Papa "emperador romano" (siglo XI). Reforma Gregoriana 1

Había muerto casi el papado (no la Iglesia), por intrigas palaciegas y disputas de poder. Pero, de forma "milagrosa" revivió por obra de los emperadores germanos, que necesitaban a su lado un fuerte poder religioso.
Ésta es una historia larga y fascinante, que ha sido bien documentada por los mejores historiadores alemanes (como L. Von Pastor). No todos la pueden estudiar directamente. Por eso quiero ofrecer hoy esta postal larga... No hace falta que mis lectores la lean entera... y además, en los días próximos, destacaré algunos puntos centrales. Pero me ha parecido bueno presentarla así.
Un saludo a todos y buen fin de semana que empieza. Mientras el Cónclave se perfila en Roma, mis lectores pueden profundizar si quieren en la historia clave del Papado, en la Reforma Gregoriana del siglo XI. De ella viven todavía la Iglesia romana. Quien quiera saber qué es el Papado, qué son los cardenales y el poder imperial de la Iglesia Romana ha de conocer esta historia. Seguirá mañana.
1. Siglo y medio de crisis, eclipse del Papado
Al renacimiento Carolingio, con las Decretales Pseudoisidorianas y la nueva autoridad del Papa, que se esboza en ellas, siguió un fuerte letargo del papado que, tras haber conseguido afirmar su derecho y poder sobre el conjunto de la iglesia occidental, cayó en una larga depresión (final del siglo IX, todo el siglo X y primera parte del XI).
Tras el llamado «cisma» de Focio (858 al 867), que el Concilio de Constantinopla (869-870) había resuelto de un modo más aparente que real (y cristiano), el imperio bizantino se aisló en sí mismo y el papado quedó en manos de la pequeña nobleza romana, y los emperadores franco-germanos, carentes de poder real, fueron incapaces de intervenir de un modo efectivo en los asuntos de la Iglesia, a pesar de que los papas les iban coronando, cuando les parecía conveniente.
Papas de nombre. Eclipse en Roma. Los papas, que habían apelado a su poder canónico supremo, quedaron sometidos a su propia pequeñez y a las intrigas de la nobleza romana, a lo largo de casi dos siglos oscuros, en los que se pierde incluso la memoria de la distinción entre papas legítimos e ilegítimos. Entre el 891 y el 1049 se suceden casi cincuenta (papas y antipapas) de los que, a excepción de Juan XV (985-996), el Enchiridion Symbolorun (Denz-H., pag. 311-312), sólo recuerda unos nombres que, por otra parte, resultan a veces difíciles de situar en el tiempo.
Papas ineptos. Un problema de personas. Desde el último tercio del siglo IX (y en especial a partir de Formoso 891-896), el papado perdió su autoridad en la Iglesia. Unos cincuenta fueron los papas y antipapas que siguieron hasta la reforma, y la mitad de ellos murieron de muerte violenta, a menudo después de ser depuestos, en la cárcel, y a veces después de haber sido mutilados. La confusión institucional, la incertidumbre y la escasez de fuentes para el conocimiento de este período impiden difícil la sucesión de los papas y la distinción entre legítimos e ilegítimos... Uno llegó a Papa a los dieciocho años (Juan XII) y otro lo fue a los veinte (Juan XI). Hubo uno (Sergio III) que no tuvo dificultad en asesinar a sus dos predecesores –más o menos legítimos–; otros cometieron injusticias y brutalidades, vendiendo bienes eclesiásticos para enriquecerse y frecuentaros ambientes de mala vida. Hubo, en fin, algunos que fueron simplemente ineptos (cf. A. M. Piazzoni, Las elecciones papales, DDB, Bilbao 2005, 116).
