Salir de la Iglesia para ser Iglesia

Éste es en el fondo el lema del Coloquio de Raspanti (Ahedo, Buenos Aires) donde nos hemos junto personas de diversos países para analizar la situación y tarea de la Iglesia a los cincuenta años de la Ecclesiam Suam, al año de la Evangelii Gaudium.

Pablo VI nos pidió dialogar... y a la Iglesia le ha costado (y aún le cuesta) dialogar, pero ha de hacerlo, si cree en Jesús que es la Palabra.

Francisco Papa nos pide salir... Quiere que dejemos el castillo asegurado, el redil cerrado, que vayamos por montes y caminos buscando las ovejas... Es evidente que apenas hemos salido todavía...

Desde ese fondo he querido ofrecer mi propuesta, que tiene un sentido místico y misionero:

a. El Místico tiene que salir de sí... También la Iglesia Mística que formamos tiene que salir de su seguridad y encontrar a Dios en la vida concreta de los hombres y mujeres.

b. Sólo saliendo así podremos encontranos..., pues sólo el que pierde su vida será capaz de hallarla.

Ofrezco aquí un resumen de las primeras páginas de mi ponencia inaugural en el Coloquio. La seguimos estudiando. Buen domingo a todos...Al final va un esquema del Coloquio.

De Ecclesiam suam a Evangelii Gaudium

Dos acontecimientos solicitan poderosamente nuestro interés cristiano en este momento (año 2014), y a partir de ellos quiero ofrecer una reflexión sobre el sentido de la Iglesia que existe en sí misma, como Cuerpo Mesiánico de Jesús, en la medida en que sale de sí misma:

‒ La conmemoración de los cincuenta años del Vaticano II (1962-1965) con la Encíclica Ecclesiam Suam (1964), uno de los documentos eclesiales más importantes de los últimos decenios, en el que Pablo VI pedía a los cristianos que pasaran del paradigma de la verdad ya sabida, que se impone desde arriba, al paradigma del diálogo humilde y fecundo con la cultura y con la vida de la humanidad.

‒ La aplicación trabajosa de la Encíclica de Francisco, Evangelii Gaudium (2013), en la que el nuevo Papa pide no sólo que la Iglesia dialogue con todos (como decía Pablo VI), sino que salga de sí misma, abriendo caminos de vida, es decir, que primeree, que abandone su lugar asegurado, que involucre en la vida de los hombres, que les busque y acompañe, en un gesto de compromiso a favor de todos (y especialmente de los pobres).

Nos hallamos en un momento clave no sólo de la Iglesia en sí misma (llamada a salir de sí misma, según el evangelio), sino de la humanidad, que empieza a correr el riesgo de destruirse a sí misma, no sólo por influjo de un capitalismo sin control, que todo lo convierte en pura mercancía, sino por cansancio de muchos, que pueden negarse a transmitir la vida. En este contexto, la tarea esencial de la Iglesia no consiste simplemente en ofrecer una pequeña ayuda a los hombres y mujeres, sino en defender y transmitir la vida humana, es decir, la creación de Dios.


1. Del éxtasis de Dios a la salida de la Iglesia

Estos acontecimientos me invitan a reflexionar sobre el don y tarea del evangelio, y en especial de la Iglesia, este año de gracia y gran riesgo, en medio de una crisis global, que amenaza con destruirnos, no sólo en el nivel de lo político-económico, sino también de lo religioso, en un sentido personal y social.

La situación de este comienzo alargado del Tercer Milenio resulta por un lado duramente tenebrosa, pues nos hallamos bajo la amenaza de una economía financiera que hace y deshace, destruyendo instituciones, pueblos y naciones, poniendo en riesgo la misma vida del hombre sobre el mundo. Pero, al mismo tiempo, muchos de nosotros nos sentimos portadores de una semilla de evangelio, de una fuerte luz de humanidad, que nos invita a salir y explorar y crear, en éxtasis de amor, en diálogo y misión esperanzada, en una línea que va de Pablo VI (Ecclesiam suam) a Francisco (Evangelii gaudium).

