ocupan del mensaje de Jesús y del servicio de la iglesia. Tan grande es el misterio de Dios que ellos representan que su vida privada tiende a quedar en la penumbra, por un tipo de ley del celibato (propia de los sabios platónicos), en el segundo milenio de su historia. Así renuncian a un tipo de vida privada y prescinden de una forma de relación matrimonial, para actuar como portadores de una palabra que les transciende, signos de un amor separado de la “carne”. Según la tradición de la iglesia latina, para hacerse signo de hermandad y lugar de comunión, los ministros de oficiales de la iglesia han debido renunciar al matrimo­nio.

Los religiosos representarían el aspecto más carismático en la Iglesia. La vida religiosa no surge con el fin de proclamar la palabra y congregar a los creyentes. Tampoco brota de la unión hombre-mujer; su amor se expresa a través del surgimiento de grupos de amistad, unidos por lazos de confianza, convivencia y trabajo en favor del evangelio. Nace, más bien, para formar dentro de la iglesia un orden nuevo de existencia liberada y comunitaria, unida a Dios y abierta en amor a los hermanos.

En ese contexto se ha dicho que la vida religiosa es sacramento de la amistad de Cristo, un signo intenso de la llegada del Reino. Pero aquí no quiero hablar de vida religiosa, en el sentido tradicional del término (monasterios, órdenes religiosas,  congregaciones de vida activa), sino más bien de vida evangélica (vida según el evangelio), conforme a la terminología franciscana, propia de las ·monjas” de Belorado.

1.Amistad/amor comunitario, principio de la vida evangélica. En medio de una tierra sin amor, quebrantada por la falta de solidaridad y el olvido de los pobres, los religiosos (=que han optado por una vida de tipo “evangélico” actualizan el testimonio de caridad del Cristo que ha venido a curar y consolar a los perdidos, creando espacios y caminos de amor sobre la tierra).

En ese sentido, la “vida religiosa” puede y debe definirse, sin más, como vida evangélica, una vida que se puede organizar fuera o dentro de monasterios de clausura,  conforme a un derecho que viene de le Edad Media.  Entendidos así, los grupos de “vida evangélica” no pueden ni deben estar bajo obediencia especial de los obispos,  sino en comunión con ellos, como todos los cristianos.

A mi entender, el sometimiento actual de los “comunidades” de vida evangélica, bajo el poder canónico de los obispos, me parece opuesto a la diversidad de carismas que propone San Pablo en 1 Cor 4 12-14. Las comunidades de vida evangélica forman parte de la iglesia, con otros grupos de cristianos, pero sin hallarse bajo un sometimiento  especial (canónico), de  los obispos, como si vivieran por permiso de ellos. Esas comunidades han de estar en comunión con el obispo, con los presbíteros del lugar y con el resto de los cristianos,  pero no depende de ellos, sino que tienen su propia autonomía, su misión y tarea dentro de la iglesia..

Ciertamente, quedan muchos “flecos” sueltos, es decir, muchos temas que deben se precisados, especialmente el de la “celebración eucarística”. Es normal que las comunidades evangélicas celebren la eucaristía con el resto de los cristianos del entorno, en lugares y tiempos comunes, o en tiempos y lugares propios, que deberán ser precisados. Sería normal que esas comunidades tuvieran cierta autonomía,  con celebrantes propios o compartidos con otros grupos y comunidades de cristianos, varones y/o mujeres, conforme a principios o normas de conducta que deberán precisarse en cada caso, pero siempre con amplitud de miras, sabiendo que lo importante es la   creación de comunidades evangélicas de vida cristiana.

Éste es, a mi juicio, el tema pendiente, del que depende el futuro de la iglesia. Nos hallamos en medio de un gran cambio, ante una transformación evangélica cuya hondura y amplitud se nos escapa, ante un nuevo tiempo de misión. La solución no está resistir, hasta que lleguen tiempos mejores. La única forma de resistir es recrear las comunidades, y en nuestro caso las “comunidades evangélicas”, como herederas de las antiguas comunidades o monasterios de vida religiosa,

Prefiero hablar de comunidades de vida evangélica (¿de vida cristiana?) más que de monasterios o vida religiosa (título demasiado genérico, vinculado con un tipo pasado de clausura y contemplación que debe quizá precisarse).  Este tipo de vida   se define ante todo como experiencia de comunión evangélica entre personas, en una línea de amor/amistad profunda, liberada y liberadora. Es vida de hermandad/fraternidad entre creyentes,   para crear sobre este mismo mundo un espacio abierto de comunión de bienes (pobreza), de búsqueda compartidad del Reino de Dios (obediencia/escucha a la palabra) y de comunicación afectiva (comunión de amor o castidad).  

