Respuesta de Jesús. Palestina año 30

Siguiendo el tema del curso de Mallorca, sobre El evangelio como respuesta a la crisis de hombre actual de Europa voy a presentar el texto base de mi segunda clase, sobre la respuesta de Jesús.

Es un texto cuyo contenido mis lectores la conocen, al menos en parte, pues lo vengo ofreciendo en este blog.

Es una respuesta extensa, no para que sea lea de conjunto (a no ser que alguien tenga mucho tiempo), sino para que la puede tener como referencia...

Es una respuesta parcial, pues no pone de relieve los aspectos más íntimos del mensaje de Jesús (su oración, el sentido de su entrega personal, el abismo de su muerte..., su relación con el Padre). Pero de ello he tratado hace poco en este blog y, además, el curso de Mallorca se sitúa en un plano más social que puramente religioso.

Con esto termino los temas del Curso de Mallorca, pues de la respuesta actual a la crisis de Europa he hablado y seguiré hablando con cierta frecuencia en este blog. Gracias a todos los que me han seguido y han introducido sus valiosos comentarios y reacciones en el Blog.




1. Jesús, campesino sin campo, artesano al servicio del Reino
La problemática era nueva, pero tenía orígenes antiguos, pues aparece ya tras la ruptura del orden tradicional y la caída de la monarquía (año 721 a.C. en Israel; 587 a.C. en Judea). Con la expulsión y cautiverio, muchas tierras habían cambiado de dueño, de manera que a la vuelta del exilio algunos sacerdotes idearon un sistema de recuperación, a fin de que ellas volvieran a los 49/50 años a sus propietarios antiguos (o sus descendientes). Ese sistema de retorno (jubileo) parecía bueno, pero dejaba muchas cosas sin resolver: ¿Qué pasaba con los nuevos expulsados? ¿No sería preferible repartir la tierra entre todos por igual?

Los investigadores afirman que la ley del jubileo no se cumplió nunca del todo, pues resultaba difícil determinar quiénes eran los propietarios de una tierra que había cambiado varias veces de dueño. Además, esa ley no resolvía los problemas a una cultura nueva, de tipo imperial y comercial, como la del tiempo de Jesús, cuando los campesinos pasaron a ser dominados por una élite no campesina.

Por lo que se refiere a Galilea, el cambio más significativo debió darse tras la conquista de los asmoneos (hacia el 103 a.C.), que parecen haber concedido gran parte de la tierra a los colonos de Judea, y después, tras la caída de los asmoneos y la toma de poder por los herodianos (37 a.C.), que marcaba el inicio de otra política comercial y urbana; no era sólo un cambio de propietarios, sino de sistema cultural y comercial, con la introducción intensa del helenismo y la comercialización del conjunto de la zona, que dejaba las tierras en manos de comerciantes o grupos más ricos de las nuevas polis o ciudades.

En este contexto se sitúa Jesús. No fue artesano parcial, por vocación, como en tiempos en que había campo y trabajo para todos. No fue artesano experto, por opción, capaz de enriquecerse a través de su destreza (como algunos que podrían realizar trabajos bien remunerados, al servicio de la administración política o religiosa). Fue artesano sin más, del gran grupo de los nuevos pobres, por necesidad social, dentro del contexto en que había nacido, aunque por familia tuviera una intensa formación (era nazoreo israelita).

Fue un trabajador eventual, en tiempos de crisis y destrucción de los tejidos sociales, y eso le permitió entender a Juan Bautista, que anunciaba la destrucción de este orden político-social injusto. Fue trabajador pobres, con una rica pretensión mesiánica, un nazoreo de Dios. Es evidente que esa conciencia, que le venía de familia y grupo, definió la trama de su vida; pero no fue una conciencia teórica, aprendida en libros, sino una experiencia de trabajo concreto, de inmersión vital.
Vivió en un tiempo de trasformación comercial y urbana en el que muchos agricultores no pudieron mantener su autonomía, de manera sus campos cayeron en manos de la oligarquía de las ciudades y ellos mismos se volvieron renteros o artesanos al servicio de las clases ricas (comerciantes y funcionarios: militares, burócratas, sacerdotes…) de las ciudades. Fue el comienzo de un proceso que, en algún sentido, ha culminado en nuestro tiempo (año 2010), con el triunfo y crisis brutal del capitalismo y el paso de una sociedad de agricultores autosuficientes (en nivel de subsistencia) a una sociedad industrial y comercial. Ese paso implica, por un lado, un gran avance (genera riqueza), pero conlleva mucho sufrimiento (destrucción social e injusticia).

Jesús no proclamó el Reino en las ciudades helenistas (Scitopolis, Tiro) o judías de su entorno (Séforis, Tiberíades), probablemente porque pensaba que su misma estructura (con división jerárquica y dominio de clase) iba en contra del ideal de fraternidad del Dios israelita. Su misma identidad (nazoreo) y su experiencia posterior le impulsará a recrear el orden social, pero en línea de fraternidad universal de campesinos, no de organización política desde las ciudades, básicamente clasistas. Desde aquí podemos trazar ya tres afirmaciones que marcarán todo lo que iremos diciendo.

1. Jesús no quiso cambiar el orden urbano porque el Dios de su tradición campesina/nazorea no era un Dios de ciudades dominadoras, en la línea de la religión y cultura helenista; además, posiblemente, el pensó que la vida de las ciudades no podía cambiarse partiendo de ellas mismas, pues los habitantes de las ciudades eran responsables de la situación de los campesinos-artesanos, que habían perdido su identidad y autonomía. ´

2. Jesús será un profeta mesiánico, de tipo nazoreo, a partir del campo, es decir, desde Galilea, y en ese contexto anunciará e iniciará el Reino de Dios, desde la tierra de los campesinos pobres, subiendo a Jerusalén para culminar su obra. En esa perspectiva, conforme a su proyecto, Jerusalén no aparecerá como una ciudad helenista (que domina sobre el campo, de un modo político), sino como ciudad de las promesas de Dios, lugar donde debe decidirse el movimiento del Reino.

3. Jesús se distingue así de gran parte del movimiento cristiano posterior, básicamente urbano, de manera que los no cristianos se definirán precisamente como paganos (de «pagus», campo), habitantes de aldeas no urbanas, que no han aceptado el nuevo orden social cristiano. Aquí se sigue dando una de las paradojas centrales del cristianismo. Quizá podemos decir que Jesús descubrió e inicio desde las zonas rurales (es decir, desde lo primigenio) un movimiento social y religioso que puede y debe extenderse a todos los estratos de la población, empezando por las duras ciudades del imperio romano .

No se puede ser universal en abstracto, diciendo que se ama a todos por igual, pues eso sirve para justificar y sostener el orden establecido. Sólo se puede ser universal de un modo concreto, desde los más desfavorecidos. En ese contexto de universalidad concreta, desde los más pobres, escuchó Jesús la voz de Dios y pudo desarrollar su proyecto mesiánico (nazoreo) a través de un intenso trabajo de búsqueda y compromiso humano. No nació teniendo la respuesta sabida de antemano, pues eso no sería perfección, sino imperfección humana.

Nació en el lugar apropiado para aprender por experiencia y entrega personal aquello que era más importante, aquello que hasta entonces nadie había descubierto y explorado como él lo hizo. Algunos preguntan: ¿qué hizo Jesús durante treinta años de vida oscura y oculta, antes de ponerse a predicar y curar a los enfermos? ¿no hubiera sido mejor que empezara a proclamar antes su mensaje, para así tener más tiempo?
Pues bien, los que así preguntan ignoran la trama de la vida humana. Ser hombre (hombre o mujer) es aprender y recorrer un camino de despliegue humano, que nos capacite poder responder de manera creadora al reto de la propia vida y del entorno. Durante sus primeros treinta años (cf. Lc 3, 23), antes de iniciar su mensaje, Jesús escuchó y aprendió, trabajó y sintió, en la fuerte escuela de la vida, abriéndose desde ella al misterio de Dios, uniéndose quizá, por algún tiempo, a algunos de los grupos religiosos y sociales que abundaban en la tierra (algún tipo de esenios o proto-fariseos).
Nos hubiera gustado saber las amistadas que tuvo en su adolescencia, las relaciones que mantuvo más tarde, al llegar a la edad en que los hombres de Israel solían casarse (¡antes de los treinta años!), pero los evangelios no han querido decirnos nada de eso, de manera que debemos guardar un silencio respetuoso en torno a ello. De todas formas, podemos y debemos decir, con Lc 2, 52, que creció en humanidad y sabiduría a lo largo de los años, creciendo en apertura a Dios, al Dios de la experiencia israelita y de la esperanza nazorea, que es la esperanza del Dios de Dios entre los hombres.