Tiempos sin papado, pero con cristianismo vivo Una institución manchada. Pero el germen cristiano seguía vivo. Fueron tiempos de crisis fuerte en los que prácticamente no hubo papado, al menos en el sentido posterior. A pesar de ello el cristianismo siguió existiendo y realizando su función, tanto en el oriente dominado por el Islam (donde la iglesia siria conoció un gran desarrollo), como en el imperio bizantino (que mantuvo su identidad cristiana, abriéndose a los eslavos) e incluso en las tierras de Europa occidental, donde se iba sembrando la semilla de una nueva identidad a. Cuando no había en realidad papado siguió existiendo Iglesia
En este momento de confusión y mancha del papado, siguió naciendo Europa Occidental, con una Iglesia con capacidad para acoger y transformar (cristianizar) a los nuevos pueblos del norte (normandos) y del este (eslavos) que estaban invadiendo antiguas tierras cristianas e integrándose en ellas.
2. El primer emperador germánico, Otón I (962)
Juan XII (955-964) fue uno de los papas más nefastos de la historia. Fue un juguete en manos de pequeños grupos de la nobleza romana, que disponían a su antojo de la vida y nombramiento de los papas, mientras los reyes de la dinastía carolingia (Luis IV, 936-954, y Lotario II, 954-986) carecían de poder real para garantizar el orden de la Iglesia. Pues bien, en ese momento, el Papa realizó un gesto decisivo: Buscó la ayuda de los reyes germanos, coronando como emperador a Otón I, fundador de una dinastía que definirá por varios siglos la vida de la Iglesia (y del conjunto de occidente).
Juan XII, vida. Un papa inmoral. Era nieto de Marozia (892-955), mujer que dominó durante varios decenios la vida de Roma. Se llamaba Octaviano, fue impuesto como papa por su padrastro (Alberico II) y, cuando le nombraron no había cumplido dieciocho años. Cambió su nombre por el de Juan XII, siendo de los primeros en iniciar esa tradición (cambio de nombre). Su pontificado fue notable por el nivel de corrupción que alcanzó la Iglesia de Roma, y se afirma que murió asesinado por el marido de una mujer con quien tenía amores.
962. Una decisión importante. Tomó una decisión que marcará la historia posterior de la Iglesia: Llamó en su ayuda al rey Otón I de Alemania, y le nombró emperador. El año 800, un Papa había coronado a Carlomagno y después otros papas habían ungido a diversos emperadores, pero desde finales del siglo IX la institución imperial había perdido su eficacia, pues era incapaz de centrar la vida de los cristianos y de proteger a los papas. Sólo ahora, cuando Juan XII coronó al nuevo emperador Otón I (962), nacerá el Sacro Imperio Romano Germánico, que tendrá una larga duración e influirá poderosamente en la vida de la iglesia.
De esa forma surge la nueva iglesia imperial, fundada en el llamado Privilegio otoniano, que contenía dos cláusulas fundamentales.
(a) El emperador renovaba las donaciones de Pipino y Carlomagno, concediendo al papa el control temporal sobre unos Estados Pontificios, liberándole así del dominio de la nobleza vecina.
(b) El clero y el pueblo romano seguiría teniendo el poder de elegir al Papa, pero éste, una vez elegido, necesita la aprobación del emperador, a quien debía jurar fidelidad.
Esta reforma, con la que se inicia el nuevo papado imperial, no se impuso de repente, pues el mismo Juan XII y varios de sus sucesores quisieron liberarse de la tutela imperial, entrando de nuevo en el juego de los pactos de poder entre los señores del entorno. Pero el proceso iniciado sería irreversible, de manera que después de casi un siglo (862-1048) de idas, venidas y vacilaciones, entre un papado cautivo de su entorno corrupto y una serie de emperadores ineptos, un nuevo emperador de la línea de los otoñes (Enrique III) lograría imponer su voluntad sobre los papas, creando la Iglesia imperial. Tuvo que pasar todavía un “siglo de hierro del papado”, pero la semilla del nuevo orden occidental, que había comenzado con la Reforma de Carlomagno terminaría imponiéndose en el conjunto de la Iglesia y de la sociedad.