Un éxtasis eclesial.

No podemos retroceder a los planteamientos anteriores al Vaticano II, con una Iglesia que se consideraba suficiente en sí misma (sociedad perfecta), con respuestas sabidas de antemano, y con una estructura que se suponía asegurada por principio. Han cambiado los tiempos, y debe cambiar la Iglesia, desde la raíz del Evangelio, y tenemos que hacerlo nosotros, que hemos recibido la tarea de recrear la fe. Para ello debemos confiar básicamente en el poder de Dios, y en la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, retomando la misión de su Iglesia, que nació tras (con) la Pascua, para mantener su mensaje y promover el testimonio de su vida, en este duro mundo, sin buscar seguridades en un más allá, pero esperando con gran fuerza la plenitud del Reino.

Pues bien, en este momento, sólo podemos realizar nuestra “misión” cristiana y ser testigos del Dios de Jesús si nos arriesgamos a salir finalmente de la fortaleza sitiada de una Iglesia que se había mantenido a la defensiva, como entidad social y espiritual en la que todo estaba ya resuelto. Tenemos que salir, como Jesús, para dialogar y aprender, pero sobre todo ofrecer un testimonio y camino de evangelio fuera de los muros anteriores. En este contexto quiero hablar de una Iglesia que no se cierra en lo que tiene, sino que empieza dialogando con el nuevo mundo en el que se halla inserta (como quería Pablo VI) y que se arriesga a ofrecer su experiencia y tesoro de vida en medio de un entorno amenazado, peligroso (Papa Francisco).

Parece que habíamos sido educados (preparados) para realizar unas tareas, con respuestas ya sabidas… Pero a lo largo de la marcha hemos descubierto que Dios nos pide algo distinto, en un mundo diferente. Nuestro modelo en este momento de cambio vuelve a ser Jesús, que empezó a proclamar el juicio de Dios con Juan bautista, desde las coordenadas de un judaísmo que tendía a cerrarse en sí mismo, pero que tuvo que salir fuera de los muros de seguridad de su pueblo, dejando el río Jordán y subiendo a Galilea y después a Jerusalén, en circunstancias peligrosas, precisamente por fidelidad a Dios y a su Reino. En este contexto podemos y debemos retomar el impulso extático de Dios y de su evangelio, conforme a un esquema en el que pueden trazarse estos momentos:

‒ Dios bíblico, un éxtasis social y eclesial. La experiencia del Jesús kenótico. El Dios de Jesús no es el ente supremo, una esfera, la realidad absolutamente perfecta que reposa en su conocimiento-amor, como ha pensado un tipo de ontología filosófica de tipo helenista, y una visión trinitaria también de tipo ontológico. Al contrario, el Dios bíblico-cristiano es el éxtasis perfecto, aquel que sale de sí, que se expresa, se despliega, se revela dándolo todo, es decir, dándose a sí mismo. Así lo ha visto la mejor teología trinitaria, que recoge el impulso de los Padres Griegos y de Ricardo de San Víctor, la teología de la Kénosis de Cristo, que se vacía de sí a fin de que otros sean, en plena generosidad, en infinito amor.

‒ Vida Cristiana, amor extático. En esa línea han explorado y desarrollado el evangelio los grandes “espirituales” del siglo XII (entre ellos Ricardo de S. Víctor y Bernardo de Claraval), diciendo que el evangelio no se funda en un tipo de “amor físico”, propio de la naturaleza que se busca a sí misma y se complace en su propia perfección, sino que se funda y plenifica al salir sí mismo, en gesto de amor extático, el amor “loco” cuya grandeza consiste en darse y perderse en el amado. Pero la línea del amor “físico”, de la naturaleza que se busca a sí misma para reposar en lo que es y en lo que tiene, triunfó en el siglo XIII, con la vuelta a una escolástica ontológica (con la “buena” filosofía de Aristóteles). Pues bien, ahora ha vuelto el momento y la tarea del amor extático, no sólo en sentido individual, sino eclesial y social.

