El peligro de una cooperación sin valores
(JCR)
Los que hemos pasado nuestros años de la adolescencia durante los años 70 y principios de los 80 crecimos cantando “Habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga Libertad”, del inolvidable Labordeta o el “Himno a la Alegría”
, entonado al son de guitarras en plazas de ciudades y pueblos donde . Eran tiempos en los que corríamos delante de los grises, acudíamos a conciertos de canción protesta y, aún muchos años antes del internet, de los móviles y de las redes sociales, pasábamos horas hablando por teléfono –para desesperación de nuestros padres, que pagaban la factura- con los amigos para quedar y charlar de nuestros planes de cambiar el mundo.
Pasaron los años, y para muchos de aquellos adolescentes todos aquellos hermosos propósitos desaparecieron ahogados en la prosperidad que dio el tener un chollo de trabajo, con un buen sueldo o un negocio boyante. Otros encarrilaron sus vidas por la política activa o en ocupaciones que tienen que ver con el cambio social: se colocaron como trabajadores sociales o se marcharon a algún país de África, Asia o América Latina como cooperantes o misioneros. Era aquella una generación en la que creyentes y no creyentes podían entenderse porque al menos estábamos de acuerdo en algo básico: en luchar por valores como la justicia social, la paz, la igualdad y la dignidad de los seres humanos más desfavorecidos. Durante mis dos décadas largas en África me he encontrado con misioneros y cooperantes que se han dejado la piel por ayudar a que los más desfavorecidos tuvieran acceso a la educación, el agua potable, la salud básica, la paz y los derechos humanos más elementales. Entre estos últimos –los cooperantes- había personas religiosas y también agnósticos y ateos, pero por encima del credo de cada cual uno se encontraba con personas que creían en valores y dedicaban su vida a ellos y daba gusto trabajar juntos, ateos y creyentes, felices de colaborar para que gente muy pobre pudiera tener un pozo, un dispensario una escuela o un reconocimiento a sus derechos pisoteados por los poderosos.
Han pasado los años y aquella época de grandes ideales ha dejado paso a la cultura de la “posmodernidad” en la que se desconfía de lo que se ha venido a llamar los grandes relatos. Palabras como justicia, libertad, fraternidad, solidaridad y muchas otras que antes se miraban con un respeto reverencial se miran hoy con una cierta desconfianza y se califican de grandilocuentes e incluso altisonantes. De aquellos barros del escepticismo han surgido hoy estos lodos manifestados en algunas personas que se dedican al mundo de la cooperación y que rezuman una visión negativa de las personas con las que trabajan y una convicción de que el trabajo que hacen no va a cambiar nada, por lo que acaban desentendiéndose de las causas de la pobreza o de los mecanismos que mantienen situaciones de opresión intolerable, no quieren oir hablar de política y vuelven la vista para otro lado cuando se oye hablar de condiciones de miseria. Si es así, del trabajo en proyectos en los lugares más pobres del mundo sólo quedarán motivaciones light: tal vez el gusto por la aventura de ir a lugares lejanos, la atracción por un sueldo que en algunas ONG estrella puede ser muy atractivo o la búsqueda de certificados o experiencia laboral que pueden hacer aumentar puntos en el currículum personal y que pueden abrir puertas importantes mañana en la búsqueda de un empleo bien remunerado.
Por fortuna, no es todo así en el mundo de la cooperación y siempre se encontrará uno con personas dedicadas y con una motivación muy alta, como suele ser el caso con los muchos miles de voluntarios que trabajan gratis para hacer que otros vivan mejor. Pero la cultura en la que vivimos inmersos en el mundo occidental, en la que los valores que tienen que ver con la creencia en un mundo mejor se tambalean, es inevitable que surjan personas que transmiten ese escepticismo en los proyectos que gestionan.
Muchos de los beneficiarios, que viven en países donde hay un ansia de libertad y de dignidad humana, no entienden que los que supuestamente vienen a echarles una mano sean los primeros en no creer en la posibilidad de un cambio que mejore sus condiciones de vida. Sería de desear que antes de hacer planes, marcos lógicos y presupuestos, los que nos dedicamos a trabajar con los últimos de la tierra nos aseguráramos de que creemos en un mínimo de valores sin los cuales cualquier acción a favor de los más pobres no se sostendrá por mucho soporte técnico que tenga en su formulación.
