Mis otras Áfricas (I) Marruecos
(JCR)
Los lectores de este blog me han oído hablar muchas veces de Uganda, país en el que he trabajado 20 años. Durante los próximos días quisiera darles unas pinceladas sobre otros países africanos que he visitado por distintos motivos. No pretendo ofrecer certeros análisis políticos, sociales o económicos, sino sencillamente algunos de mis recuerdos que me hacen afianzarme en esta extraña enfermedad incurable que tantos padecemos y que se suele conocer como “mal de África”.
“Marruecos, la puerta de África”. Este título abunda en folletos turísticos y guías para viajeros. No deja de ser demasiado pretencioso, porque parece asumir que todo el que entra en este continente viene de Europa. Si uno viene de Oriente Medio lo más seguro es que entrará por Egipto, y durante siglos muchos han venido de Asia y han entrado por Mombasa o Zanzíbar, pero vayamos al grano.
A finales de los años 80 echaba yo una mano en un centro de acogida a inmigrantes africanos en Madrid y un día de julio–después de recibir numerosas invitaciones por parte de familias marroquíes para visitar su país- me eché la manta a la cabeza y me encaminé a casa de la señora Fátima –una viuda de casi 60 años- la cual con sus dos hijos se dirigió a una calle del distrito de Chamberí desde donde salía un autocar de dudosa catadura donde decenas de marroquíes se afanaban por entrar cargados de enormes maletas donde llevaban de todo para sus familias. Decir que el autobús iba sobrecargado habría sido poco. Si hubiera sido hoy, nos habría parado la policía nada más salir, pero en aquellos días miles de marroquíes procedentes de España y de otros países europeos se jugaban la vida viajando en autocares baratos en pésimas condiciones que les dejaban en Algeciras listos para tomar el ferry hacia Tánger.
Una vez allí, continuamos por carretera hasta Tetuán, donde en uno de sus arrabales vivía la familia de la señora Fátima. Durante la semana que pasé allí visité muchas casas, en cada una de las cuales había al menos dos o tres hombres jóvenes que acababan de llegar de España, Francia, Holanda, y otros países europeos para pasar sus vacaciones . Eran los tiempos en los que hacer transferencias de dinero no era tan fácil como hoy –y hace muy poco de esto- y uno se daba cuenta en seguida de que muchos miles de personas que vivían en un país sumido en la pobreza y con enormes porcentajes de paro vivían de las remesas enviadas por sus hijos, los cuales viven en países europeos haciendo grandes sacrificios para que sus familiares salgan adelante.
La hospitalidad en países árabes es increíble, y Marruecos no es una escepción. Uno tiene la tentación de pensar al principio que lo hacen para ablandarte y pedirte después el oro y el moro, pero la verdad es que durante la semana que estuve en Tetuán con aquella familia y sus vecinos me trataron como su fuera uno de sus hijos y nunca me pidieron nada, ni siquiera cuando volvimos a vernos en España. La cena, recostados en divanes en la terraza, comiendo el cuscús, bebiendo exquisito té con hierbabuena y hablando de todo, era siempre un momento inolvidable.
Un poco mal llevé yo lo de la escasez de agua para lavarme en aquel barrio muy pobre, donde las casas apenas tenían un cuartucho que hacía a la vez de letrina, fregadero y ducha (cuando la había), especialmente porque en aquel mes de julio apretaba el calor y uno sudaba todo el día. Después de preguntar discretamente el primer día por un lugar para lavarme me dijeron que ya me llevarían a los baños públicos al cabo de dos o tres días. En mi desesperación, me acordé de Dios más de lo que suelo hacer habitualmente y –haciendo profesión pública de mi fe cristiana- pregunté dónde estaba la iglesia más cercana. Uno de los chicos me llevó a un hospital donde trabajaban unas Hijas de la Caridad españolas, y allí una de las hermanas me dijo que su capellán estaba de vacaciones y aquellos días no tenían misa. Con mucho gusto me ofrecí a venir a celebrar la eucaristía todas las mañanas mientras durara mi estancia allí para acto seguido hacer la pregunta que venía rumiando desde antes de entrar en aquel convento.
-Perdone, hermana... ¿tienen ducha aquí?
Aún recuerdo como si fuera hoy la enorme alegría que me invadió cuando le llevaron al cuartito del capellán y allí había una ducha para mí solo. Durante los días siguientes ningún día dejé de acudir puntualmente para ir a celebrar la misa a la comunidad de las hermanas españolas. Contentas ellas y contento yo. Y unos minutos antes de entrar en la sacristía pasaba por el cuarto del capellán. Nunca en mi vida he disfrutado tanto de una ducha fresquita.
Por las noches, cuando le contaba a la señora Fátima y a sus hijos lo que había hecho durante el día, mi anfitriona siempre concluía de la misma manera con una buena perorata dirigida a sus hijos.
-A ver si aprendéis de este señor, que como todo buen español es muy religioso y se levanta muy temprano todos los días para ir a rezar. Y vosotros, después de haberos educado yo en la fe musulmana, no váis nunca a la mezquita.
En fin, preferí no contradecirla nunca. Ni para cuestionarle lo de que todos los españoles son muy religiosos ni para explicarle que mi entusiasmo por la oración estaba muy mezclado en aquellos momentos por el deseo incontenible de una buena ducha después de todo un día de trajín, sudor y cansancio.