‒ Un tema comunidad, una “esfera” cuyo centro está fuera de sí misma. Los rasgos anteriores del amor extático han tenido cierto influjo en la teología trinitaria y en la cristología, donde el éxtasis de Dios y la kénosis de Cristo resultan determinantes. Pero no se han aplicado de un modo consecuente a la experiencia y tarea de la iglesia que, en vez de salir de sí, ha tendido a centrarse en sí misma, como una sociedad perfecta, asentada en su propia perfección. Pues bien, pienso que ha llegado ya el momento de que la iglesia descubra su carácter “excéntrico”, el hecho de que ella sólo puede estar en sí (ser en plenitud) saliendo de sí misma, como supone el Papa Francisco.

2. Para refundar la comunión cristiana

Ésta es a mi juicio, la experiencia y tarea que está al fondo de estos dos grandes documentos de Pablo VI y de Francisco, que han marcado la tarea esencial de la Iglesia en los últimos cincuenta años, y que la seguirán marcando en los próximos cincuenta, que serán, a mi entender, años de gran éxodo, de misión excéntrica. Sólo si la iglesia sale de forma programada y consecuente de su lugar asegurado, haciéndose semilla de vida fuera de sí misma, en un mundo que parece adverso, podrá ser signo del Dios creador y del Cristo del evangelio.

‒ Ha llegado el momento del Cristo extático (kenótico), no para que le veneremos simplemente como Señor, sino para reafirmar su impulso misionero desde “Galilea” (es decir, desde el margen del judaísmo establecido), como saben y proclaman los evangelios (cf. Mt 28, 16-20). Desde el mismo centro de la tradición judía (tema del Éxodo y de la profecía mesiánica), Jesús abandonó los caminos asegurados de la buena Ley que santificaba un tipo de vida bien asegurada, para situarse “fuera”, en los lugares donde padecían los cojos-mancos-ciegos, los expulsados e impuros, para iniciar para y con ellos un camino de evangelio. Como salió Jesús, así debemos salir nosotros, portadores de su mensaje, no para crear una nueva Iglesia cerrada en sí misma, sino para promover un movimiento de comunión (Pablo VI) y de transformación humana, con el gozo del evangelio (Papa Francisco).

‒ Retomamos de esa forma la misión de Pablo. En este tiempo de gran crisis, con una Iglesia llamada a refundarse desde su principio, debemos recuperar el motivo fundamental del mensaje de San Pablo, que ha ido comprendiendo, sorprendido, emocionado, la nueva y más honda “estrategia” creadora de Dios, que no se revela a través de un Hijo de David triunfante, según la carne, sino por medio del Señor Crucificado (Rom 1, 2-3). Por eso, Pablo sale de la Iglesia-Sinagoga de un tipo de judeo-cristianismo que quería seguir centrado en Jerusalén (¡con sus valores legales y sacrales!), para plantar su “tienda” en el espacio público de la cultura helenista, en los suburbios y villas miseria del imperio romano, para dialogar con un mundo que parecía condenado (pecador). Este Pablo pide a los cristianos que abandonen un tipo de “ley” que parecía absolutamente inmutable, para ponerse al servicio de la revelación del Dios que ama a los gentiles, que quiere ser de ellos, de todos los hombres, para que así vivan en plenitud.

De esta “salida” de Pablo, que anuncia y promueve el mensaje del Cristo Crucificado en un mundo radicalmente distinto, no para cerrarse en grupos de iniciados, sino para exponer y expandir el éxtasis de Dios en la plaza pública, sigue viviendo la Iglesia. Ciertamente, Pablo no fue el único misionero de la Iglesia antigua; estaban antes que él y con él las mujeres de la pascua, con Pedro y Santiago, con los zebedeos y con otros seguidores de Jesús que fueron capaces de recrear la fe de sus antepasados (cf. Heb 11), en medio de una situación adversa, haciendo que el judaísmo saliera de las instituciones y seguridades de la Ley, para abrirse al mundo entero. Pero su “salida” fue quizá la más significativa, y a ella tenemos que volver, para recrear el evangelio, pues solamente aquello que cambia permanece. En ese fondo se sitúan las reflexiones que siguen.