3. Enrique III, Sínodo de Sutri y comienzo de la reforma papal (1046)
El año 1046, cuando la decadencia del Papado parecía insalvable, el emperador Enrique III tomó en sus manos el destino de la Iglesia Romana, quizá por convencimiento, quizá por impulso de su amigo el abad Odilón de Cluny. Ese gesto marca el principio de la gran transformación medieval del cristianismo (Reforma Gregoriana), organizada desde arriba, por el Emperador, con la ayuda de los monjes, una reforma en línea de estabilidad jerárquica, de unificación administrativa y de poder religioso.
Con la finalidad de promover esa reforma, el mismo año de ser coronado por el Papa Clemente II, el emperador convocó un concilio (sínodo) en Sutri, provincia de Viterbo, a unos cincuenta kilómetros de Roma obteniendo el derecho de elección de los papas, aunque ellos debían ser ratificado por el clero y pueblo romano. De esa manera fue imponiendo a sus candidatos, todos ellos de línea reformadora y de origen alemán (vinculados a la reforma de Cluny): Clemente II (1046-1047), Benedicto IX (1047-1048), Dámaso II (1048) y finalmente León IX (1049-1054), pariente suyo, con el que empezaría el cambio verdadero.
4. Una reforma necesaria y problemática
La llamamos gregoriana por su principal impulsor, el Papa Gregorio VII (1073-1084), pero podríamos decir también, y quizá con más razón, una reforma monacal (impulsada por los monjes), románica (por el nuevo arte religioso) y también nobiliaria, promovida por los nobles de la nueva sociedad feudal, que toman conciencia de su poder, antes del surgimiento de las ciudades con la clase burguesa, que empezará a extenderé en XII y, sobre todo, en el XIII. Se puede y debe hablar también de una reforma eclesiástica, pues implica el surgimiento de una iglesia militante y jerárquica, que ha configurado la vida de Occidente durante casi mil años, hasta el día de hoy (del 1049 al 2011). Fue una reforma necesaria, pero problemática:
Una reforma necesaria. La iglesia debía encontrar una estructura que respondiera a su misión. Era el momento del gran salto, promovido por gérmenes cristianos (evangélicos) y sociales que desembocaron en el surgimiento de una sociedad jerarquizada y múltiple, consciente de sí misma. Sin esa reforma, la Iglesia Latina (=romana), que se había ido configurando en los siglos anteriores a partir del protagonismo de los papas, habría terminado destruyéndose a sí misma. Ella ha permitido que la iglesia occidental (que ahora podemos llamar católica, frente a la ortodoxa o bizantina) fuera lo que ha sido desde entonces, durante mil años (siglos XI-XX), fuerte y creadora, abierta al mundo entero, en medio de grandes conflictos políticos y sociales. Gracias a ella, occidente ha recorrido un ciclo creador único en el mundo. Por eso debemos estar agradecidos al emperador y a los monjes que la hicieron posible, y a los papas que la promovieron.
Problemática. Pero la nueva estructura fue a la larga menos beneficiosa. Por eso decimos que fue una reforma problemática en línea de Iglesia, pues impuso sobre ella una identidad combativa, que parece menos evangélica, y una estructura dominadora (con riesgos de dominio papal y clerical) que se expresó inmediatamente en la ruptura con la iglesia de oriente (1054) y que posibilitó después la nueva reforma de protestantismo (a partir del 1517). Sólo ahora, tras casi mil años de recorrido (2012), podemos mirar hacia ella con gratitud, pero también con responsabilidad, sabiéndonos llamados a retomar sus impulsos, pero de otra forma: desde nuestra situación social y desde la raíz del evangelio.
Esta reforma fue más que un cambio político impulsado por el emperador germano y centrado en la nueva función unificadora del papado. Está en su fondo, como vengo diciendo, la nueva conciencia de los monjes de Cluny y el impulso de los pueblos de Europa Occidental, que estaban encontrando su identidad cultural y social, por primera vez, tras la caída del imperio romano. Pero de hecho, el impulso final vino de mano de un emperador y de algunos papas.
