Los absurdos ataques contra los religiosos
(JCR)
Durante estos días saboreo la emoción que me produce estar a las puertas de otro viaje a África, que en este caso me llevará durante un mes a Uganda y al Este de la República Democrática del Congo. Anticipo muchos de los momentos bonitos de los que disfrutaré en un continente que cada vez que lo piso me devuelve las ganas de vivir por muchas razones. Uno de los aspectos de estos viajes que siempre me dejan una mejor huella es la oportunidad que tengo de vivir en comunidades religiosas y de ver el trabajo admirable que hombres y mujeres de distintas congregaciones realizan con la gente más pobre y en las circunstancias más difíciles.
Pienso que me encontraré con los combonianos, de los que durante media vida formé parte y que siempre me sorprenden por su capacidad de resistir en los lugares más conflictivos y en las circunstancias más adversas, haciendo gala de una alegría y una sencillez que sólo tienen las personas que han encontrado a Dios. Pienso en los Padres Blancos y en los jesuitas que he visto en la zona de guerra de la República Democrática del Congo: sacerdotes europeos que pasan ya de los 70 y que llevan toda la vida allí, y compañeros suyos africanos de reciente hornada que son lo mejor de la Iglesia en África. Pienso en los Salesianos, con quienes tenemos un proyecto en Goma y que –siguiendo el espíritu de Don Bosco- están entregados en cuerpo y alma a los niños y jóvenes más desamparados y que han sufrido más los efectos de la guerra. Pienso en tantas congregaciones de religiosas que a diario reparten medicinas, educación, alimentos y consuelo espiritual a muchas personas para las que la vida diaria es una pesada carga. Recuerdo un viaje que realicé a uno de estos lugares con periodistas españoles. Uno de ellos, bastante descreído, comentó con cierta sorna: “A mí estos viajes me hacen dudar de la inexistencia de Dios”.
Pienso en todo esto, y buceando por internet no puedo evitar sorprenderme ver blogs en los que determinadas personas llevan años atacando a los religiosos, acusándoles de todos los males habidos y por haber en la Iglesia, criticándoles por cosas tan “transcendentales” sobre su manera de vestir, o las canas que peinan, e incluso expresando un cierto regocijo sobre el descenso de sus números durante las últimas décadas. No hablo de personas que destilan odio contra la Iglesia –que también las hay- sino de algunos que están dentro de la Iglesia. Y parece que hay incluso purpurados que, de diversas maneras, animan y alientan a quienes dicen ser fieles hijos de la Iglesia pero no pierden ocasión de señalar con el dedo a religiosos y religiosas como si fueran los responsables de las peores lacras que pudiera uno imaginar.
Sé lo que es la vida religiosa. Fui muy feliz en ella durante muchos años y la dejé sin culpa de nadie: sólo porque yo no tuve el valor de seguir hasta el final. Sigo admirando a quienes profesan esta vida, sobre todo en los lugares más difíciles del mundo, y me siento a gusto cada vez que tengo ocasión de vivir unos días con ellos y más feliz aún cuando en mi trabajo podemos hacer algo para ayudarles. Sé que tienen sus defectos y que en ocasiones uno se encuentra en comunidades e individuos con fallos importantes que no admiten discusión, pero descalificar toda una congregación, o muchas de ellas, que llevan años –incluso siglos- dejándose la piel por el Evangelio en los lugares más degradados del mundo, es profundamente injusto.
Por eso, cada vez que veo a una monja trabajar 14 horas al día en un dispensario rural donde falta de todo, o a un religioso levantarse a las cuatro de la mañana para rezar y coger la fuerza que necesitará para dar clases a alumnos traumatizados por guerras interminables, o a un párroco bregar con una parroquia enorme con rincones a los que sólo puede llegar en bicicleta, y después leo blogs llenos de odio contra ellos, sólo pienso que me gustaría ver a tan ilustres personajes pasar una semana en los lugares donde viven los criticados. Me gustaría saber si aguantarían sólo una semana las situaciones con los que ellos y ellas bregan durante toda su vida sin esperar nada a cambio.