Sin esos treinta años de aprendizaje y misión en la escuela de Dios, que es la escuela de la vida humana, en contacto con las tradiciones de Israel y con las necesidades de los hombres, en solidaridad laboral y cercanía humana, Jesús no había podido ser mensajero de Dios. Jesús no trabajó como artesano para después ser otra (como en un tiempo de paréntesis o prueba), sino para cumplir su propia vocación y su tarea humana, israelita y de esa forma aprendió a ser “humana”, conoció a los hombres y mujeres de su tiempo, desde el reverso de la historia. En esa línea, debemos añadir que él no dejó el trabajo de artesano por negación o rechazo, sino por búsqueda de un Reino superior, al servicio de todos, desde los más pobres.

2. Itinerantes y sedentarios. La justicia del Reino

El movimiento de Jesús puede entenderse como alianza de itinerantes y sedentarios, de ricos y pobres, al servicio de la justicia del Reino (Mt 6, 33), pero a partir de los pobres (portadores del Evangelio, es decir, de la Buena Nueva). El Reino no lo proclaman los ricos para los pobres, sino los pobres para los ricos y para todos.
En esa línea, hay que afirmar que los itinerantes mesiánicos siguieron el estilo de vida de Jesús, primer itinerante del Reino en Galilea. Viniendo de orígenes diversos (mendigos o enfermos, artesanos sin campo, campesinos sedentarios o pescadores: Mc 1, 16-20), esos itinerantes habían recibido una llamada especial de Jesús y realizan una tarea que les define como mediadores del Reino, ocupando un lugar equivalente al de los soldados de un grupo militar celota, pero no para matar a los contrario, sino para entrar en alianza con ellos.

1. Una alianza de mendigos y propietarios, desde los mendigos o pobres. La Iglesia de Jesús estará hecha de alianzas, es decir, de experiencias y compromisos de solidaridad, empezando por los itinerantes. Ellos, que no tenían nada o lo han dejado todo, viven así al servicio del Reino, apareciendo en la raíz del evangelio, como trasmisores de una esperanza mesiánica, que deben anunciar y compartir con los sedentarios, al servicio de todos los hombres.

1 Jesús no quiere sólo itinerantes-mendigos. No convoca sólo a unos itinerantes para que combatan contra ricos-sedentarios, pero les ofrece el poder y autoridad del Reino, que ellos deben anunciar con su vida (es decir, con su persona), poniéndose en manos de quienes quieran recibirles. No ha llamado a unos mendigos-soldados-violentos (como los del primer David: cf. 1 Sam 22, 2), para iniciar por ellos una revolución militar de esclavos o campesinos desposeídos, sino a unos mendigos-itinerantes que aceptan su reino (el don de Dios), para que sean portadores de paz, amigos de todos, realizando así la tarea del Reino. Ciertamente, envió a unos mendigos (mendicantes), pero no quiso que fueran simples sometidos (pasivos), sino que les hizo portadores de un Reino, que se expande por medio de curaciones y exorcismos. Por eso les concedió una autoridad que no consistía en dominar o imponerse sobre los ricos propietarios, sino en quedar en sus manos y curarles, en compromiso de solidaridad sanadora.

2 Jesús tampoco ha querido un reino de puros propietarios-sedentarios, que actúen como patronos de los pobres, a los que ofrecen una limosna desde arriba. No busca la generosidad patronal o patriarcal de unos, ni la dependencia material de otros, sino la convivencia de todos. Así aparece como promotor de una comunicación recíproca, que se eleva desde los pobres/itinerantes, vinculándoles con los sedentarios/ricos, sin que un grupo tome el poder sobre el otro, pues el Reino es generosidad y comunicación de todos. En esa línea, el texto clave de Mc 10, 29-30 par habla de aquellos que han dejado todo (casa, campos, familia) para recuperarlo multiplicado (ciento por uno), no en un plano de espiritualismo idealista (o elitismo espiritual, como en ciertas formas de vida religiosa), sino de familia y hacienda compartida, en amor concreto y extendido (cien madres y hermanos, cien casas y campos). Tanto los que han “dejado todo” como los que nada tenían (en plano de bienes materiales) pueden compartir y comparten lo que tienen, pues el amor vincula y comunica a los amigos.

Jesús ha iniciado un movimiento universal de Reino, partiendo de los pobres y/o de aquellos que han dejado sus bienes por el Reino, reflejando así la lógica de Dios. Precisamente aquellos que no tienen nada se vuelven “portadores de todo” (del Reino de Jesús), mensajeros de salvación, de manera que su carencia se vuelve principio de riqueza compartida y convivencia. La plenitud del Reino (máxima riqueza) se expresa y despliega a través del amor de aquellos que no tienen nada (suma pobreza). Así se invierte la lógica de posesión y poder del sistema, de manera que los que nada tienen pueden darlo todo, actuando como sanadores, curando la enfermedad de los ricos, en gesto de comunicación universal, de nueva alianza, que culminará en la misma “sangre” de Jesús, según los relatos de la Última Cena.

2. La misma vida es alianza.

Como hemos indicado ya, según Mc 10, 29-30, aquellos que han dejado “un campo, una casa, una familia” (en clave de posesión), recibirán cien casas, cien campos, cien familias (en clave de comunicación y abundancia compartida). Eso significa que la itinerancia no se cierra en sí misma, sino que está al servicio de la misión y de la convivencia con aquellos que tienen casa-campo-familia, para así ayudarles a vivir (curarles), de tal forma que los mismos curados puedan compartir con los otros lo que tienen, en alianza que más tarde se definirá como Iglesia.

En esa línea, el proyecto de Jesús resulta inseparable de un tipo de trabajo de los “propietarios”, de manera que el campo ha de “labrarse” (trabajarse) y la casa construirse (edificarse), pues los agricultores y/o artesanos siguen realizando una labor esencial, pero no al modo antiguo (de oposición e imposición sobre los demás), sino de un modo nuevo, de colaboración en gratuidad, de manera que no haya más dueños y siervos, sino hermanos, en alianza de Iglesia. De esa forma, la experiencia del Reino (de de Dios, todo es gracia) se expresa y estabiliza en el surgimiento de una alianza duradera de vida. Eso significa que el proyecto de Jesús puede y debe ponerse al servicio del surgimiento de una economía familiar extensa (cien madres, hermanos, hermanas…: cf. Mc 3, 31-35) y de un trabajo compartido (cien casas, cien campos…), de manera que la vida no sea ya lugar de lucha de unos contra otros, ni de “caridad asistencial”, sino de encuentro y colaboración de todos.

1. Los sedentarios ofrecen casa y comida a los itinerantes, a los que dice Jesús: “cuando entréis en una casa… comed lo que os pongan” (cf. Mt 1, 11-12; Lc 10, 7-8). Se supone así que los sedentarios, que tienen pan, casa y posibilidades económicas han de compartirlas con los pobres/itinerantes. (cf. Mt 25, 31-46).
2. Los itinerantes-pobres aportan a los sedentarios algo que ellos no tenían: vida en libertad, salud, gratuidad. Ellos han de “darse a sí mismos”: dan lo que son y así se quedan, como signo de vida, en manos de los sedentarios, enseñándoles a compartir y a convertir su casa-dinero en don para los pobres (para todos). Por su parte, los sedentarios han de ofrecer su casa/campo, es decir, su economía familiar abierta ahora en forma social, de familia más amplia (cien campos…).