La vida: una opción, un riesgo de muerte


Modernidad es el proceso de maduración cultural y social que ha definido al hombre de occidente en estos últimos siglos (XVIII-XX), capacitándole para salir de una naturaleza “sagrada” y crear un tipo de sociedad racionalizada, con grandes valores pero también con muchos riesgos (quizá más peligrosos que los mismos valores). Hasta ahora se podía pensar que la cultura formaba sólo una pequeña capa adicional y secundaria sobre un suelo firme de naturaleza, en la que estaban asentadas, por otra parte, las grandes religiones. Sólo la naturaleza ofrecía una seguridad permanente, mostraba una base de esencia duradera, conocida por la razón humana. Pero hoy no estamos tan seguros del sentido de la naturaleza (a pesar de la necesidad de un mayor compromiso ecológico), y parece que hemos caído en manos del potencial transformador (y amenazante) de un tipo de cultura que nosotros mismos construimos.


1. Mira. Hoy pongo ante ti la vida y la muerte (Dt 30).
Desde fondo anterior cambia la experiencia de Dios, nuestra forma de asumir la vida personal y social, entendida de modo creciente como creación humana, algo que se encuentra en nuestras manos, de manera que nosotros mismos la vamos modelando, con el riesgo que ello implica. Así nos descubrimos responsables de aquello que somos y hacemos; podemos vivir o matarnos (morir), como sabe el Deuteronomio:

Mira, hoy ponto ante ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Si obedeces los mandatos del Señor… vivirás y crecerás. Pero si tu corazón se aparta y no obedeces, si dejas arrastrar y te prosternas dando culto a los dioses extranjeros, yo te anuncio hoy que morirás sin remedio… Hoy cito contra vosotros al cielo y a la tierra: Pongo ante ti bendición y maldición, elige la vida y vivirás… (cf. Dt 30, 15-20).


Ésta es quizá la palabra más significativa de la Biblia (Antiguo Testamento), el signo de una reflexión profunda de Israel sobre su historia. Dios aparece en ella como principio de la Vida, pero, al mismo tiempo, se revela como fuente de libertad para los hombres, a quienes abre un camino de autonomía personal y social, dejando que ellos mismos se definan, pudiendo así optar por la vida o por la muerte, en medio de un gran riesgo. Ésta es la tarea, ése el misterio: Los hombres y mujeres no estamos ya hechos (terminados) para reposar en lo que somos, pues sólo podemos “ser” (vivir) si es que optamos por la vida, que es el bien, en un gesto de fidelidad al Dios que nos impulsa y nos ofrece libertad.

Éstas nos han parecido a veces palabras de exageración retórica. Hoy descubrimos su verdad más honda, pues ellas expresan la riqueza y el riesgo de nuestra libertad. Creer en Dios significa optar por la vida, superando así el riesgo mayor de nuestro tiempo, que sería un tipo de suicidio colectivo, que consistiría en negarse a vivir, destruyendo a los demás y destruyéndonos a nosotros mismo. En esa línea, lo contrario a Dios no es ya el puro ateísmo, sino la “adoración de los dioses extranjeros”, centrados básicamente en un tipo de “capital divinizado” (mamón: Mt 6, 24) que llevan a la muerte.

2. Se ha cumplido el tiempo. Convertíos (Mc 1, 14-15). Eso significa que no estamos ante una sencilla mutación de superficie, sino ante una revolución integral, definida por un tipo de cultura (de creatividad humana) que se vuelve dominante, imponiéndose sobre la naturaleza, pero no para abrirse al Dios de la Vida, sino para caer en manos de los dioses de la muerte (con su potencial destructor). En principio, el proceso de la historia ha sido positivo: El hombre ha conquistado el mundo, se ha multiplicado, ha pervivido… Pero ahora ese proceso puede invertirse y llevarnos a la muerte, pues corremos el riesgo no sólo de perder un tipo de fe religioso, sino de perder (es decir, de destruir) nuestra misma vida. Éste es un momento clave de la revolución de la modernidad. Este es el reto ante el que viene a situarse, quiera o no, la Iglesia.