Ésta es una vida que se asume por gracia de Dios, siendo al mismo tiempo una vida que se profesa, en forma de  profesión o compromiso, por el que los religiosos (los componentes del grupo de vida evangélica) se prometen mutmanete fidelidad y comunión, comprometiéndose a vivir en amistad, como grupos estables de contemplativos y activos, dentro del gran ámbito de seguidores de Jesús.

Por un lado, la comunidad de vida cristiana (=evamgélica) se compromete a ofrecer a cada miembro un espacio rico de amistad y vida, ofreciéndole sus bienes, sus tareas y su afecto. Por otro lado, el candidato ofrece la palabra de «profesar» y profesa, prometiendo compartir su vida con los hermanos, en el contexto de la comuni­dad, cultivando sus valores y aceptando su forma de existencia. Sin esta doble palabra de fidelidad de la comunidad como grupo y del religioso como individuo no existe vida religiosa. En esa línea, yo la defino como lugar o institución donde, apoyándose en Jesús, un grupo de personas se comprometen a cultivar, de manera permanente y comunitaria, abierta y celibataria, la amistad y búsqueda evangélica.

Ciertamente, esa amistad ha de expandirse y reflejarse en el cuerpo de la iglesia. El religioso, liberado y educado en el amor a través de la vida comunitaria, ha de estar dispuesto a vivir en amistad libre y comprometida en su comunidad, pero abriendo, al mismo tiempo, su amor a todos los cristianos, a todos los hombres. Esta será, a mi juicio, su misión más alta: Cultivar y regalar amistad en una tierra que se encuentra atenazada por el hierro de la soledad y competencia entre los hombres, como intentaré mostrar con más detalle, estructurando mi discurso en tres niveles: Encuentro con Dios o consagración, apertura interhumana o comunión, y apertura misionera hacia los hombres. 

Amistad fundada en el encuentro con Dios o consagración.

            El cristiano que forma una comunidad de vida evangélica no se limita a cultivar una amistad espontánea, desde el gusto del momento, con aquellas personas que le agradan, sino que busca u cultiva una amistad fundada en la “consagración”, que se expresa en una experiencia especial de Dios. La vida religiosa nace allí donde se ofrece, se acepta y se reitera una palabra de amistad definitiva, en un contexto de personas espiritualmente motivadas, que tienden a formar grupo permanente, más allá de los límites de la vida de cada uno.

La profesión religiosa no es un cheque en blanco: El monje no entrega vida en manos de un grupo de personas a las que no conoce todavía plenamente, pues antes de la profesión hay una especie de «noviazgo», un espacio de tiempo dedicado al conocimien­to mutuo, a fin de que el candidato pueda tener experiencia de la “orden” o congregación religiosa en la ingresa, y ésta, a su vez, conozca al candidato. Sólo así la profesión se vuelve válida, por cada una de las partes y las dos pueden ofrecerse palabra de permanencia en amistad: la congrega­ción como grupo y el candidato como individuo.

 ¿Quién garantiza la firmeza y estabilidad de la profesión? ¿Quién ofrece a la Orden/Congregación y al religioso en concreto la garantía de que podrán vivir de manera permanente conforme a la palabra de amistad que se han otorgado? ¡El Dios de Jesucristo! Conforme a la tradición de la Iglesia, Jesús mismo actúa como testigo y garante de la profesión, en el centro de una iglesia que acepta esa amistad como lugar y signo de evangelio. Sin una profunda vinculación eclesial y sin un proceso fuerte de búsqueda de Dios y su misterio, la profesión religiosa resulta inexplicable.

El que vincula a los hermanos/amigos,  desde arriba (es decir, desde dentro) en amistad abierta a la vida eterna, es el Dios de la alianza/amistad en quien confían. Cada miembro de la comunidad es un místico: Bebe en la fuente del Dios de Jesús, cultiva en oración su gracia, actualiza su presencia... Pero sabe también que esa vida de oración no se realiza bien a solas. Por eso busca un espacio de oración, esto es, un grupo de amigos que le ayuden a escuchar a Dios y a traducir su gracia en forma de vida compartida. Tanto cada miembro como él como la comunidad en que se integra saben que no están haciendo un gesto en el vacío: Al fondo de su palabra de amistad definitiva, palabra que compromete a la congregación y al candidato, se expresa el misterio del Dios de Jesús que es alianza de amistad para siempre.