Esta alianza de itinerantes y está en el centro del mensaje de Jesús: superación del juicio, perdón de las deudas, amor a los “enemigos”. Eso significa que Jesús no se ha limitado a enseñar, en un plano teórico, sino que ha iniciado un movimiento de comunicación social, que hace posible la llegada del Reino, a partir de los pobres. De esa forma, aquellos parecen “menos” aportan “más” (gracia y curación, salvación) para los ricos. Por eso, cuando Mt 11, 4 (cf. Lc 7, 22) diga que “a los pobres se les anuncia el evangelio” no dice que ellos, los pobres, lo reciben por medio de los ricos, sino que ellos mismos, los pobres, son trasmisores de salud, es decir, de esperanza para todos. Pero los ricos pueden y deben aportar también su casa y campo (es decir, su hacienda y trabajo).

3. Los Doce, todo Israel. Un movimiento abierto.

Jesús ha querido realizar una obra profética al servicio de la redención o plenitud del conjunto de Israel, no de un simple resto. Por eso, no podemos llamarle profeta de un grupo de “pobres de Yahvé” (piadosos y buenos israelitas), sino más bien, de todos los elegidos y amados de Dios, ovejas perdidas de la casa de Israel, en apertura a todas las casas o naciones del mundo (como ha recogido Mt 28, 16-20, ratificando una trayectoria que había comenzado en el mismo Jesús). Jesús se ha identificado de un modo especial con los excluidos, pero lo ha hecho para cumplir y culminar historia abierta a todos y representada por sus Doce que son signo de las Tribus de Israel y por ellas al conjunto de la humanidad.

1. Los Doce, todo Israel. Jesús no ha desarrollado una teología de elegidos, propia de unas minorías de puros o limpios, sino que puso en marcha un movimiento universal, desde los más pobres. Casi todos los grupos israelitas de aquel tiempo (fariseos y esenios) se situaban en la línea del “resto” elegido, destacando elementos de resistencia y piedad que eran buenos, pero que podían volverse elitistas. En ese contexto, al centrarse en los excluidos del sistema, Jesús puso en marcha un movimiento que podía y debía abrirse a todos, desde Israel, y así lo hizo vinculando dos signos importantes de la historia israelita:

(1) El signo de los Doce, representantes de las Doce tribus de Jacob, portadoras de una esperanza nacional que, en un segundo momento, puede abrirse a todos los pueblos (en la línea de Gen 12, 1-3).
(2) El signo de los pobres-marginados, que siendo de hecho israelitas, son expresión del conjunto de la humanidad, pues, estrictamente hablando, los pobres como tales no tienen nación ni elección particular sagrada. Esta unión de los Doce y de los pobres forma un elemento distintivo del mensaje y de la vida de Jesús.

Toda la historia del judaísmo, al menos desde el tiempo de los macabeos, ha estado centrada en la separación de Israel y, al mismo tiempo, en su apertura al conjunto de la humanidad. Los diversos grupos judíos querían universalizar de alguna forma el proyecto mesiánico de Israel, pero los medios que proponían eran diferentes (y algunos inviables): sumisión de todos los pueblos a Israel, apertura universal del culto del templo, irradiación supra-racional de la ley judía, un tipo de simbiosis filosófica con el helenismo (Filón)… Sólo Jesús, que sepamos, ha logrado encontrar e iniciar un camino práctico de apertura universal, desde el fondo de sus tradiciones de Israel, haciendo a los Doce “enviado” (pobres) un signo de apertura israelita al conjunto de la humanidad. En esa línea, las doce tribus de Israel (representadas por los Doce apóstoles) han de interpretarse como signo de la salvación mesiánica, abierta de los itinerantes-pobres de Israel a todos los pueblos. Centrándose en los pobres, la historia de Israel (Doce tribus) puede abrirse al conjunto de la humanidad.

Como gran parte de los judíos de su entorno, Jesús suponía que al final de los tiempos vendrían los gentiles a unirse con el pueblo de Israel, para así participar en el banquete del Reino, que él quiso ofrecer a los (por los) pobres, añadiendo que muchos israelitas corrían el riesgo de quedar fuera, pues no eran fieles a las promesas de Dios (cf. Mt 8, 11). Recopilando lo anterior, podemos decir que en el principio de la iglesia están los itinerantes y/o los pobres, con aquellos que les reciben y, de un modo especial, están los Doce, que pertenecen al grupo de los itinerantes y que marcan el carácter israelita del movimiento de Jesús. Así puedo unir ambos grupos y decir que los Itinerantes/Doce anuncian el Reino de Dios, en nombre de Jesús. Van sin llevar nada y de esa forma convocan y anuncian el Reino, desde la pobreza, quedando en manos de aquellos que quieran acogerles. Sólo allí donde surjan personas como estos itinerantes de Jesús podrá darse iglesia, sin más poder que su palabra y sus curaciones.


4. Jerusalén, riesgo y plenitud del mesianismo

El mismo mensaje y proyecto de Jesús en Galilea (su movimiento de Reino) le hizo subir Jerusalén, para culminar su obra y esperar allí la respuesta de Dios. Ciertamente, su conflicto con las autoridades había comenzado ya en Galilea, donde Jesús chocó no sólo con Herodes (y los herodianos), sino con otros grupos judíos; pero el conflicto culminará en Jerusalén. Jesús no había fracasado en Galilea, esperado la llegada de un Reino que no vino; pero tampoco había desplegado plenamente su mensaje, cosa que sólo podría realizar en Jerusalén, donde debía culminar y decidirse su movimiento.
Aquí se sitúa su apuesta: Jesus sube a Jerusalén porque confía en que Dios le acogerá y responderá. Otros profetas escatológicos anunciaron, por ejemplo, la división de las aguas del Jordán, la apertura del Monte de los Olivos y/o la caída de las murallas de Jerusalén (cf. Hech 5, 35-40). Pues bien, el signo de Jesús será su misma venida a Jerusalén, como Mesías de un Reino de Dios que no llega a través de signos espectaculares, sino a través de la entrega de unos a otros, de forma no-violenta, en gesto de perdón y de amor a los enemigos, superando así el talión (principio de venganza) que algunos apocalípticos habían podido anunciar.

Eso significa que Jesús anunciará la llegada del Reino en la “ciudad de Dios”, pero sabe que ese Reino vendrá sin un “juicio de imposición”, sin venganza de Dios, sin muerte de los enemigos. De esa forma sube a Jerusalén, para quedarse allí, con la misma actitud de los “itinerantes” que entraban en las casas de los “propietarios”, ofreciéndoles la salud del Reino y esperando su hospitalidad. Así viene Jesús a la Ciudad (¡la única ciudad de su mensaje!), para ponerse en manos de sus “propietarios”, es decir, de los sacerdotes y soldados (cf. parábola de los renteros/propietarios de la viña de Jerusalén: Mc 12, 1-12 par).

Sube anunciando y ofreciendo el Reino. Pero llega marcado por la experiencia de “fracaso” de otros profetas/pretendientes mesiánicos (especialmente de Juan), que han sido asesinados, y viene influido, sobre todo, por el mismo tenor de su mensaje, que no implica violencia y dominio, sino gratuidad y comunicación amorosa, desde los más pobres. Ciertamente, Jesús no había venido del desierto a Galilea para fracasar, ni ha subido después de Galilea a Jerusalén para seguir fracasando, sino para cumplir la obra de Dios, anunciando y ofreciendo los dones y caminos de su Reino. De todas maneras, es evidente que, dado su mensaje de gratuidad, él debió contar con la posibilidad y, humanamente hablando, con la probabilidad/certeza de un fracaso, de manera que esa posibilidad y esa probabilidad han debido influir en su estrategia.