En ese contexto de libertad y de riesgo anunció Jesús el evangelio, pidiendo a los hombres y mujeres que cambiaran, que se convirtieran, que optaran por la Vida de Dios, que es el reino, desde los pobres y expulsados del mundo. Así ha recogido Mc 1, 14-15 su primera palabra: Se ha cumplido el tiempo, llega el Reino, convertíos y creed en el Evangelio… Éste es un tiempo de cambio radical para la iglesia, es decir, para los que escuchan y siguen a Jesús. No se trata de un cambio superficial, pequeñas cosas, ni de una pura celebración litúrgica intimista de la Cuaresma o Semana Santa, sino de una transformación total del sentido de la vida, pues de los contrario corremos el riesgo matarnos todos.

En ese fondo propuso y desarrolló San Pablo su misión a los gentiles, en medio de un mundo que podía destruirse a sí mismo, cayendo en manos de sus ídolos de muerte (cf. Rom 1, 18-32), no para quedar en lo que había, sino para salir y abrir un camino de vida que responde al dios de Jesucristo. En esa línea se sitúa actualmente la tarea de la Iglesia, llamada a dialogar con todos los hombres (Pablo VI), pero también a ofrecer un impulso de evangelio, una buena nueva del gozo de Dios fuera de los muros de la misma Iglesia (Papa Francisco).

En esa línea, debemos afirmar que una Iglesia que sólo es Iglesia (es decir, ella misma, cerrada en sus muros) no es Iglesia, no puede llamarse comunidad mesiánica del Dios de Jesús, que es “éxtasis”, salida de sí mismo. El centro de la Iglesia no está en su interior (dentro de su circunferencia), sino fuera, en los pobres, en los angustiados y perdidos, en aquellos que se encuentran aplastados por el poder de Mamón (Dios del mundo) y por su propia angustia ante la vida.

Ésta es la misión, ésta la tarea de la Iglesia que parece haber vivido por siglos ocupada de sí misma, empeñada en una misión que no era AMDG (¡Ad Maiorem Dei Gloriam, a mayor gloria del Dios de Jesús!), sino AMSG (¡Ad Maiorem Sui Gloriam, a mayor gloria de la misma Iglesia!). Pues bien, ahora descubrimos que la gloria del Dios de Jesús, amigo de enfermos y excluidos, no es una iglesia cerrada en sí misma, sino la vida de los hombres, y en especial de los excluidos y pobres, como sabe San Ireneo, uno de los primeros Padres de la iglesia (cf. Adv. Haer. IV, 20, 1-7).
Éste es el cambio ante el que debemos situarnos. No se trata de añadir un pequeño barniz sobre un mundo bien centrado en sí mismo, sino de mostrar el gran riesgo ante que estamos todos (la humanidad en su conjunto), para abrir un mensaje y camino de supervivencia, de superación de la muerte, en un mundo que “ha perdido al padre” y que tiene que empezar a ser adulto, responsable de sí misma. Hemos perdido a un “padre” que nos arregla las cosas desde fuer; tenemos que descubrir al Padre que nos capacita para ser nosotros mismos, para asumir así como Iglesia el camino de su vida.

En un mundo sin padre (reconocido). El riesgo de negarse a transmitir la vida

Un rasgo clave de esta cultura de los “gentiles” modernos es lo que algunos han llamado la muerte del padre, es decir, la caída o eclipse de una ley externa, de tipo personal, familiar, social, cultural y religioso, con un Dios que domina nuestra vida desde fuera. Antes éramos “hijos de”; así nos definíamos por nuestro mismo apellido, que aún se conserva en las lenguas semitas (ben, bar, ibn…). Eso significa que nacíamos de una “norma previa”, simbolizada en los padres conocidos, que se expresaba en las leyes de la sociedad, en la misma naturaleza, que dictaba y fijaba lo que somos. Ese Dios “padre/madre” que marcaba nuestra vida desde fuera ha muerto, le hemos matado, y así nos encontramos de pronto en manos de nuestra libertad.