4. Emperador (Enrique III) y papa (León IX), de la misma familia
El emperador fue Enrique III, descendiente de aquel Otón I a quien Juan XII había coronado emperador de los romanos (962). Enrique III tomó en serio su obligación imperial y se empeñó en nombrar a un papa que respondiera a su deseo de crear un imperio católico de occidente, centrado en sí mismo como emperador, con el papa a su lado como autoridad eclesiástica eficaz que secundara y avalara su empeño. En esa línea, convocó un concilio en Sutri (1046) y logró los padres conciliares le dieran el poder de elegir a los papas. De esa forma rompió la serie de papas disolutos de la pequeña nobleza romana del entorno y, tras haber nombrado tres de origen alemán y tendencia reformista, que murieron pronto, Enrique III eligió a Bruno de Egisheim, noble alsaciano, pariente suyo, que había reformado ya la diócesis de Toul (actual Lorena, Francia).
La elección se realizó de un modo solemne, en una dieta de príncipes y obispos celebrada de Worms (noviembre de 1048). Más que reformar el papado, lo que Enrique III quería era aumentar su autoridad imperial, nombrando a un papa que fuera el fondo un “delegado” suyo para asuntos eclesiásticos. Bruno aceptó, pero con la condición de ser elegido de un modo regular (según los cánones), por el clero y el pueblo de Roma, donde llegó a pie, como peregrino, cuatro meses más tarde. Sólo de esa forma, aclamado por el clero y ratificado por el pueblo, aceptó el papado el 12 de febrero de 1049, tomando el nombre de León, en recuerdo de León Magno, gran papa reformador de tiempos antiguos (440-461).
Este nuevo papa, León IX (1049-1054), noble germano, de familia imperial y vinculado a la realeza de los francos, asumió la tarea de realizar la reforma imperial de la Iglesia, pero en una línea que a la larga iría en contra de los mismos emperadores. Era un hombre de acción, que había dirigido la diócesis de Toul desde los veinticuatro años y había participado y participaría como papa (año 1053: guerra contra los normandos) en acciones políticas e incluso militares. Fue este León el que puso en marcha un movimiento social, cultural y político, dirigido a promover la libertad de la iglesia ante el imperio (y con el imperio). Para ello, llamó como consejeros a los hombres más capaces de su tiempo, convirtiendo a la iglesia católica en una especie de imperio feudal unificado en torno a su persona:
Papa, un obispo universal. Hasta ese momento, los papas se habían limitado a gobernar básicamente la diócesis de Roma, de manera que los restantes obispos eran autónomos, actuando conforme a sus propias tradiciones, aunque en comunión con Roma (como han seguido haciendo las iglesias orientales). Pero, a partir de ahora, en la línea de las falsas decretales (seudo-isidorianas), los papas querrán actuar (y de hecho han actuado en occidente) como pontífices supremos o primados de la iglesia universal, apareciendo sólo en un sentido derivado como obispos concretos de Roma; de esa forma, ellos han empezado a gobernar como emperadores eclesiásticos, convirtiendo de hecho a los obispos en delegados suyos.
Una Reforma que dura.Un feudalismo papal que continúa. El feudalismo político de los emperadores germanos duró poco tiempo, pues surgieron pronto los estados nacionales, con autonomía plena y negaron al emperador su autoridad sobre ellos (como se verá en la crisis de Aviñón, siglo XIV, cuando el Papa será de hecho un rehén del rey francés, sin que el emperador pueda hacer nada). Pero el poder feudal de los papas no sólo se mantuvo, sino que aumentó, de forma que el Pontífice Romano ha venido a convertirse en vértice y clave de la jerarquía cristiana, alegando que tiene el poder directo, por don de Dios, y añadiendo que sólo él, podía concederlo (=delegarlo) a los restantes obispos con su clero y, por ellos, a los fieles, conforme a una visión piramidal (platónico-feudal) del orden religioso.