Ciertamente, él forma parte de una serie de profetas apocalípticos, que prometían signos de Dios y esperaban su llegada (juicio final, restauración de Israel, destrucción de este mundo). Esos profetas anunciaron signos espectaculares (división de las aguas del Jordán, caída de las murallas de Jerusalén)… El signo de Jesús fue su mensaje (no-violencia mesiánica) y su decisión de subir desarmado a presentarlo en Jerusalén.
No ha existido, que sepamos, ningún otro profeta que haya realizado las señales de Jesús (curaciones, exorcismos) y las haya vinculado a su tipo de enseñanza (no-juzgar, perdonar, amar al enemigo) y a su promesa de Reino, buscando, como él hizo, la unión de itinerantes y sedentarios. Tampoco ha existido, que sepamos, ningún otro que haya subido a Jerusalén como él lo ha hecho, rodeado de discípulos pacíficos y anunciando el Reino de Dios, sin prometer un señal externa (apertura del Monte de los Olivos, caída de los muros de la ciudad), sino quedando, como pedía su mensaje, en manos de las autoridades sociales y religiosas de la ciudad, esperando la respuesta de Dios (que se expresaría en la acogida o rechazo de los hombres).
Jesús ha ofrecido un mensaje y ha realizado unos signos que, en conjunto, siguen siendo únicos en la historia de las ideas sociales (políticas) y de las religiones. En este contexto, para retomar los motivos básicos de su proyecto de Reino, desde la perspectiva de su subida a Jerusalén, podemos recordar y resumir los tres pasos fundamentales de su camino, que nos sirven para fijar la identidad de Jesús y entender su biografía. No hay un Jesús “ya hecho” desde el principio, sino un Jesús que ha ido desplegando su proyecto mesiánico en tres pasos o momentos fundamentales, que podemos resumir de esta manera:

1. De Nazaret al Jordán. Este primer paso define el resto de su vida: Jesús dejó el trabajo (y quizá la casa familiar) para hacerse discípulo de Juan, que anunciaba y preparaba el juicio de Dios sobre Israel y, quizá, sobre el conjunto de los pueblos. No sabemos si había realizado rupturas anteriores, pero ésta ha marcado el resto de su vida. No ha sido una ruptura solitaria, sino que Jesús la ha compartido “con todo el pueblo, que era bautizado” (Lc 3, 21), en una línea de esperanza apocalíptica.

2. Del Jordán a Galilea. También este paso implica continuidad y ruptura. Da la impresión de que el destino de Juan Bautista (asesinado por Herodes) ha influído en el hecho de que Jesús vuelva a Galilea, no para repetir el mismo anuncio de juicio, sino para proclamar y preparar un nuevo mensaje de Reino, que se expresa en los milagros (curaciones) y el pan compartido. Jesús vuelve así a su tierra y su gente, al lugar donde viven y sufren los artesanos y prescindibles de Galilea, no para hacerse de nuevo artesano, sino para anunciar e iniciar entre ellos el Reino de Dios.

3. De Galilea a Jerusalén: La misma experiencia de Galilea le lleva a Jerusalén, lugar de culminación de la historia israelita, donde él debe realizar el gran signo del Reino: quedar en manos de las autoridades, esperando la respuesta de Dios. Así viene a Jerusalén para ofrecer allí su mensaje de “transformación galilea” del judaísmo. Lo que había hecho en las aldeas de su tierra quiere hacerlo ahora en la Ciudad de las promesas, para que Dios mismo lo ratifique. Ha llegado el momento decisivo. Éste es su último paso: más allá sólo queda la respuesta de Dios.


5. Dos estrategias. Roca y Jesús

Jesús está rodeado por un grupo de seguidores y discípulos que siguen teniendo su propia estrategia. Entre ellos está Simón, a quien el mismo Jesús parece haberle puesto el sobre-nombre Ho Petros (Mc 3, 16), que solemos transliterar en nuestros idiomas como Pedro, Pere, Peter, pero que sería mejor que lo tradujéramos, diciendo El Roca o Roca. Pues bien, el Roca y Jesús tienen estrategias diferentes, como lo muestra la escena de Cesarea de Felipe (Mc 8, 27-34).

− La propuesta de Pedro (que se enfrenta a Jesús y le dice que no suba desarmado a Jerusalén) forma parte de la estrategia tradicional del mesianismo israelita. Posiblemente no implica violencia militar, pero busca y supone un triunfo externo: un tipo de poder que se expanda, si hace falta, por la fuerza, como propondrán los zebedeos, que quieren “sentarse” a los lados de Jesús, como ministros de un rey poderoso (cf. Mc 10, 35-37). Pues bien, en contra de eso, Jesús no subirá a Jerusalén para tomar el poder, sino para instaurar un Reino sin poder externo. En este contexto, más que Mesías davídico, al estilo clásico, Jesús será Hijo del Hombre, alguien que puede y quiere dar la vida por los otros.
La estrategia de Roca se funda en la Escritura y resulta humanamente más viable, en la línea del dominio mesiánico, es decir, de la toma de poder. También Roca interpreta las promesas y traza un camino de despliegue positivo del movimiento del Reino. Pero, desde la perspectiva de Jesús, él se sitúa en la línea de “la lógica de los hombres” (de la toma de poder), de manera que no responde a la intención de Dios (“tus pensamientos no son los de Dos, sino los de los hombres”: Mc 8, 33). (1) Ésta había sido la lógica de los macabeos y de sus sucesores, sido asumida por los sacerdotes de Jerusalén, que toman el poder (o lo comparten con Roma), diciendo que realizan la obra de Dios. (2) Ésta es la lógica de los zebedeos, que quieren el poder, aunque sea “para bien del pueblo” (cf. Mc 10, 35-45); ciertamente, quieren ser mejores que otros poderosos, pero, al fin, siguen en una línea de dominio impositivo. (3) Esta parece haber sido en gran parte la lógica de la iglesia posterior (Iglesia de Roca) que ha tomado el poder para así extender mejor la obra de Jesús.

− La estrategia de Jesús se apoya en el Dios de la Escritura de Israel, pero de un modo distinto al de Roca. Es una estrategia que renuncia a la toma de poder militar y político, precisamente para anunciar y extender de otra manera el Reino de Dios, que es el Reino de lo humano. Eso significa que “debe entregarse” en manos de los hombres, como un fermento de transformación. Hasta Jesús, todas las revoluciones se habían instaurado a través de una toma del poder. Lo mismo ha pasado tras Jesús: las grandes “revoluciones” de la historia de occidente se han hecho a través de una toma de poder: la Revolución Francesa, la Revolución Marxista, la posible revolución Capitalista. De esa manera, tomando el poder han terminado “destruyendo” lo humano.
Pues bien, en contra de eso, la “conversión” que propone Jesús (Mc 1, 14-15) se despliega sin toma de poder. Por eso, no se define, simplemente, como no-violencia pasiva (simplemente dejarse matar). Pero tampoco es resultado de una conquista militar (ni de una victoria democrática: como voluntad de la mayoría). Ella implica una decisión y voluntad muy honda de personal y social, como una curación más alta, una educación superior, una transformación… un tipo de mutación humana.

Así podemos definir el proyecto de Jesús como mutación, como una transformación de los principios e ideales de la vida humana. Como sucede en toda mutación verdaderamente creadora, ella implica un tipo de sabiduría y potencialidad más alta (un tipo de autoridad), pero sin el poder de la violencia, sin el poder del capital o de la economía. Se trata de una mutación de humanidad, que Jesús asume y despliega con sus discípulos, subiendo con ellos a Jerusalén (a pesar de que ellos no le entiendan ni respalden plenamente).
Les ha enviado ya como itinerantes, pidiéndoles que ofrezcan el Reino y que curen a quienes quieran recibirles, quedando en sus manos (corriendo el riesgo de no ser recibidos). Ahora sube con ellos, no para entrar en las casas de los campesinos galileos, sino en la gran casa de Jerusalén (que es un microcosmos, signo de la humanidad entera), ciudad del Reino, pero que ahora se encuentra controlada por sacerdotes judíos y soldados romanos. En ese fondo se distinguen e implican las estrategias:

6. Mutación de Jesús. Una nueva justicia

Esa estrategia de Jesús es la expresión de su nueva lógica mesiánica, que no se manifiesta a través de la toma de poder, sino a través de la creación de un tipo de “autoridad más alta”, vinculada al don personal y comunitario, es decir, a la capacidad de dar la vida por los otros. Ese descubrimiento (Dios se manifiesta allí donde unos dan la vida al servicio de los otros) es la revelación más alta del mismo Dios, es la mutación humana. Esto es lo que Mt 5, 20 presenta como justicia más alta.
Esa justicia de Jesús exige que los aspirantes mesiánicos den lo que son, enriquezcan a los demás y queden sin defensa violenta (económica, militar o religiosa), por amor y fidelidad de Reino, en manos de aquellos que tienen el poder económico, militar y religioso, no para quedar vencidos, sino realizar así, gratuitamente, la obra del Reino (como aparece en el tema de las tentaciones de Jesús, que aquí se manifiestan con toda su fuerza).
Jesús va descubriendo así que Dios (que la gracia de la vida) no actúa con violencia, desde fuera (desde arriba), sino allí donde unos se ponen al servicio de los otros, de un modo creador. Ésta es la lógica que Jesús ha desarrollado volviendo al origen de la Escritura, para interpretarla desde los conflictos y esperanzas de su pueblo, resolviendo así, con su propia vida, los problemas básicos de la historia y tradición israelita. No habla de teorías. Dice su verdad diciendo su vida y reinterpretando así todo el camino de la Escritura Israelita.