1. Un Padre exterior ha muerto. Esa norma superior de Dios se expresaba no sólo en la familia y el orden social, sino en el ciclo de los astros, en la estabilidad cósmica y en el mismo proceso de la vida, que se entendía como palabra instituyente de lo divino. En esa línea, como representante del Padre-Dios, la misma jerarquía de la Iglesia marcaba y definía desde fuera lo que debíamos hacer. Por eso, el hombre era ante todo un ser que escucha y obedece (ob-audire) al “buen padre”, un ser a quien le trazan de antemano la estructura y dirección de su existencia. Lógicamente, los cristianos se hallaban ligados a la “tradición” de la iglesia, que definía ante (y por encima de) ellos lo que era bueno y malo, en una línea básica de fidelidad al orden dado. Dependíamos no sólo de un Dios, sino también de una Iglesia para ser lo que somos.

‒ En principio, esa obediencia al padre (y en representación del Padre a la Iglesia) era no sólo positiva, sino necesaria, pues el hombre no nace de sí mismo, sino de otros que le “regalan” (le conceden), la existencia, situándole en el mundo, y enseñándole a vivir, porque piensan que eso es bueno, conforme a un orden que debe mantenerse según tradición asegurada de siglos. Así se decía (y se puede decir) que nacemos a la vida humana adulta en el seno de una Iglesia, con una ley que marcaba lo que somos. Pero corríamos el riesgo de vivir en manos de un “padre mítico” que nos resolvía las cosas desde fuera.

‒ Hemos perdido ese “padre exterior”, que era la Ley, que era un tipo Estado, una Iglesia que marcaba desde fuera el ritmo de nuestra vida. Pero ahora, muchos hombres y mujeres nos hallamos solos y perdidos, en el “desierto” de nuestra libertad: Sin que los padres nos digan para qué (y por qué), sin un Dios ni una Iglesia que ratifique la razón de nuestra existencia, sin reglas a las que obedecer. Aquí surge el problema: Al perder un tipo de padre o madre, al carecer de raíz (¡no nos sentimos ya arraigados en el mundo de la vida!) podemos sentir que no merece la pena seguir existiendo, ni transmitir a otros la llama de nuestra realidad.

‒ Éste es el momento de encontrar al Padre verdadero, de un modo distinto… Al Padre que nos hace libres, que vive y actúa en nosotros sus hijos, pues nos ha dado la responsabilidad de ser. Éste es un Padre que ya no está fuera, sino en nosotros, como el Padre de Jesús que le da su esencia (toda su ousia, dice la doctrina trinitaria), de manera que es él quien han de asumir su camino y actuar, como responsable del Reino.

2. Llevamos al Padre dentro, somos de su “esencia”. En esa línea, al menos en el mundo occidental, el mayor problema de los hombres y mujeres no es ya si existe Dios, sino si ellos aceptan y transmiten la vida, porque muchos se limitan a soportar su destino y renuncian a transmitir la vida (a ser padres), porque piensan que no merece la pena engendrar e introducir a otros en un “infierno” como éste, pues “el mayor delito del hombre es haber nacido” (Calderón de la Barca, Soliloquio de La vida es Sueño). Negarse a vivir y engendrar (negarse a ser padres) empieza a ser la cuestión radical de un tipo de hombres y mujeres que quieren aprovechar su libertad, para ganar y disfrutar de muchos bienes (de dinero), pues eso es lo único que a sus ojos tiene valor.

Antes había problemas graves, pero en una sociedad tradicional se pensaba casi instintivamente que era bueno transmitir la vida, porque se creía que en el fondo de ella (de la vida que somos y de lo que damos a los hijos) había un impulso divino. Hoy es distinto, muchos han perdido la fe en la vida, y el deseo de transmitirla, y existen medios para cultivar el sexo evitando la procreación, de manera que podemos negarnos a seguir viviendo como especia humana, a no ser que queramos, que lo queramos, haciendo positivamente que otros vivan, porque es hermoso transmitir y compartir la vida.

