Mis Otras Áfricas (VIII) Chad

(JCR)
Cuando crucé por carretera la frontera entre la República Centroafricana y el sur de Chad un día de julio de 1989 lo primero que me llamó la atención fue el contraste entre la parte centroafricana –de bosque espeso, animados chiringuitos, bullicio de mercado y animado ambiente sazonado de música congoleña- y la poco halagüeña bienvenida que se adivinaba en el puesto fronterizo chadiano, de paisaje arenoso y un ambiente tan seco como el carácter del funcionario de rostro árabe que me acribilló a preguntas mientras escrutaba mi pasaporte y no se acababa de creer que yo nunca hice el servicio militar en mi país. Mi nerviosismo aumentaba a medida que se acercaba la hora de la puesta del sol y me preguntaba dónde podía pasar la noche en aquel villorrio de casuchas de juncos a cuya sombra se sentaban en esteras hombres serios con turbante que bebían té.

“Así que español. Creo que España fue una vez una colonia árabe importante, ¿no es así, señor?” Cuando asentí convencido omitiendo toda alusión a la Reconquista–qué otra cosa podía hacer- el hombre sonrió y me indicó la carretera que iba a Danamayí, donde respiré aliviado cuando llegué, ya de noche, a la comunidad de las misioneras combonianas tras un monótono tramo de planicie interminable jalonada por pocos árboles y un horizonte lejano teñido de rojo sol poniente.

Desde 1989 han cambiado muchas cosas en Chad –uno de los países de frontera entre etnias negras y arabizadas- y bastantes de ellas para peor, sobre todo la guerra llevada adelante por el grupo rebelde de la Reagrupación para la Fuerza Democrática y el Desarrollo (UFDD), bien armado por el vecino Sudán que desde la frontera con Darfur ha puesto en jaque varias veces al régimen de Idriss Déby y estuvo a punto de tomar la capital Yamena hace pocas semanas. Este reciente conflicto –enredado en la maraña de una guerra que se libra ya en las fronteras de tres países si añadimos la República Centroafricana- ha provocado el desplazamiento de varios cientos de miles de personas. En la actualidad, la misión de la ONU en la República Centroafricana y Chad (MINURCAT) y la fuerza de la Unión Europea para ambos países (EUFOR) no han conseguido estabilizar esta región, aunque ofrecen alguna protección a la población civil desplazada (además de los 240.000 refugiados procedentes de Sudán) y a los trabajadores humanitarios.

Hace 17 años, cuando realicé mi visita, tampoco había comenzado la explotación del petróleo en el sur del país, que con más producción agrícola que el norte siempre fue la parte útil. Desde hace pocos años, esta riqueza lejos de beneficiar a la gente se ha convertido en una maldición que sólo sirve para enriquecer a unos dirigentes que roban –según Transparencia Internacional Chad es el país más corrupto del mundo-pagar armas y dejar el polvo y la contaminación a los aldeanos que viven en las zonas de extracción del oro negro.

Corrían entonces los tiempos del dictador Hissene Habré, que se mantenía en el poder gracias a los apoyos de su amigo francés Mitterrand y de los norteamericanos, quines le habían ayudado a expulsar a sus vecinos libios del norte de la disputada franja de Aouzou, rica en fosfatos según se oía entonces. Sin embargo, hacía muy poco tiempo que el gobierno había firmado la paz con los rebeldes sureños de Kamougué, quien había aceptado un puesto en el gobierno y la gente decía que por lo menos podía respirar un poco y viajar sin miedo. Abundaban los conflictos por invasión de tierras cultivadas por parte de los pastores nómadas mbororo, que al ser parte de las tribus arabizadas del norte se salían siempre con la suya al saber que tenían el favor de los gobernantes locales. Pasé por lugares como Moissala, Bedjondo y Doba, y en cada lugar era de rigor presentarse en la oficina del subprefecto, donde empezaba uno delante de un funcionario negro que te trataba con amabilidad y terminaba casi siempre delante del verdadero jefe, invariablemente de una de las tribus arabizadas del norte, que te trataba con aires poco amigables y te lanzaba en un francés apenas comprensibles mil preguntas que dejaban notar su sospecha.

Hacía un calor de mil demonios, y eso que era la época de lluvias. Recuerdo ver a la gente ir a los campos muy de madrugada, cuando aún era de noche. Ya entonces las lluvias no eran de fiar y cada cierto tiempo la gente se enfrentaba al fantasma del hambre, plaga a la que intentaban enfrentarse haciendo acopio de cientos de barriles de cereal de mijo en las misiones católicas, cuyos patios estaban llenos de filas que almacenaban el alimento para hacer frente a épocas de escasez. Las gentes del sur del país, agricultores, trabajan muy duro y se aferran con orgullo a sus tradiciones ancestrales seguramente como único medio para resistir la colonización cultural árabe. Lucen con orgullo las cicatrices de los ritos de la iniciación que marcan el paso de la niñez a la edad adulta y si uno no las luce en su rostro se arriesga a que no le escuchen cuando hable en alguna reunión del poblado. Gentes trabajadoras, honradas, que se preocupan por conservar sus tradiciones africanas y forjadas en el sacrificio y la adversidad. Es una pena que personas así tengan que vivir bajo la bota de dictadores y señores de la guerra que no les dejan en paz.
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