1 .Jesús retoma el inicio de la Creación (Génesis). No dice externamente que lo hace (no afirma ¡quiero reinterpretar la creación!), pero de hecho lo está haciendo. De esa forma replantea el sentido básico del despliegue de la humanidad, asumiendo y resolviendo de un modo distinto (mesiánico) los enfrentamientos que la Biblia ha situado en los primeros capítulos del Génesis (Gen 4-8), con las historias que van desde el asesinato de Abel hasta el diluvio. Así podemos volver al comienzo de la creación, poniendo las bases de una humanidad distinta, que no está hecha de enfrentamientos, sino de generosidad.

2. Jesús reinterpreta el camino del Éxodo (y también el retorno de los cautivos de Babilonia), asumiendo así la condición de los hebreos que buscan libertad. Eso significa que él encarna el destino de la humanidad cautiva o esclava en Egipto, para iniciar un camino de éxodo que conduce a la tierra prometida, como supone Ex 15, 17: “los introduces y los plantas en el monte de tu heredad, en el lugar que has preparado como tu morada, en el santuario que establecieron tus manos”. Al final del Éxodo está Jerusalén y allí quiere subir Jesús, no para conquistarla con la fuerza (o para apoderarse de ella), dejando de esa forma de ser pobre (y abandonando así a los pobres reales), sino para culminar su movimiento mesiánico con los mismos pobres, al servicio de todos, desde los expulsados y aplastados de la sociedad.

3. Jesús reformula y trasforma el proyecto político davídico, como habían querido hacer los macabeos (hacia el 170/160 a. C.) y como intentarán algunos años después de Jesús los celotas (el 67-70 d. C.). Pues bien, a diferencia de macabeos y celotas, Jesús recrea la respuesta davídica a través de la entrega personal, subiendo a Jerusalén para tomarla, sin violencia militar, como en el caso del viejo David (2 Sam 5, 6-10), sino a través de un gesto de solidaridad activa. Jesús se atreve a presentar su proyecto en Jerusalén, de un modo activo, provocativo, enfrentándose para ello con las autoridades políticas, militares y religiosas de la ciudad (que era un signo de todo este mundo)

La lógica de Jesús se entiende así en línea de amor activo, pues sólo el que ama queda (se atreve a quedar) en manos de aquellos a quienes ama, sin buscar seguridades, sin trazar estrategias de lucha violenta. En un sentido, el que ama no calcula, no mide, no quiere defenderse, pero en otro se siente capaz de “curar” (es decir, de sanar, de cambiar) a los mismos en cuyas manos se entrega. Pero, en otro sentido, el que ama sabe sentir y medir, sabe calcular los riesgos. Pues bien, Jesús se arriesgó y pensó que era el momento de presentar su alternativa en Jerusalén, confiando en Dios (es decir, en la fuerza de la verdad, del nuevo ser humano), aunque sabiendo que podían matarle.

6. Un posible contraste: Mahoma y Jesús

Éste ha sido, a mi juicio, el descubrimiento más importante de Jesús: su mismo impulso mesiánico le ha llevado a subir a Jerusalén, para quedarse allí en manos de las autoridades de Israel, ofreciéndose a sí mismo y ofreciendo su mensaje de Reino. La Iglesia dirá así que él es Mesías porque ha “dado” su vida, de un modo inteligente y realista, pero total, arriesgándose a morir por el Reino. Ésta ha sido su opción suprema, una opción que Marcos ha situado en Cesárea de Felipe y que nosotros hemos entendido desde las tradiciones de la Biblia.
En este contexto, a partir de aquí, Jesús aceptará el título Mesías (Hijo de David), que él había rechazado o silenciado en un primer momento, presentándose como profeta y/o Hijo de Hombre. De un modo consecuente, por lógica mesiánica, todo lo que el evangelio aplica a Jesús puede aplicarse a sus discípulos/amigos, con quienes realiza un camino de Reino. Jesús no sube a Jerusalén para separarse de otros hombres, recorriendo así un camino exclusivamente suyo, sino para descubrir y recorrer con ellos un movimiento de reino; eso significa que la “lógica de la subida a Jerusalén” no es exclusivamente suya, sino marca esencial de su grupo.

1. Estrategia del Islam histórico. Mahoma conoció e interpretó certeramente la experiencia y novedad de Jesús quien, a su juicio, no supo (o no quiso) subir a Jerusalén para triunfar, imponiendo de esa forma el Reino, sino que fracasó en su capital, dejándose matar, sin conseguir lo que pretendía. Pues bien, como profeta y mensajero definitivo de la voluntad triunfadora de Dios, Mahoma estaba convencido de que debía triunfar para establecer su comunidad de sometidos ('Umma). Por eso, en el momento del riesgo, cuando vio que podían matarle, planeó una estrategia humanamente acertada: hizo que algunos de sus discípulos se refugiaran en Etiopía (hacia el 615 d. C.) y después, rompiendo los lazos tribales y sacrales que le unían con la Meca, "emigró" con la mayoría de sus seguidores a Yatrib/Medina, algunos de cuyos habitantes le habían llamado, fundando allí la comunidad de los liberados (Hégira, año 622).
Como era lógico, tuvo que luchar contra la Meca, pero, tras ocho años de dificultades y padecimientos, Mahoma logró volver victorioso, el año 630, para ofrecer e imponer en su ciudad (centrada en la Caaba, un santuario vinculado a la memoria de Abrahán) un equilibrio social que, a su juicio, se fundaba en Dios, logrando el sometimiento de la mayoría de sus habitantes. Mahoma entró en la Meca al mando del ejército de los sometidos a Dios para establecer su “ley”, la voluntad de Dios, sobre el conjunto de la población. Murió a los dos años (632), tras haber culminado su tarea, expandiendo e imponiendo el Islam (sumisión a Dios) con palabra y ejemplo, pero también por las armas, en un duro esfuerzo de conquista y liberación.
Mahoma no quería un Reino puramente interior (aunque destacó el valor y la necesidad de someterse a Dios), sino que impuso de algún modo un reino social o comunitaria, una umma de sometidos a Dios, dispuestos a extender su modelo de sumisión al mundo entero. En esa línea, a diferencia de Jesús, Mahoma tomó el “templo” (la Caaba de la Meca) y la purificó de la idolatría, para convertirla en santuario o mezquita universal para todas las naciones de creyentes. Por eso, los musulmanes siguen teniendo un santuario central, vinculado a la memoria de Abrahán y de Mahoma y van a peregrinar allí, para adorar a Dios, una vez en la vida (si pueden).

2. Estrategia de Jesús. Vino de la periferia de Israel (Galilea) y subió al centro (Jerusalén) para ofrece su alternativa de gracia, su proyecto de Reino, que es vinculación de amor entre los hombres. No tuvo que salir primero en una especie de Hégira o retirada estratégica, como la de Mahoma, pues él no había empezado su tarea en la capital sino en la periferia, de donde vino a Jerusalén para anunciar la caída de su templo elitista y para promover un movimiento universal de comunión (de amor mutuo), desde los más pobres, sin necesidad de templo.
No vino a enseñar teorías interiores, pero tampoco quiso conquistar el Reino con armas, sino a proponerlo en amor, quedándose sin armas en manos de los hombres, dejándose matar por aquellos que creían en el Dios de la ley y el orden, no en la gracia. Sabía bien que su camino (su anuncio y entrega) podía suponerle la muerte y la aceptó, por fidelidad. No se echó atrás, no se escondió en su aldea, esperando tiempos más propicios. Tampoco quiso reclutar soldados revolucionarios para iniciar con ellos una marcha popular, subiendo a conquistar Jerusalén, en una guerra que actualmente pudiéramos decir que era justa. Superando ese nivel de justicia, Jesús estaba convencido de que el Reino es gracia y no puede instaurarse sólo por justicia. Por eso, no emigró o se refugió en algún oasis de seguridad, como Mahoma en Yatrib (Medina), sino que asumió el posible fracaso como camino de Dios (cf. Mc 8, 31; 9, 31; 10, 32-34).
Nada de lo que sucedió en la pasión de Jesús era necesa¬rio en sentido externo, nada estaba previamente escrito como imposi¬ción. Judíos y romanos, Judas y Pedro, autorida¬des y discípulos conservaron su propia iniciativa al negar o condenar a Jesús. Públicamente había pregonado la llegada de Reino y había decidido subir a Jerusalén, rodeado por unos discípulos que aceptaban y asumían críticamente su función de mensajero escatológico de Dios. Los discípulos de Mahoma estaban seguros de su profeta y en conjunto le siguieron y lucharon con él por conquistar la Meca. Por el contrario, los discípulos de Jesús confiaban también en él, pero manteniendo su propia autonomía, de manera que en el momento decisivo pudieron “abandonarle”.

