Aderezar la mesa del banquete
La reforma litúrgica conciliar acabó poniendo sordina al tema del ofertorio. Todos los expertos están de acuerdo en señalar el desmesurado énfasis atribuido a este momento de la misa, como si fuera aquí donde tiene lugar nuestra incorporación personal y comunitaria a la ofrenda de Jesús, a su entrega sacrificial. Incluso las viejas oraciones del ofertorio, ya desaparecidas, pertenecientes todas ellas a la privacidad del celebrante, insistían de forma inadecuada y desproporcionada en la idea de ofrenda sacrificial. Con ello se pretendía convertir el ofertorio en una especie de canon anticipado. Hay que decir, sin embargo, que el momento en el que se actualiza la ofrenda sacrificial de Cristo y nuestra participación en su sacrificio es en el marco de la plegaria eucarística y, más en concreto, en el momento de la consagración. El ofertorio contempla sólo el momento de depositar nuestros dones sobre el altar, sobre la mesa del banquete eucarístico.
Los textos litúrgicos hablan indistintamente de «mesa» y de «altar». Ambas denominaciones son correctas y complementarias. Mientras la expresión “altar” hace una referencia más directa a la dimensión sacrificial de la eucaristía, la expresión “mesa” subrayaría, sobre todo, la dimensión convivial de la misma. Ambos aspectos son correctos, complementarios e interdependientes. Porque la misa es sacrificio y es banquete; o, si se prefiere, es un banquete sacrificial. A través del banquete hacemos presente y nos incorporamos al Cristo que entrega su vida en la cruz, como ofrenda de alabanza y de expiación.
Con lo dicho queda claro que la celebración eucarística es banquete y es sacrificio. El banquete representa la forma simbólica, la mediación sacramental, a través de la cual hacemos memoria y actualizamos la muerte sacrificial de Cristo, la entrega de su vida, su triunfo sobre la muerte.
Pero yo quiero hablar aquí de la preparación de la mesa del banquete eucarístico. Es un gesto funcional y simbólico al mismo tiempo. Es funcional porque representa un momento imprescindible de la celebración; hay que poner la mesa, como se dice vulgarmente; porque, en la eucaristía, la mesa representa la plataforma, el emplazamiento concreto, en el que va a tener lugar el encuentro convivial y fraterno de los participantes, los liturgos comensales, con toda la fuerza y el bagaje que conlleva el simbolismo del banquete. Hay que aderezar la mesa, adornarla, con sus manteles, sus flores y las luces; hay que depositar los dones del pan y del vino, que se van a compartir en la celebración; hay que perfumar el ambiente con el incienso; hay que cantar; porque va a comenzar la fiesta pascual del resucitado.
Cabría también una dimensión simbólica de este momento. Algo he comentado ya en otro escrito anterior. Al traer a la mesa el pan y el vino, incluso nuestras limosnas y aportaciones, estamos presentando algo nuestro, algo ligado a nuestra vida, a nuestro quehacer diario. Es una forma de expresar nuestra «devota servidumbre», como dicen algunos textos litúrgicos; nuestro respeto reverencial; nuestro espíritu de servicio y reconocimiento humilde, ante la inmensa grandeza de Dios. Incluso nuestra preocupación y nuestro fuerte deseo de que esos alimentos, que vamos a compartir, sean una llamada vigorosa a una convivencia humana más fraterna y solidaria.
No debiera pasar inadvertido este momento. No debiéramos hacerlo como quien va de puntillas, de pasada. Habría que enfatizar más los gestos; habría que incorporar a los fieles a la realización de este gesto: traer el pan y el vino a la mesa, estirar el mantel, poner un ramo de flores, encender una lámpara, o incluso colocar un pebetero humeante delante del altar. Hay que marcar los tiempos y los ritmos; ha terminado la liturgia de la palabra y comienza el banquete eucarístico; el sacerdote celebrante deja la sede y se acerca al altar. Hasta este momento, la acción litúrgica se desenvolvió en torno a la sede y el ambón: liturgia de la palabra. Desde ahora, el centro de la atención será la mesa del banquete; todo converge en esa mesa porque en torno a ella nos reunimos como comensales invitados, para ser protagonistas y testigos de la misteriosa presencia del Señor entre los suyos.