Durante estos días saboreo la emoción que me produce estar a las puertas de otro viaje a África, que en este caso me llevará durante un mes a Uganda y al Este de la República Democrática del Congo. Anticipo muchos de los momentos bonitos de los que disfrutaré en un continente que cada vez que lo piso me devuelve las ganas de vivir por muchas razones. Uno de los aspectos de estos viajes que siempre me dejan una mejor huella es la oportunidad que tengo de vivir en comunidades religiosas y de ver el trabajo admirable que hombres y mujeres de distintas congregaciones realizan con la gente más pobre y en las circunstancias más difíciles.
Pienso que me encontraré con los combonianos, de los que durante media vida formé parte y que siempre me sorprenden por su capacidad de resistir en los lugares más conflictivos y en las circunstancias más adversas, haciendo gala de una alegría y una sencillez que sólo tienen las personas que han encontrado a Dios. Pienso en los Padres Blancos y en los jesuitas que he visto en la zona de guerra de la República Democrática del Congo: sacerdotes europeos que pasan ya de los 70 y que llevan toda la vida allí, y compañeros suyos africanos de reciente hornada que son lo mejor de la Iglesia en África. Pienso en los Salesianos, con quienes tenemos un proyecto en Goma y que –siguiendo el espíritu de Don Bosco- están entregados en cuerpo y alma a los niños y jóvenes más desamparados y que han sufrido más los efectos de la guerra. Pienso en tantas congregaciones de religiosas que a diario reparten medicinas, educación, alimentos y consuelo espiritual a muchas personas para las que la vida diaria es una pesada carga. Recuerdo un viaje que realicé a uno de estos lugares con periodistas españoles. Uno de ellos, bastante descreído, comentó con cierta sorna: “A mí estos viajes me hacen dudar de la inexistencia de Dios”.
Pienso en todo esto, y buceando por internet no puedo evitar sorprenderme ver blogs en los que determinadas personas llevan años atacando a los religiosos, acusándoles de todos los males habidos y por haber en la Iglesia, criticándoles por cosas tan “transcendentales” sobre su manera de vestir, o las canas que peinan, e incluso expresando un cierto regocijo sobre el descenso de sus números durante las últimas décadas. No hablo de personas que destilan odio contra la Iglesia –que también las hay- sino de algunos que están dentro de la Iglesia. Y parece que hay incluso purpurados que, de diversas maneras, animan y alientan a quienes dicen ser fieles hijos de la Iglesia pero no pierden ocasión de señalar con el dedo a religiosos y religiosas como si fueran los responsables de las peores lacras que pudiera uno imaginar.
Sé lo que es la vida religiosa. Fui muy feliz en ella durante muchos años y la dejé sin culpa de nadie: sólo porque yo no tuve el valor de seguir hasta el final. Sigo admirando a quienes profesan esta vida, sobre todo en los lugares más difíciles del mundo, y me siento a gusto cada vez que tengo ocasión de vivir unos días con ellos y más feliz aún cuando en mi trabajo podemos hacer algo para ayudarles. Sé que tienen sus defectos y que en ocasiones uno se encuentra en comunidades e individuos con fallos importantes que no admiten discusión, pero descalificar toda una congregación, o muchas de ellas, que llevan años –incluso siglos- dejándose la piel por el Evangelio en los lugares más degradados del mundo, es profundamente injusto.
Por eso, cada vez que veo a una monja trabajar 14 horas al día en un dispensario rural donde falta de todo, o a un religioso levantarse a las cuatro de la mañana para rezar y coger la fuerza que necesitará para dar clases a alumnos traumatizados por guerras interminables, o a un párroco bregar con una parroquia enorme con rincones a los que sólo puede llegar en bicicleta, y después leo blogs llenos de odio contra ellos, sólo pienso que me gustaría ver a tan ilustres personajes pasar una semana en los lugares donde viven los criticados. Me gustaría saber si aguantarían sólo una semana las situaciones con los que ellos y ellas bregan durante toda su vida sin esperar nada a cambio.