7. Subir a Jerusalén, un camino para servir

Los evangelios sinópticos han interpretado la subida de Jesús hacia Jerusalén y toda la segunda parte de sus “biografías” (desde Mc 8, 34; Mt 16, 21 y Lc 9, 31) uniendo el tema del ascenso mesiánico con el tema del servicio a los demás. Precisamente ese ascenso es el que abre y despliega un gesto y programa de servicio, que se expresa en la opción a favor de los más pequeños, que son los niños. Al preguntar “qué puedo hacer por el Reino” estoy presentando aquello que puedo hacer por los niños. Ése es, por tanto, un camino de familia.

1. Invertir la pirámide: niños (y excluidos), primeros en el reino. Según el judaísmo normativo, los niños (descendencia) son signo de Dios, pero sólo alcanzan autoridad si cumplen la Ley y las normas sacrales, como muestra el Código esenio de Damasco (CD 10, 6) y el conjunto de la legislación rabínica: ellos se vuelven valiosos cuando alcanzan la edad para celebrar la liturgia de adultos. En contra de esas leyes (y de cierta praxis de la iglesia posterior) Jesús hace a los niños testigos y destinatarios del reino. Frente a un mundo donde hombres y mujeres valen por su saber (griegos) o su hacer (judíos; cf. 1 Cor 1), Jesús les valora en cuanto necesitados y capaces de amor, y con ellos valora y pone en primer lugar a los excluidos del sistema de poder del mundo
Los discípulos habían empezado a repartirse poderes, en ejercicio normal de previsión política (¡suben a Jerusalén, donde llega el Reino!). Jesús les contesta ofreciéndoles una lección de pequeñez (el mayor es el más niño), de cercanía afectiva (Jesús abraza al niño) y servicio (pide a los suyos que acojan a los niños). Ellos suben a Jerusalén buscando el poder (como mayores). Jesús les responde ofreciéndoles un camino de servicio Los discípulos no son ignorantes ni perversos, sino simplemente humanos, realistas, y saben que todo proyecto necesita un liderazgo (incluso, y sobre todo, el Reino). Quieren ser mayores para así mandar. Jesús no necesita mayores ni primeros, sino últimos y siervos. Pues bien, allí donde ellos mandan desde arriba, los inútiles o niños (los impuros) quedan marginados.
Los discípulos han querido establecer un orden de intercambios sociales y sacrales a partir de la capacidad de los más fuertes, que se imponen y dirigen a los otros desde arriba. De esa forma siguen en un plano de dominio, en el que deben imponerse los más dignos y capaces. No critican el modelo de poder actual (judío, romano), sino su mal funcionamiento. De esa forma sigue y se perfecciona el modelo anterior, de manera que se reproduce la pirámide jerárquica: donde antes mandaban lo malos (sacerdotes de Jerusalén, soldados de Roma) podrán hacerlo ahora los buenos (discípulos de Jesús). Pero Jesús no sube a Jerusalén para reproducir la estructura del sistema, sino para crear un movimiento de comunicación gratuita y personal donde los niños y pobres son primeros. Así invierte el orden social desde los antes excluidos. Allí donde el Bautista parecía decir que el mundo está maduro para el juicio, subiendo a Jerusalén, Jesús afirma que es ya tiempo del Reino, a partir de los niños.

2. Poder es servicio: amor activo y ministerio mesiánico. El movimiento de Jesús no necesita rabinos (escribas), políticos o sacerdotes, sino personas que sean capaces de amar. El orden social exige expertos preparados, conforme a los principios de poder militar, económico o jurídico; por eso, en su cabeza se sitúan lo especialistas superiores. Pues bien, en contra de eso, Jesús sube a Jerusalén sin un “ejército de expertos”, sin soldados, sin economistas. Cualquiera que les mire dirá que no se encuentran preparados. ¿Quién se imagina a Mahoma tomando La Meca con gente como la que lleva Jesús? ¿Quién se imagina a los cruzados de finales del siglo XI d. C. tomando Jerusalén sin caudillos militares ni estrategas, como en la llamada “cruzada de los niños”? Pues bien, Jesús sube de esa forma.
La propuesta de Jesús parece irrealizable. ¿Puede avanzar y triunfar un movimiento de carismáticos, sin una fuerte ley social, sin instituciones eficaces, sin estrategas militares? Ésta es la paradoja de Jesús: inicia un camino de subida a Jerusalén y de liberación humana sin contar (al parecer) con las personas e instituciones adecuadas. En este contexto se sitúa la propuesta de los Zebedeos, que se ofrecen para servir a Jesús, uno a su derecha, otro a su izquierda. Pero Jesús les contesta: «Quienes parecen mandar a los pueblos los tiranizan y los grandes entre ellos los oprimen. No ha de ser así entre vosotros: quien quiera ser grande sea vuestro servidor; y quien quiera ser primero sea esclavo de todos. Pues el Hijo de Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como redención (lytron) por muchos» (Mt 10, 42-45.
Jesús revela así la cara mentirosa de un tipo de poder: quienes parecen mandar no mandan, son esclavos de un sistema y opresores de los otros a quienes tiranizan. Para subir a Jerusalén e instaurar su Reino, Jesús no ha tomado el poder económico (cf. Mc 10, 17-22), sacral (cf. Mc 11, 12-26) o mesiánico que los zebedeos buscan. Por eso responde: "No sea así entre vosotros... Quien quiera ser grande, hágase servidor de todos..." (cf. Mc 9, 33-37). Así inicia con sus Doce (y con aquellos que le siguen) un camino de servicio que es el Reino. No ha querido ni podido establecer instituciones más capaces, mejores organismos de control, sino que busca y ofrece un amor más alto, que no quiere “ser servido”, como Hijo de Hombre de Dan 7, 14, sino servir y dar la vida a los demás.

Pues bien, subiendo a Jerusalén sin armas ni poderes, Jesús ha invertido expresamente la figura del Hijo de Hombre de Daniel, que se situaba todavía en un plano de Ley: ratificaba la victoria legal del Poderoso, la venganza de Dios, el triunfo merecido de los israelitas buenos. En contra de eso, como verdadero Hijo de Hombre, Jesús no sube a Jerusalén para recibir allí el Reino (tomando el poder), sino para “hacer Reino”, dando su vida por los otros. Frente a la organización mesiánica de los zebedeos, que intentan racionalizar su movimiento con buenos poderes, Jesús ofrece un proyecto de comunión, no desde el poder de algunos, sino desde el amor y servicio de todos (Mc 10, 45). El orden político o religioso necesita soldados, gobernantes y sacerdotes, en línea económica y burocrática. Pero el Reino que Jesús busca en Jerusalén mandos militares, caudillos o estrategas financieros, ni expertos zebedeos o jerarcas religiosos, sino amigos y servidores que sepan regalar (regalarse) la vida.
Ésta es la preparación de Jesús para el Reino, ésta es la compañía que él quiere: un grupo de amigos que sean capaces de ponerse al servicio de los otros. El Diablo de las tentaciones (Mt 4 y Lc 4) había interpretado la vida como imposición económica (dinero), política (poder) e ideológica (milagro...). Jesús la entiende como regalo: pues el Hijo del Humano está subiendo a Jerusalén para servir a los demás (cf. Mc 10, 45). El camino de ascenso de Jesús a Jerusalén no crea un orden de poder, sino que promueve el encuentro directo de varones y mujeres, pequeños y grandes, por encima de los sistemas políticos y religiosos que dominan sobre el mundo. Jesús no subió a Jerusalén para reformar los aparatos estatales y religiosos, de Roma y Jerusalén, en plano de sistema, sino para crear un espacio de encuentro personal, en el cara a cara de la comunicación y de la entrega mutua de la vida.