Los que hemos pasado nuestros años de la adolescencia durante los años 70 y principios de los 80 crecimos cantando “Habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga Libertad”, del inolvidable Labordeta o el “Himno a la Alegría”
Pasaron los años, y para muchos de aquellos adolescentes todos aquellos hermosos propósitos desaparecieron ahogados en la prosperidad que dio el tener un chollo de trabajo, con un buen sueldo o un negocio boyante. Otros encarrilaron sus vidas por la política activa o en ocupaciones que tienen que ver con el cambio social: se colocaron como trabajadores sociales o se marcharon a algún país de África, Asia o América Latina como cooperantes o misioneros. Era aquella una generación en la que creyentes y no creyentes podían entenderse porque al menos estábamos de acuerdo en algo básico: en luchar por valores como la justicia social, la paz, la igualdad y la dignidad de los seres humanos más desfavorecidos. Durante mis dos décadas largas en África me he encontrado con misioneros y cooperantes que se han dejado la piel por ayudar a que los más desfavorecidos tuvieran acceso a la educación, el agua potable, la salud básica, la paz y los derechos humanos más elementales. Entre estos últimos –los cooperantes- había personas religiosas y también agnósticos y ateos, pero por encima del credo de cada cual uno se encontraba con personas que creían en valores y dedicaban su vida a ellos y daba gusto trabajar juntos, ateos y creyentes, felices de colaborar para que gente muy pobre pudiera tener un pozo, un dispensario una escuela o un reconocimiento a sus derechos pisoteados por los poderosos.
Han pasado los años y aquella época de grandes ideales ha dejado paso a la cultura de la “posmodernidad” en la que se desconfía de lo que se ha venido a llamar los grandes relatos. Palabras como justicia, libertad, fraternidad, solidaridad y muchas otras que antes se miraban con un respeto reverencial se miran hoy con una cierta desconfianza y se califican de grandilocuentes e incluso altisonantes. De aquellos barros del escepticismo han surgido hoy estos lodos manifestados en algunas personas que se dedican al mundo de la cooperación y que rezuman una visión negativa de las personas con las que trabajan y una convicción de que el trabajo que hacen no va a cambiar nada, por lo que acaban desentendiéndose de las causas de la pobreza o de los mecanismos que mantienen situaciones de opresión intolerable, no quieren oir hablar de política y vuelven la vista para otro lado cuando se oye hablar de condiciones de miseria. Si es así, del trabajo en proyectos en los lugares más pobres del mundo sólo quedarán motivaciones light: tal vez el gusto por la aventura de ir a lugares lejanos, la atracción por un sueldo que en algunas ONG estrella puede ser muy atractivo o la búsqueda de certificados o experiencia laboral que pueden hacer aumentar puntos en el currículum personal y que pueden abrir puertas importantes mañana en la búsqueda de un empleo bien remunerado.
Por fortuna, no es todo así en el mundo de la cooperación y siempre se encontrará uno con personas dedicadas y con una motivación muy alta, como suele ser el caso con los muchos miles de voluntarios que trabajan gratis para hacer que otros vivan mejor. Pero la cultura en la que vivimos inmersos en el mundo occidental, en la que los valores que tienen que ver con la creencia en un mundo mejor se tambalean, es inevitable que surjan personas que transmiten ese escepticismo en los proyectos que gestionan.
Muchos de los beneficiarios, que viven en países donde hay un ansia de libertad y de dignidad humana, no entienden que los que supuestamente vienen a echarles una mano sean los primeros en no creer en la posibilidad de un cambio que mejore sus condiciones de vida. Sería de desear que antes de hacer planes, marcos lógicos y presupuestos, los que nos dedicamos a trabajar con los últimos de la tierra nos aseguráramos de que creemos en un mínimo de valores sin los cuales cualquier acción a favor de los más pobres no se sostendrá por mucho soporte técnico que tenga en su formulación.