‒ En un sentido es bueno que exista esa libertad, que no estemos obligados a transmitir la vida por ley o destino, porque un “padre exterior” nos ha impuesto su tarea desde arriba. En ese contexto, un tipo de revolución cultural de la modernidad nos ha permitido re-descubrir algo que hasta entonces se encontraba marginado en el trasfondo de la revelación cristiana: Cristo nos ha liberado de la ley, no estamos sometidos al destino impositivo de este cosmos, ni a vivir sin más. No estamos obligados a vivir y a procrear, sino que podemos negarnos a ellos, y si lo hacemos es porque queremos, es decir, por gracia y libertad.

‒ El Padre nos ha dado la vida para que seamos nosotros mismos, es decir, para que asumamos nuestra responsabilidad, si queremos vivir. En ese contexto surge el mayor riesgo (la posibilidad de dejarnos morir); pero puede darse y se da también la mayor bendición, allí donde los hombres y mujeres quieren vivir y transmitir la vida, porque se quieren, y porque desean expandir su amor, a fin de que otros nazcan y vivan en responsabilidad y gozo, como signo de Dios, que así aparece como principio libre de la Vida.

Pero eso requiere una nueva conciencia, una recuperación distinta del Padre/Madre, es decir, de Dios. Como he señalado ya, partiendo de la encarnación y de la doctrina trinitaria, llevamos al Padre dentro (somos de la ousía de Dios, en y con Jesús), en estos “vasos de barro” (cf. 2 Cor 4, 7). De esa manera, a través de la iglesia, debemos recuperar nuestra conciencia de unión radical con Dios. Somos representantes suyos, creados a su imagen y semejanza (cf. Gen 1, 27). Él nos ha confiado su tarea, en manos suyas vivimos y somos (Hch 17, 28). No podemos pedirle que nos ayude desde fuera, le llevamos por dentro, de tal forma que él vive en nuestra vida, se encarna y actúa en nuestra carne.

3. Dios Padre, frente al padre opresor (Mamón)

Ésta es la primera tarea de la Iglesia: Salir de sí, para que los hombres descubran a Dios como Padre generoso que engendra la vida y la mantiene porque quiere, es decir, porque nos quiere, sin obligarnos a ello. Éste es el mensaje central de Jesús, el descubrimiento del Dios-Padre verdadero (amor que cura, principio de esperanza) frente a un tipo de ley que actúa como padre falso, y que destruye y esclaviza a los hombres.

Éste es el punto de partida de la experiencia radical de Pablo, tal como la expone en sus dos cartas “doctrinales” (Gálatas y Romanos), en la que nos dice que allí donde se supera un tipo de ley se encuentra y se revela el Padre. Pues bien, de manera sorprendente, la nueva cultura nos puede ayudar a redescubrir esta experiencia (somos libres para vivir o negarnos a la vida), reconociendo, al mismo tiempo, que eso que hemos llamado llamada “muerte del padre”, no era muerte de Dios, sino de un ídolo:

‒ Mundo sin padre (reconocido), bajo Mamón el padrastro. Se dice que la crisis de nuestro tiempo proviene de nuestra carencia de “padre”: Hemos perdido la ley, vivimos perdidos, sin “norte”. Pues bien, como sabía la gnosis antigua (siglo II-III d.C.), interpretando el evangelio de san Juan, no hemos quedado simplemente sin padre, sino que estamos bajo un padrastro destructor, que nos esclaviza (cf. Jn 8, 44: Sois hijos del Diablo). Ese padrastro-diablo, bajo el que queda la humanidad sin Dios es actualmente Mamón, un tipo de capital absolutizado, como proclamó Jesús (Mt 6, 24 par); eso significa que no estamos en un mundo “ateo”, sino en un mundo que ha idolatrado al dinero, quedando bajo su dominio.