8. Jerusalén, destino de Jesús. Estrategia y camino abierto

En un plano más histórico, podemos afirmar que, siendo buen israelita, Jesús creía en la llegada del Reino, que comenzaría en Jerusalén, para extenderse desde allí a toda la tierra. Como profeta de los pobres y excluidos de Israel, estaba convencido de que ese Reino vendría a partir de los pequeños, hambrientos y expulsados de la buena sociedad israelita. En nombre de ellos, como enviado del Padre, subió a Jerusalén, al acercarse los días de pascua, rodeado de un grupo de discípulos y colaboradores, ratificando de esa forma su fe en el Dios de las promesas y en el valor de su mensaje. Vino desarmado y pobre, porque el Reino de Dios no se alcanza con dinero ni con armas, sino con amor a las personas. Así, para trasformar a las personas desde el Reino (para el Reino), vino a la ciudad de la esperanza y las promesas.

1. Una estrategia. Ese camino formaba parte de una estrategia mesiánica, cuyo final externo él no conocía de antemano (cf. Mc 13, 32), aunque estaba convencido de que le esperaba el Reino de Dios, como experiencia de amor ofrecido a los pobres y compartido con ellos. Desde este fondo, recogiendo los argumentos y temas anteriores de este libro, quiero ofrecer algunas consideraciones, compartidas por gran parte de la exégesis moderna, que pueden ayudarnos a entender mejor las implicaciones y sentido de ese camino de Jesús:

1. Subió como aspirante mesiánico. No para morir en el sentido sacrificial de la palabra, sino para ofrecer y promover el Reino. No buscó su destrucción, como víctima, sino la llegada del Reino de Dios, para los hombres y mujeres de su pueblo, partiendo de los pobres (hambrientos, impuros, expulsados del sistema israelita y romano), a quienes había ofrecido su mensaje en Galilea. Como buen judío, subió a Jerusalén, ciudad de David (del Mesías), en nombre de los pobres, con un grupo de galileos, para anunciar y preparar el Reino, buscando la manifestación de Dios y conociendo el riesgo que implicaba su actitud, como recuerdan las palabras de Tomás: “Subamos y muramos con él, si es preciso” (cf. Jn 11, 16). Tenía la certeza de que Dios hablaría a través de lo que hicieran (o no hicieran) con él en Jerusalén, pues ésta era la última oportunidad para la ciudad de la promesas y del templo.
2. Vino de un modo público, pues quería la trasformación o conversión de Jerusalén. No vino de forma privada, sino como pionero y representante de aquellos que esperaban el Reino y así entró abiertamente en la ciudad, por el Monte de los Olivos (cf. Mc 11, 1 ss). Por eso, su venida, en ese tiempo de Pascua, no fue un gesto privado, sino la expresión oficial de sus pretensiones mesiánicas, en Jerusalén, capital y principio de su Reino. Ciertamente, conocía los enfrentamientos de los sacerdotes “oficiales” con otros grupos de sacerdotes y judíos (como los esenios de Qumrán) y era consciente de los problemas que su gesto podía plantear al gobernador/procurador romano (Poncio Pilato), que también había venido a Jerusalén con un contingente mayor de soldados, para mantener el orden en los días de la fiesta (de pascua). A pesar de eso (o precisamente por eso), subió a Jerusalén en pascua, porque era momento propicio (hora del Reino), tiempo para que los hombres y mujeres empezaran a comunicarse, en gesto de paz, desde los más pobres, sin prepotencia o dominio (religioso, militar, económico) de unos sobre otros.
3. No quiso pactar (=repartir el poder) con los sacerdotes. Sabemos por la Biblia que el pacto es una señal de Dios, de tal forma que toda la historia de Israel y el mismo texto de la Ley o Pentateuco había sido expresión y consecuencia de unos pactos (entre profetas, sacerdotes y representantes de la tradición deuteronomista). ¿Por qué no buscó también Jesús una alianza con los sacerdotes del Templo? Sabemos que los sacerdotes habían pactado ya con Roma, que nombraba al Sumo Sacerdote y defendía las instituciones sacrales de Jerusalén, en un contexto de equilibrio de poder, compartido por unos y por otros. Pues bien, todo parece indicar que Jesús no les ofreció un pacto pues no admitía su sacerdocio (ni los sacerdotes se lo habían aceptado, pues no le reconocerían), sino que proclamó ante ellos el Reino de Dios, como alianza universal, desde los pobres, un pacto “humano” (de vida compartida) que la Iglesia posterior centrará en la sangre de Jesús (cf. Mc 14, 24 par).
4. No quiso pactar con Roma. Desde una perspectiva eclesiástica moderna, Jesús podría, y quizá debería, haberlo hecho, enviando delegados a Pilato, para decirle que venía desarmado, que no quería (ni podía) tomar la ciudad, ni provocar desórdenes externos: que sólo intentaba cambiar la identidad y misión del judaísmo, de manera que no rechazaba directamente los intereses de Roma. De todas maneras, podemos suponer que Jesús no propuso ese tipo de pacto, pues ni él estaba dispuesto a pedir permiso al gobernador, ni el gobernador tendría interés en pactar con judíos de tercera o cuarta categoría, como parecía ser Jesús. Un gobernador romano sólo pacta con sacerdotes superiores o jerarcas laicos, en línea de poder, no con hombres que rechazan el poder, como este profeta nazareno. Sea como fuere, Jesús no quiso provocar directamente a Roma, de manera que su entrada en Jerusalén, aunque cargada de pretensiones mesiánicas (¡todos los judíos peregrinos en Jerusalén por Pascua celebraban la liberación de Egipto, soñaban en el Reino de David!), fue radicalmente pacífica.
5. Vino en un momento de crisis. Argumento de Caifás. Su subida a Jerusalén provocó una conmoción en los sacerdotes, que se sintieron amenazados, porque Jesús no reconocía el valor de su mediación sagrada (¡materializada en el templo!), sino que anunciaba y promovía la caída o transformación total de ese templo (convertido en lastre social y/o religioso), a fin de que Dios pudiera hablar directamente con los hombres y mujeres de la ciudad y del mundo (¡urbi et orbi!), empezando por los pobres. Así lo descubrió Caifás, Sumo Sacerdote: «Los sacerdotes decían: ¿Qué hacemos? Pues este hombre hace muchas señales. Si le dejamos seguir así, todos creerán en él; y vendrán los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación. Entonces les dijo Caifás: Vosotros no sabéis nada; es mejor matar a un hombre que dejar que perezca todo el pueblo» (cf. Jn 11, 47-50). Ese argumento puede resultar capcioso, pues está suponiendo que el triunfo de Jesús suscitaría disturbios que conducirían a la intervención romana y a la destrucción de templo y pueblo. Pero, de hecho, en un sentido profundo ese argumento es verdadero: los romanos admitían todas las religiones, como asunto y piedad privada, siempre que reconocieran el “poder” sagrado de Roma. Pero eso era lo que se hallaba precisamente en juego con Jesús: él no quería fundar una nueva religión “privada”, sino un movimiento mesiánico, de tipo social, que podía ser peligroso para Roma; por eso, con buen criterio jurídico, en sintonía con los sacerdotes, Pilato le condenó a muerte.