En este contexto surgió la iglesia-imperio, pero no al estilo bizantino (marcado por un equilibrio conciliar entre patriarcas y emperadores), sino al germánico, de tipo feudal, con los valores y riesgos que ello implica. Mil años había tardado la iglesia de occidente en asumir ese modelo jerárquico de poder, que se había desplegado ya de un modo inicial en la reforma carolingia (y en las decretales pseudo-isidorianas). Otros casi mil años tardará en desarrollarlo, hasta que ahora (año 2012), cumplido un largo ciclo, muchos empiecen a pensar que su estructura de poder debe revisarse, en la línea del NT y del Vaticano II (1962-1965).
6. Iglesia fuerte, un poder feudal.
Como he dicho, los hallamos ante una reforma imperial y feudal de la Iglesia, iniciada por Enrique III, quien consiguió que los papas se independizaran de la nobleza romana, alcanzando una autonomía y un poder “universal” que nunca antes tuvieron. Lógicamente, por la misma lógica del poder, los emperadores querrán que los papas, ya independientes, se integren dentro de su “aparato administrativo”, de manera que ambos (emperador y papa), cada uno con su lugar, sean representantes y portadores del único imperio cristiano de Dios.
En este proceso, que se irá desarrollando a lo largo de la segunda mitad del siglo XI y en todo el XII, la iglesia asumirá elementos propios del feudalismo germano que, unidos a otros que provenían del derecho romano y de la ideología jerárquica neoplatónica, representada por Dionisio Areopagita (siglo V-VI) y por Juan Escoto Erígena (reforma carolingia), darán al papado la fisonomía que ha tenido hasta el presente. Desde ese fondo, impulsada por el emperador bajo cuya protección se encuentra, la Iglesia romana ha desplegado la estructura centralizada y piramidal que le caracteriza:
Obispos, señores feudales. Elección de los obispos. Los obispos habían conseguido gran autoridad, viniendo a presentarse como administradores no sólo religiosos, sino también políticos de sus demarcaciones, aunque en general tenían la conciencia de ser representantes de la comunidad, que les nombraba y apoyaba. Pero ahora, en virtud de la misma concepción piramidal de la sociedad (donde todo el poder viene de arriba), las comunidades dejaron de elegirlos, de manera que ellos serán nombrados por los emperadores (y los reyes), viniendo así a convertirse (dentro del imperio) en un tipo de «condes» (comes-comites: compañeros, hombres de confianza) de aquellos que les confieres la autoridad civil sobre sus diócesis (entendidas así como condados).
Feudalismo: sociedad jerárquica. El poder, una pirámide sagrada. La sociedad feudal se hallaba constituida como gran pirámide en cuya cumbre aparecía el emperador, delegado de Dios, con potestad patrimonial (patriarcal) suprema, que él iba delegando a sus subordinados eclesiásticos y civiles. Los feudatarios civiles procuraron mantener su potestad al interior de la familia y así la transmitían por herencia, lo que significaba un límite para la libertad de acción (de nombramiento) de los emperadores. Por eso, en muchos casos, ellos preferían tener feudatarios eclesiásticos (obispos) a quienes podían nombrar a voluntad, cada vez que fallecía al anterior (pues se estaba imponiendo el celibato para el clero alto). Sobre ese fondo se planteó la disputa sobre las investiduras, es decir, sobre el origen y la trasmisión del poder de los obispos.
Emperador, Señor único..Los obispos, unos señores feudales. Creyéndose portadores supremos de un «poder único», e interpretando de modo feudal un esquema ontológico helenista (fijado por Dionisio Areopagita), los emperadores otones y sus sucesores, a lo largo del siglo XI-XII, quisieron convertirse en señores supremos, tanto en lo político como en lo eclesiástico, de forma que los mismos obispos aparecían como feudatarios suyos. Se negaba de esa forma el «doble poder» (eclesiástico y civil) del que los papas antiguos como Gelasio habían hablado a los emperadores bizantinos en el siglo V-VI (años 494, 514), y los mismos papas, que acababan de superar la cautividad de la nobleza romana, corrieron el riesgo de volverse dependientes de los emperadores, que les tomaban como feudatarios suyos.