‒ Desde ese fondo ha de entender la tarea de la iglesia, que ha de salir de sí, para impulsar la vida, no por obligación, sino por amor al Dios de la vida, que es Padre, en contra del Diablo que es Mamón. Lógicamente, para cumplir esa tarea, la Iglesia tiene que “salir” de su recinto asegurado, romper todo pacto con Satán-Mamón, para ponerse y poner a los creyentes al servicio del regalo originario de la vida. En esa línea, la Iglesia tiene que poner a los hombres y mujeres ante comienzo de la creación, en el lugar en el que Dios vence a la tiniebla y el engaño (centrado actualmente en Mamón) para encender así el deseo y gozo de vida, no por obligación o pura ley, sino por gracia.

Ésta es la tarea clave de la Iglesia, que se pone al servicio de la creación de Dios, no de sí misma, sino de la humanidad. Ella no tiene su fin en sí misma, sino en que los hombres y mujeres vivan, y puedan transmitir la vida, en libertad, porque se quieren y lo quieren. Esta finalidad de la iglesia no consiste en convencer a los hombres y mujeres a que tengan muchos hijos (¡todos los que Dios les conceda, como antes se decía!), sino los que ellos mismos quieran, de un modo responsable, libremente. El problema no es la superpoblación del mundo, de la que se habla en algunos contextos, ni es tampoco la falta de niños, de la que se habla en otros. El problema está vinculado a la libertad de los hombres y mujeres, que se descubren así portadores de la vida de Dios en el mundo.

Coloquio Internacional “a 50 años de Ecclesiam Suam”
Anticipando auroras – releyendo profecías - consolidando sueños…


Horario preliminar
VIERNES 18
09.00



Acreditación
10.00 Acto de apertura
Presentación de los participantes
Exposición inaugural: Dr. Xabier Pikaza
11.00
12.30 Almuerzo
13.30 Descanso
15.00 CONCIENCIA
Este primer bloque está destinado a profundizar en la comprensión de Iglesia, misterio de unidad en la diversidad, desde la eclesiología del Vaticano II, y con una especial atención a sus expresiones en la fe del pueblo de Dios.
Exposiciones:

- La Iglesia por-venir que el Concilio soñó (Oscar Campana)
- Unidad y pluralidad en la iglesia (Héctor Zimmer)
- Un pueblo que peregrina en la fe: la Iglesia que se comprende a sí mis-ma desde lo popular (Jorge Seibold)

16.00 Diálogo abierto
16.30 Trabajo en grupos
17.30 Plenario

SÁBADO 19
09.00



RENOVACIÓN
Este segundo espacio de reflexión tiene como objetivo discernir “lo que el Espíritu dice a las iglesias…”, en la búsqueda de pistas que anticipen nuevos y audaces caminos para la vida de la Iglesia, sus estructuras y su misión evangelizadora y catequística.
Exposiciones:

- De la iglesia de Dios al Dios de la iglesia: claves teológicas para una renovación (Michael Moore)
- La Misión como diálogo profético: un nuevo paradigma de misión desde el caminar de la Iglesia Latinoamericana (Gabriela Zengarini)
- Desafíos a la catequesis entre la EN y la EG (María Irene Nesi)
10.00 Diálogo abierto
10.30 Café
11.00 Ponencias de los participantes
12.30 Almuerzo
13.30 Descanso
15.00 DIÁLOGO
La reflexión de este tercer bloque plantea la importancia del diálogo como camino y dinámica para la transformación de la Iglesia,- en sus estructuras y en su convivencia con la sociedad, las religiones y las otras Iglesias- en fidelidad creativa a sus orígenes y en el espíritu del Vaticano II.
Exposiciones:

- Reimaginar el diálogo en la vida cotidiana de las primeras comunidades cristianas: diversidad, pluralidad y comunión (Graciela Dibo)
- Estructuras de diálogo en la Iglesia (Federico Altbach)
- Diálogo ecuménico e interreligioso: Imprescindible encuentro hacia una paz posible" (Marcelo Figueroa)

16.00 Diálogo abierto
16.30 Trabajo en grupos
17.30 Plenario

DOMINGO 20
09.00



Talleres:
Anticipando auroras
releyendo profecías
consolidando sueños
Elaboración de conclusiones
10.30 Café
11.00 Plenario de los talleres y Conclusiones
12.30 Eucaristía
13.30 Almuerzo de despedida
Volver arriba