Banquetes funerarios y culto a los mártires

Nadie duda hoy de que el culto a los mártires hunde sus raíces en las celebraciones rituales practicadas en honor de los difuntos. Por eso es importante hacer una referencia al culto que los paganos tributaban a los muertos.

En la Roma pagana, los muertos eran enterrados fuera de la ciudad. Aún es posible, hoy día, contemplar los grandiosos mausoleos, construidos en forma de torre, junto a la Via Appia o junto a otras antiguas vías romanas. Los muertos eran colocados o en costosos sarcófagos o en sencillos ataúdes. Estos eran depositados bajo tierra; los sarcófagos, en cambio, estaban en nichos sobre una pared o bajo un techo protector, construido en forma de ábside. Tanto los ábsides abiertos como las capillas cerradas se llamaban cellae; los sepulcros mayores y los mausoleos, memoriae. Los parientes y amigos acudían a venerar la memoria del difunto con una cierta regularidad. Era costumbre —casi preceptivo— reunirse al tercer día, al noveno (novendialia) y al trigésimo después de la defunción. Luego se reunían periódicamente una vez al año; pero no el día aniversario de la muerte, que era considerado día infausto, sino el aniversario de su nacimiento. Ese era el dies natalis. Las visitas a los muertos se multiplicaban en el mes de febrero, que para los antiguos constituía un auténtico mes de las ánimas. Del 13 al 22 de febrero se celebraban las parentalia, es decir, el aniversario de todos los difuntos de la familia. El último día, el día 22, tenía lugar la cara cognatio. Se trataba de la reunión de todos los parientes en un banquete fúnebre en honor de todos los muertos de la familia.

En estas celebraciones fúnebres junto a la tumba del difunto lo más importante eran los banquetes. Estos tenían lugar no exactamente delante de la tumba, sino en el piso superior, en un espacio refrigerado y cómodo. Los comensales, al beber, podían verter las libaciones sobre la tumba a través de un agujero preparado al efecto. Los alimentos, colocados sobre la mesa del banquete, eran considerados como una verdadera oblación ofrecida al difunto. Este era considerado como presente al acto. Por ello, junto a los asientos de los comensales se dejaba una silla vacía, un puesto de honor que se denominaba cathedra. A lo largo del banquete la presencia del difunto era evocada llamándole por su nombre.

Cuando no se podía celebrar un banquete, entonces se colocaban guirnaldas de flores en el lugar de la sepultura, se besaba la piedra, se pronunciaban palabras piadosas, se depositaban alimentos o se vertían gotas de vino antes de vaciar el vaso. A través de los pequeños agujeros colocados sobre la losa sepulcral se vertía también incienso y aceite.

Las honras fúnebres practicadas por los cristianos no debieron de ser muy distintas de las aquí descritas. La práctica de los banquetes funerarios se mantuvo por largo tiempo, especialmente en África. Los llamaban refrigeria. Los abusos se multiplicaron y estos banquetes acabaron convirtiéndose en verdaderas orgías. Santa Mónica, la madre de Agustín, cuando estuvo en Milán, deseando mantenerse fiel a sus devociones, al acudir a la catedral con su cestilla provista de alimentos para las libaciones y venerar así la memoria de los mártires, fue detenida por el portero, quien le explicó cortésmente que aquello había sido prohibido por el obispo Ambrosio. Al cabo del tiempo todos los obispos acabaron prohibiendo la práctica de los banquetes funerarios.

Hay que decir, sin embargo, que aun cuando la Iglesia no prohibió al principio los banquetes junto a las tumbas, poco a poco el banquete fue sustituyéndose por la celebración de la eucaristía, a la que a veces seguía un banquete fúnebre. Gran parte de los alimentos reservados para estos banquetes eran distribuidos después entre los pobres. La eucaristía era celebrada con un rito seguramente muy breve, en sufragio por el difunto. A lo largo de la celebración la memoria del difunto era evocada pronunciando su nombre. Es indudable que las catacumbas romanas, verdaderos cementerios subterráneos, fueron con frecuencia escenario de estas celebraciones. A este respecto hay que decir que los cristianos nunca fueron favorables a la incineración de los cadáveres y practicaron siempre la inhumación. También hay que decir que los cristianos se reunían, no en el aniversario del nacimiento, como los paganos, sino en el día de la muerte. De este modo, el dies natalis adquirió entre los cristianos un sentido nuevo.

La forma de venerar la memoria de los mártires, relacionada, por supuesto, con el culto a los difuntos, adquirió en seguida, sin embargo, unas modalidades propias y específicas.
Los mártires, que habían entregado su vida como testigos de Cristo, aguantando con una valentía sobrehumana las más terribles torturas y sufrimientos, morían rodeados del fervor y la admiración de sus hermanos. Eran éstos quienes recogían sus despojos y los depositaban cuidadosamente en sus tumbas. El día de la muerte y el lugar de la deposición eran anotados con exquisito cuidado. Eso les permitía reunirse una vez al año junto a la tumba del mártir para celebrar el Dies natalis del testigo de Cristo. Pero aquí el Dies natalis no hacía referencia a la fecha del nacimiento, sino al día de su muerte, es decir, al día de su nuevo nacimiento celeste. No era solamente la familia, sino toda la comunidad cristiana la que se daba cita junto al sepulcro del mártir. Por eso, mientras la veneración tributada a los difuntos por la familia se extinguía con la primera o segunda generación, la memoria de los mártires se prolongaba indefinidamente extendiéndose y consolidándose cada vez más.

Estos datos nos permiten asegurar que el culto a los mártires se inicia como un culto estrictamente local, vinculado a una comunidad determinada y a un lugar concreto, que coincide con el lugar del martirio o con el emplazamiento de la sepultura. Por eso en los calendarios primitivos se anota siempre, junto con el nombre del mártir, el día de la muerte —el Dies natalis— y el lugar de la tumba. A este respecto, los investigadores aseguran que cuanto más vinculada aparece la memoria de un mártir a una comunidad y a un lugar concreto, mayores son las garantías de autenticidad.

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