Todo se habría resuelto pacíficamente si los papas hubieran cedido a la exigencia de los emperadores (o los emperadores a la de los papas). Pero los papas, y de un modo especial Gregorio VII (1073-1085), tras haber recuperado su independencia a través de los emperadores, se elevaron frente a ellos y reclamaron una autoridad propia, que venía de Dios (no del imperio) y les hacía señores supremos en el plano religioso. Ciertamente, en el fondo de esa gran protesta anti-imperial de los papas se hallaba el convencimiento de la autonomía evangélica de la Iglesia, cosa que resulta necesario destacar. Pero esa autoridad papal tendía a expresarse en forma de “poder”, o mejor dicho, de separación de poderes, tal como los fijará, unos decenios más tarde, el concordato de Worms (1122).
(a) El emperador tendrá poder «temporal» (¡que es también religioso, pues su imperio es sagrado!) sobre los obispos, a quienes dará autoridad civil sobre sus obispados. (b) Por su parte, el Papa tendrá poder eclesiástico para conferir a los obispos la investidura canónica.
Eso significa que, en principio, papa y emperador se necesitan, de forma que no pueden realizar toda su misión si se separan. El emperador necesita al papa en el plano espiritual. El papa necesita al emperador en el plano social. Así se distinguen y vinculan los dos poderes, sabiendo que en su plano cada uno tiene poder sobre el otro. La misma lógica del poder feudal desemboca en el “descubrimiento” de dos autoridades separadas (una del emperador, otra del papa), sin que ninguna pueda imponerse a la otra. Paradójicamente, en el comienzo de esa separación, que va en contra de un único poder supremo, ha estado el empeño de los papas, que no se dejaron asimilar por los emperadores, sino que reclamaron para ellos mismos una autoridad autónoma, superior al mismo imperio. Ésa fue una crisis larga (no resuelta plenamente todavía), en la que se pueden distinguir tres aspectos:
1. Soberanía papal. Una autoridad sobre todas las otras. Asumiendo elementos propios del feudalismo (y del emperador romano, mirado desde una perspectiva jerárquica neoplatónica), el Papa aparece como Obispo de todos los obispos (a quienes nombra y confiere autoridad espiritual), queriendo presentarse también como Guía espiritual (no político) del emperador y de los reyes, siendo así representante de Dios para el conjunto de la cristiandad (y en el fondo de la humanidad).
2. Soberanía imperial. Una autoridad que viene también de Dios. El Papa no es rey (a no ser en sus “pequeños” Estados Pontificios), de manera que el Emperador y los reyes poseen un poder propio sagrado, que reciben del mismo Dios, en cuyo nombre imperan (no del Papa, aunque éste pueda coronarles). Ciertamente, el Papa puede influir sobre emperadores y reyes, a causa de la supremacía del poder eclesiástico sobre el imperial, pero no puede privarles de su autoridad, pues la reciben de Dios (a no ser que lo haga de un modo indirecto, por la excomunión, diciendo que un emperador o rey ya no es “católico”, de forma que sus subordinados católicos quedan eximidos de rendirle obediencia).
3. Fusión parcial de planos. En principio, las dos autoridades cubren espacios distintos, pero en la práctica chocan con frecuencia. (a). El Papa sólo tiene poder político en su Estado Pontificio, pero luego, en la práctica, querrá intervenir de hecho en la política de los estados cristianos, imponiendo en ellos sus criterios morales y sociales. (b) Por su parte, emperadores y reyes (por lo menos hasta la Revolución Francesa, y aún después) querrán intervenir e intervendrán poniendo a la Iglesia a su servicio.
Esa distinción de poderes ha desembocado (y ha quedado superada, pasados los siglos) por dos acontecimientos que, a mi juicio, son complementarias. (a) La Revolución Francesa (1789-1995) dirá en el fondo que el poder civil no es ya de tipo religioso sino civil (no viene de Dios, sino de los ciudadanos), y no puede inmiscuirse en problemas de Iglesia. (b) El Concilio Vaticano I (1870) dirá que el Papa solo tiene poder (sólo es infalible) en un nivel iglesia (no en el plano político). Pero hasta que lleguen esas formulaciones deberá pasar todavía mucho tiempo.