6. Roma no podía aceptar a un “rey” como Jesús. Imaginemos que él hubiera logrado mantener su pretensión en Jerusalén, rodeado por un grupo de discípulos y amigos. Eso significaría que, en algún sentido, los sacerdotes tendrían que haberle aceptado, renunciando a su visión particular (sacral) del templo y reconociéndole como “rey simbólico” (no político, en sentido imperial). ¿Jesús habría sido un rey no-militar judío, presidiendo así una especie de ONG mesiánica, una asociación religiosa, sin peligro para el orden militar de Roma, que seguiría imponiendo externamente su imperio? Podrían existir así dos “reinos”: uno para las cosas de Dios, propio de Jesús; y otro para las cosas del César, propio de Roma (cf. Mc 12, 17), como han querido los cristianos defensores de la teoría de las “dos espadas” (una del Papa y otra del Emperador). Pero estas son sólo imaginaciones retóricas. Dentro del organigrama político del imperio sólo se podía haber un «Rey de los Judíos» en clave de pacto político, de sumisión imperial y colaboración militar, un vasallo de Roma, como había sido Herodes el Grande (del 37 al 4 a. C.) y como lo será su nieto Agripa, poco después de Jesús (39-44 d. C.). En esa línea actuaba en tiempo de Jesús el mismo Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y Perea (del 4 a. C. al 39 d. C.), que intentaba convertirse en “Rey de los judíos”; pero, a diferencia de su sobrino Agripa, lo hizo de un modo poco “convincente para Roma”, siendo desposeído y desterrado. Pero Jesús no iba en esa línea y, por todo lo que sabemos, él no se hubiera coronado “rey”, pues él impulsaba un movimiento de Reino sin reyes. Un Jesús coronado Rey al final de su entrada en Jerusalén habría ido en contra de todo su mensaje.

2. Un camino abierto.

Jesús vino anunciando y esperando (preparando) la llegada del Reino de Dios a pesar de que, humanamente hablando, parecía imposible conseguir lo que quería (ni los sacerdotes judíos, ni los soldados romanos podrían aceptar su pretensión, en aquel momento y en aquellas circunstancias). Subió porque le enviaba el Dios de los profetas, en cuyo nombre había preparado e iniciado el Reino entre los pobres y excluidos de Israel, empezando por Galilea, no para ser Rey sobre los pobres, sino para que nadie fuera rey y todos los fueran.. Subió porque estaba convencido de que Dios le había confiado la tarea de instaurar con su palabra y con su vida el Reino, que ya había comenzado en Galilea y que debía extenderse, desde Jerusalén, pasando de nuevo a través de Galilea (cf. Mc 14, 28 par), a todos los pueblos de la tierra. No vino para quedarse en Jerusalén, recibiendo allí la corona regia, sino para que Jerusalén cambiara, en la línea del Reino de Dios. Probablemente, en caso de una respuesta positiva de Jerusalén, el había vuelto a Galilea, porque el nuevo Reino era de todos y no de él. No podía emplear violencia externa, ni poder político, ni sacralidad sacerdotal para extenderlo, porque el Reino de Dios no se logra con violencia, ni se mantiene por medios de poder o sacralidad sacerdotal. La subida de Jesús a Jerusalén fue un acto de fe y un camino mesiánico abierto (no definido y cerrado de antemano). Jesús no fue porque sabía lo que iba a pasar, sino para que pasara aquello que Dios quería, en un gesto en el que pueden distinguirse tres niveles:

1. Nivel de política social: entró en la ciudad como pretendiente mesiánico, en la línea de David, pero no en su nombre, para tomar él “su”, sino para que reinaran ellos, los pobre y excluidos. Antes le habían preguntado si era rey y él no había respondido, pero Pedro había tomado la delantera, declarando abiertamente que era el Cristo (Mc 8, 29). Jesús había respondido pidiéndole silencio y añadiendo que no se trata de “hacerse rey” (tomar el poder), sino de hacer reyes a los otros (dar la vida por ellos). En esa línea sigue aquí. Jesús abandona las prevenciones anteriores y responde de manera afirmativa, entrando en Jerusalén de manera abierta, como Mesías/Rey, en forma pacífica, sin armas, como rey de un Reino en que todos son reyes, empezando por pobres (cf. Mc 11, 1-10), porque “es vuestro el Reino de Dios” (Lc 6, 20).

2. Nivel de política religiosa: fin del templo antiguo. Tras subir a la ciudad como rey, anunciando y promoviendo el Reino de los pobres, Jesús entró en el templo, para declarar, con un gesto nítido y preciso, que función había terminado, de manera que ya no hacían falta sacerdotes superiores, pues los hombres y mujeres (todos) eran sacerdotes, lo mismo que eran reyes y así podían relacionarse directamente con Dios y perdonarse unos a otros, a partir de los más pobres, sin necesidad de un templo como el anterior (cf. Mc 11, 11-30). He dicho que no se habría coronado rey. Pues bien, tampoco se habría coronado sumo sacerdote.

3. Nivel de entrega y promesa personal. Precisamente cuando parecía que su empresa había fracasado, pues ni los sacerdotes ceden ni los habitantes de Jerusalén le acogen, Jesús reúne a sus discípulos y se despide de ellos compartiendo una copa de vino y prometiendo que la siguiente la beberían en el reino (Mc 14, 25). Como veremos en el próximo capítulo, esa promesa se puede entender de forma histórica inmediata (no me matarán, Dios intervendrá y mañana mismo iniciaremos el Reino) o de forma retardada (podrán matarme, pero Dios me hará volver y tomaremos juntos el vino del Reino). En ese contexto se entienden sus palabras de “retorno a Galilea” (Mc 14, 28 par), que pueden tomarse en sentido postpascual (¡le verán resucitado en Galilea!), pero también en sentido histórico: si su movimiento hubiera “triunfado”, Jesús y los suyos no habrían asumido el poder en Jerusalén.

Jesús subió para esperar la respuesta de Dios, pero fue ajusticiado, sin que nadie le defendiera en un plano externo. Subió en nombre de Dios y culminó la tarea mesiánica, en obediencia creyente, esperando la intervención de Dios, que podía defenderse de una forma histórica o más escatológica.

(a) Esperanza histórica. En un momento dado, antes que le mataran, el mismo Dios intervendría avalando su camino, el camino de los pobres. Todo nos permite suponer que Jesús pudo haber tenido básicamente esa esperanza, lo mismo que sus discípulos, prácticamente hasta el final: En el momento decisivo, Dios mismo le salvaría de la muerte. Pero Pilato le mandó crucificar y él murió gritando: «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?», sin que sucediera nada en el nivel externo. Lógicamente, los discípulos huyeron.

(b) Esperanza escatológica. De todas maneras, como habían entrevisto de algún modo las grandes figuras del judaísmo (los profetas asesinados, los mártires macabeos, el justo sufriente), quedaba abierta la esperanza de la intervención escatológica y con ella murió Jesús, poniéndose en manos de Dios, pues de lo contrario sus discípulos no habrían podido creer en él tras su muerte. Esos discípulos asumirán y desarrollarán su esperanza por la Pascua.

Los sacerdotes y Pilato pudieron descansar tranquilos. El problema de Jesús había terminado felizmente para ellos, sin grandes sobresaltos. Jesús representaba un riesgo para la paz imperial y, por eso, el gobernador romano le condenó a morir en la cruz, como escarmiento para otros posibles rebeldes o partidarios mesiánicos, poniendo un letrero que decía: ¡Rey de los judíos! Así actuó como representante del imperio (¡por la paz de Roma!), pero también como “aliado” de los sacerdotes, a quienes Jesús molestaba. Los dos poderes, el religioso-nacional y el religioso-imperial, colaboraron de un modo efectivo. No fue necesario matar o perseguir a los discípulos de Jesús, pues no parecieron peligrosos (en contra de lo que había sucedido en otros casos, en los que hubo que matar al líder con sus partidarios). De esa forma, Jesús quedó sólo en el Calvario (sin que murieran con él sus colaboradores), acompañado probablemente por otros dos “ladrones” (delincuentes comunes o nacionalistas judíos). Al acercarse la noche, fue preciso enterrarles, para que los cuerpos de los condenados, colgados y expuestos a la luz de la estrellas, no contaminaran la santidad de la tierra judía en la fiesta de Pascua, que se celebraría el día siguiente, como si nada hubiera pasado (cf. Jn 9, 31-42).

Así acabó la historia de Jesús Galileo. Todo parecía terminado, pero todo estaba abierto, pues Dios no avalaba a los jueces y/o asesinos, sino al crucificado (y a los crucificados con él). No era Dios quien le había matado, pues Dios no es muerte ni mata, sino que es Vida y da vida a
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