En ese sentido la comunión de vida evangélica es una «república de místicos», o, si esa frase suena altisonante, una «comunión de orantes». Ciertamente, el místico es en un sentido un solitario: «Ha descubierto a Dios, ha superado los niveles de una vida dispersa entre los otros; deja el mundo y los amigos con el fin de concentrarse en el cultivo de su vida interna». Pero, en otro sentido, al mismo tiempo, si el miembro de una comunidad de vida evangélica fuera un solitario cerrado en sí mismo,  si la mística estuviera necesariamente unida a la soledad del individuo, la vida evangélica resultaría imposible y las comunidades acabarían siendo agru­paciones de insociables, unidos para defender su soledad de los peligros de este mundo. Pues bien, en contra de eso, la experiencia del misterio de Cristo se expresa en forma de comunidad de hermanos/amigos.

Los miembros de las comunidades evangélicas han de ser contemplativos, pero no orantes solitarios que se encierran para vivir en exclusiva la presencia del Dios de Jesucristo. Ellos saben que el mandato de «amarás a Dios con todas tus fuerzas» se explicita en el «amaos los unos a los otros». En el lugar de unión de esos mandatos, allí donde el encuentro con Dios se traduce en la emergencia de una comunidad de amigos nace y crece la vida reli­giosa. La amistad que la define se concretiza y expande en niveles de confianza, benevolencia, afecto, oración y compromiso activo, y así puede permanecer por encima de los cortes, rupturas y problemas normales de la sociedad: Está arraigada, y permanece sobre las inclemencias de tiempos y culturas, en el suelo firme del Dios que es el amigo originario, encuentro de personas (Padre-Hijo), comunión permanente.

Saben los religiosos que en la iglesia existen otras formas de vivir el amor y de explicitar la amistad. Por eso son humildes, tolerantes. Pero, al mismo tiempo, descubren que su forma de amistad merece la pena: su encuentro con Dios, debidamente cultivado en oración personal y comunitaria, se traduce en el gozo y la belleza de una unión poderosa, evangélica, al servicio de los pobres. Yo mismo he vivido así durante más de cuarenta años; un día me dijiste que había merecido la pena.

El centro de la vida evangélica es la comunidad.

 En el principio está la apertura a Dios; en el centro ha de estar la comunión de “amigos”, como indican de un modo general los “votos”, entendidos en forma de compromisos de comunicación  personal.

  • - En su formulación negativa, los votos definen los límites extremos de la vida comunitaria: La castidad cierra el camino de un amor egoísta, centrado en el placer de uno mismo a costa de los otros; la pobreza se opone a la búsqueda individual (o dual, matrimonial) de bienes como meta de la vida; finalmente, la obediencia impide que se expanda y domine un tipo de voluntad expresada como lucha mutua.
  • - Pero aquello que define los votos no es su lado negativo sino un tipo de vida enriquecida que ellos quieren suscitar a través de su renuncia, que se puede centrar en la castidad comunitaria, interpretada como compromiso de crear familia de amistad, como unión de hermanos, hermanas, en comunicación de vida. Desde el centro de la iglesia, a la luz de la palabra de Jesús y potenciados por la espera escatológica, los cristianos se descubren llamados a crear un tipo de familia comunitaria de creyentes que  se aman de manera  intensa, abierta y creadora.

A lo largo de una historia demasiado mediatizada por la negación de lo sexual, la castidad se ha reducido muchas veces a la falta de relaciones genitales. Situada en nuestra perspectiva, ella aparece como algo mucho más originario e importante: Más que negar ella intenta crear, más que impedir quiere potenciar, más que oprimir liberar para un amor más amplio, que es “erótico”, siendo amor de ágape, en línea de unión comunitaria. A través de su renuncia, que es sin duda fuerte, los religiosos están empeñados en mostrar sobre la tierra que es posible una amistad intensa y duradera que brota del afecto humano y de la gracia creadora de Dios en Jesús, el Cristo, creando espacios de comunicación liberada para el amor mutuo. Por eso, lo específico de la vida religiosa no es la ab-negación o renuncia, sino la supra-creación de grupos de amistad comunitaria, en forma de comunión duradera de afecto y vida, de empatía y mutua ayuda, a partir de Jesucristo.