Los lectores de este blog me han oído hablar muchas veces de Uganda, país en el que he trabajado 20 años. Durante los próximos días quisiera darles unas pinceladas sobre otros países africanos que he visitado por distintos motivos. No pretendo ofrecer certeros análisis políticos, sociales o económicos, sino sencillamente algunos de mis recuerdos que me hacen afianzarme en esta extraña enfermedad incurable que tantos padecemos y que se suele conocer como “mal de África”.
“Marruecos, la puerta de África”. Este título abunda en folletos turísticos y guías para viajeros. No deja de ser demasiado pretencioso, porque parece asumir que todo el que entra en este continente viene de Europa. Si uno viene de Oriente Medio lo más seguro es que entrará por Egipto, y durante siglos muchos han venido de Asia y han entrado por Mombasa o Zanzíbar, pero vayamos al grano.
A finales de los años 80 echaba yo una mano en un centro de acogida a inmigrantes africanos en Madrid y un día de julio–después de recibir numerosas invitaciones por parte de familias marroquíes para visitar su país- me eché la manta a la cabeza y me encaminé a casa de la señora Fátima –una viuda de casi 60 años- la cual con sus dos hijos se dirigió a una calle del distrito de Chamberí desde donde salía un autocar de dudosa catadura donde decenas de marroquíes se afanaban por entrar cargados de enormes maletas donde llevaban de todo para sus familias. Decir que el autobús iba sobrecargado habría sido poco. Si hubiera sido hoy, nos habría parado la policía nada más salir, pero en aquellos días miles de marroquíes procedentes de España y de otros países europeos se jugaban la vida viajando en autocares baratos en pésimas condiciones que les dejaban en Algeciras listos para tomar el ferry hacia Tánger.
Una vez allí, continuamos por carretera hasta Tetuán, donde en uno de sus arrabales vivía la familia de la señora Fátima. Durante la semana que pasé allí visité muchas casas, en cada una de las cuales había al menos dos o tres hombres jóvenes que acababan de llegar de España, Francia, Holanda, y otros países europeos para pasar sus vacaciones . Eran los tiempos en los que hacer transferencias de dinero no era tan fácil como hoy –y hace muy poco de esto- y uno se daba cuenta en seguida de que muchos miles de personas que vivían en un país sumido en la pobreza y con enormes porcentajes de paro vivían de las remesas enviadas por sus hijos, los cuales viven en países europeos haciendo grandes sacrificios para que sus familiares salgan adelante.
La hospitalidad en países árabes es increíble, y Marruecos no es una escepción. Uno tiene la tentación de pensar al principio que lo hacen para ablandarte y pedirte después el oro y el moro, pero la verdad es que durante la semana que estuve en Tetuán con aquella familia y sus vecinos me trataron como su fuera uno de sus hijos y nunca me pidieron nada, ni siquiera cuando volvimos a vernos en España. La cena, recostados en divanes en la terraza, comiendo el cuscús, bebiendo exquisito té con hierbabuena y hablando de todo, era siempre un momento inolvidable.
Un poco mal llevé yo lo de la escasez de agua para lavarme en aquel barrio muy pobre, donde las casas apenas tenían un cuartucho que hacía a la vez de letrina, fregadero y ducha (cuando la había), especialmente porque en aquel mes de julio apretaba el calor y uno sudaba todo el día. Después de preguntar discretamente el primer día por un lugar para lavarme me dijeron que ya me llevarían a los baños públicos al cabo de dos o tres días. En mi desesperación, me acordé de Dios más de lo que suelo hacer habitualmente y –haciendo profesión pública de mi fe cristiana- pregunté dónde estaba la iglesia más cercana. Uno de los chicos me llevó a un hospital donde trabajaban unas Hijas de la Caridad españolas, y allí una de las hermanas me dijo que su capellán estaba de vacaciones y aquellos días no tenían misa. Con mucho gusto me ofrecí a venir a celebrar la eucaristía todas las mañanas mientras durara mi estancia allí para acto seguido hacer la pregunta que venía rumiando desde antes de entrar en aquel convento.
-Perdone, hermana... ¿tienen ducha aquí?
Aún recuerdo como si fuera hoy la enorme alegría que me invadió cuando le llevaron al cuartito del capellán y allí había una ducha para mí solo. Durante los días siguientes ningún día dejé de acudir puntualmente para ir a celebrar la misa a la comunidad de las hermanas españolas. Contentas ellas y contento yo. Y unos minutos antes de entrar en la sacristía pasaba por el cuarto del capellán. Nunca en mi vida he disfrutado tanto de una ducha fresquita.
Por las noches, cuando le contaba a la señora Fátima y a sus hijos lo que había hecho durante el día, mi anfitriona siempre concluía de la misma manera con una buena perorata dirigida a sus hijos.
-A ver si aprendéis de este señor, que como todo buen español es muy religioso y se levanta muy temprano todos los días para ir a rezar. Y vosotros, después de haberos educado yo en la fe musulmana, no váis nunca a la mezquita.
En fin, preferí no contradecirla nunca. Ni para cuestionarle lo de que todos los españoles son muy religiosos ni para explicarle que mi entusiasmo por la oración estaba muy mezclado en aquellos momentos por el deseo incontenible de una buena ducha después de todo un día de trajín, sudor y cansancio.