El evangelio no se expresa en negaciones sino en amor y apertura al reino. Por eso, en la medida en que es cristiana, la vida evangélica se explicita como un modo y camino de actuar y realizar sobre la tierra el amor de Jesucristo en forma de comunión de hermanos/amigos.  La vida evangélica tiene la certeza de que las diversas formas de vinculación humana resultan mismas pasajeras, acaban cuando acaba el mundo.  Al fin de los caminos del reino sólo queda un modo de vivencia del amor: La amistad de los hermanos/amigos que, fundados en el Cristo, cultivan se entregan y acogen, compartiendo gratuitamente la vida.Los elementos de esa amistad están determinados por las tres virtudes teologales, esto es, propias de Dios (1 Tes 1).

Amistad es confiar, suscitando así un espacio de fe huma­na: Cada uno está en las manos de los otros y se deja estar; sitúa en ellos su confianza, y les ofrece la firmeza de su vida y su palabra.

Amistad es vivir en esperanza: Estamos sobre un mundo que quiebra y destruye los proyectos, que hacemos, Pues bien, fundados en Jesús, los se unen en comunidad de amor viven en esperanza de resurrección de amor.

Final­mente, amistad es convivir, amarse de hecho, vivir unos en otros, con todo lo que implica de participación y de apertura, de respeto y comunión en la existencia.

 Según eso, una comunidad de vida evangélica es una especie de laboratorio donde se experimenta y cultiva una amistad abierta a la resurrección. En medio de una tierra atravesada por el enfrentamiento mutuo, la pasión de mando y el deseo de la carne, los cristianos deciden vivir la comunión de una manera intensa: por eso forman una casa donde todo se comparte a la luz del evangelio. De esa forma va surgiendo un nuevo afecto que les une en las raíces de lo humano, en un nivel de libertad, de gratuidad, de esperanza. Este compromiso de convivencia se traduce en los restantes votos:

− Pobreza/comunicación de bienes. No hay comunidad  evangélica sin participa­ción de bienes, sin comunicación de aquello que se tiene y que se puede hacer y poseer. En este aspecto, la pobreza no consiste en no tener sino en tener para ofrecer, para dar y recibir, compartiendo intensamente las tareas de la vida, al servicio de los más pobres, en oración (encuentro con Dios) testimonio y acción externa. El cristiano evangélico ha descubierto que la antigua división del mundo que ha escindido a ricos y los pobres es perversa, de modo que quiere descubrir y cultivar un orden nuevo en el que todo pueda compartirse, de tal forma que los bienes del mundo se hagan signo de amistad y transparencia interhumana, en camino de reino.

Obediencia. No hay comunidad evangélica sin escucha mutua, palabra compartida). Ha podido parecer que el “religioso” tradicional acaba siendo un apocado: Siempre sometido a las órdenes de otros, siempre un niño sin libertad ni autonomía. Pues bien, en contra de eso, yo afirmo que la obediencia evangélica se define en forma de compromiso de colaboración comunitaria, de manera que cada uno aporta lo que puede y lo que sabe y todos, vinculados en amor, juntos puedan recibir, ofrecer y compartir los valores del evangelio. No se trata de quedarse retraído, con espíritu de siervo.

- Castidad, amor mutuo, comunión de vida.No hay comunidad evangélica sin camino compartido de amistad entre hermanos/amigos evangélicos.  De esa forma culmina la  vida evangélica de los cristianos, como espacio y tiempo (camino sinodal)  por el que los creyentes los valores de comunión de Jesucristo, suscitando comunidades de personas «liberadas», capaces de renunciar a un tipo de amor egoísta,  para cultivar un amor “angélico”, que no en negación de la carne (Jn 1, 14), sino encarnación de la palabra y vida de Dios en la carne de la vida humana   

De esa forma, los dones/compromisos de la vida evangélica dejan de ser algo privado, para un grupo de comprometidos, y se convierten en testimonio público de evangelio dentro de la iglesia. Por la castidad, los voluntarios de la vida evangélica  han de mostrar que, además del matrimo­nio como institución de amor dual, se abre en la Iglesia campos nuevos de amistad duradera de comprometidos a vivir en comunidad. Por el voto de pobreza, ellos quieren ser el germen, el principio  de una forma de vida en la que nadie sea dueño de algo en contra de su hermano, en la que todo sea al fin “propiedad comunitaria” de los hermanos/amigos, siendo todo gratuidad. Finalmente, pon el voto de obedienciaellos  apuestan por la superación de las clases sociales, de las estructuras de dominio, de la división de amos y esclavos, señores y siervos.

Conclusión. De Belorado a las comunidades evangélicas

Esto significa que la vida evangélica, tomada seriamente, quiere ser en medio de la iglesia una semilla de amistad. Éste ha de ser, a mi entender, el mensaje evangélico, franciscano de la comunidad de Belorado.   Lo que importa no es el convento, con sus muros y paredes, sino la comunidad que allí se ha formado. De todas formas, el convento es un signo de vida, un espacio de comunicación en amor, en libertad, en sencillez, en pobreza, en oración…Ese convento y lo que ha sido esa comunidad se puede convertir en espacio abierto para un tipo de comunicación en amor, entre hermanas pobres,  con el entorno pobres y riquísimo de vida  de los alrededores. Que no pasemos por allí para comprar chaquetas de cuero o comer cordero, sino para compartir con las hermanas un espacio sencillo de comunicación de amor y de palabra.

Vosotras, hermanas, no necesitáis que vengan de fuera “obispos fantasmas” con teorías ilusorias de sede-vacantismo y de ordenaciones ilusorias de episcopados extraños. Formáis parte de la iglesia de Burgos, en el cruce entre Castilla y la Rioja… Tenéis un ancho y hondo evangelio para vivir, profundamente, sin glosa, como quería Francisco, vuestro padre.  Tenéis un tesoro de amor y de evangelio…. Poneos a explorar y caminar de nuevo, con el señor Jesús.   

La vida evangélica vale por sí misma y no por las cosas que pueda realizar. Vale por su esencia y no por sus matices o accidentes. Por eso, los que intentan reformarla con un simple cambio de estructuras acaban fracasando. Lo que importa es crear comunidades liberadas: Grupos de personas que, unidas en la vivencia del Cristo, se comprometen a cultivar una amistad definitiva, abierta al testimonio del evangelio dentro de la iglesia.

Ella aparece así como portadora de un apostolado de la amistad, complementario al apostolado de la oración. La amistad religiosa, cultivada con austeridad, con permanencia y belleza, al interior de una comunidad con vocación de permanencia, libera a sus miembros y les capacita para vivir con intensidad las relaciones humanas. Sed devotas de Jesús, sed amidas entre vosotras. Sembrad vuestro germen de amistad en esa tierra, dialogando con Mario, vuestro obispo. No tenéis nada que ganar, nada que perder. Sed lo que sois de verdad.   Muchas veces he pasado al lado de vuestro muro. No sé si volveré a pasar, son del 41. Pero, pase o no, sabed que estoy con vosotras, comprometido a reiniciar un camino de evangelio.

NOTAS

[1] J. J. Von Allmen, Ministerio sagrado, Sígueme, Salamanca 1968; G. A. Arbucke, Refundar la Iglesia. Disidencia y liderazgo, Sal Terrae, Santander 1998;   A. Faivre, Ordonner la Fraternité. Pouvoir d'innover et Retour à l'ordre dans l'Église ancienne,Cerf, Paris 1992; G. Greshake, Ser Sacerdote, Sígueme, Salamanca 1997; G. Lafont, Histoire théologique de l´´Eglise catholique, Cerf, Paris 1994; H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Encuentro, Madrid 1980; X. Pikaza, Sistema, libertad, iglesia. Instituciones del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 1999; E. Schillebeeckx, El ministerio eclesial. Responsables en la comunidad cristiana, Cristiandad, Madrid 1983; B. Sesboüe, ¡No tengáis miedo! Los ministerios en la iglesia hoy, Sal Terrae, Santander 1998; J. Sobrino, Resurrección de la verdadera iglesia, Sal Térrea1984.

[2]  A. Aparicio (ed.), Diccionario de vida consagrada, Claretianos, Madrid 2010;  J. García Paredes, Teología de la vida religiosa, Claretianos, Madrid 2002; Teología de la  vida cristiana I-III, Claretianos, Madrid 1996-2000; J. D. O’Murchu, Rehacer la vida religiosa, Claretianos, Madrid 2001; X. Pikaza, Tratado de vida religiosa, Claretianos, Madrid 1990; R. Hostie, La communauté, relation de personnes, Desclée, Paris 1975; P. Laín Entralgo, Sobre la amistad, Madrid 1972, 174­280;   J. M. R. Tillard, El proyecto de vida de los religiosos, Clarerianos, Madrid 1975

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