Un santo para cada día: 29 de diciembre Santo Tomás Becket ( El gran canciller inglés que muere por defender a la Iglesia del poder político)
| Francisca Abad Martín
En el segundo tercio del siglo XII un hombre justo y honesto había llegado a ocupar el puesto más importante en la corte inglesa, después del rey y habría de acabar siendo el mártir de la disciplina, el campeón de los derechos de la Iglesia, frente a la imposición por parte del Estado.
Tomás Becket nace en Londres el 21 de diciembre de 1118 de padres burgueses normandos. Su progenitor era el sheriff (especie de gobernador civil o jefe de la policía) de la ciudad. Estudiará primero en la abadía de los monjes de Merton, en Surrey y después cursará teología en París y Bolonia. A su regreso encontró su hogar deshecho y su hacienda destruida a causa de las revueltas políticas por lo que tiene que buscar trabajo en casa de un pariente londinense. A los 24 años entra al servicio del arzobispo de Canterbury, Teobaldo y emprende la carrera eclesiástica. Es nombrado diácono en 1154 y pronto consigue el puesto de arcediano o archidiácono (el diácono principal). Es el hombre de confianza del arzobispo.
El 20 de noviembre de 1154 el joven rey Enrique II es ungido en la Catedral de Wetminster y se convierte en el monarca más poderoso de toda la Cristiandad. Necesita un primer ministro de talla política poco común y se fija en Tomás Becket, quien a partir de ese momento comienza a ser, no solo canciller de Inglaterra, sino la primera figura del reino, después del soberano. Un cronista de la época nos lo pinta así: “Amable con todo el mundo, compasivo con los oprimidos y los pobres, resistente frente a los orgullosos, siempre con un humor juguetón y generoso, preocupado por no equivocarse ni equivocar a los demás, hijo prudente de este siglo. ”La gente empezó a llamarle “el segundo rey”. Comienza para él una vida fastuosa de lujos, grandes banquetes, cacerías, ropajes elegantes, etc. El rey comprende que. aparte de un marchoso parrandero, ha encontrado en Becket un valioso estadista, que se entrega por completo, con una disciplina férrea, a los intereses de la corona, dejando a los obispos el cuidado de velar por los de la Iglesia. Pero el rey no era consciente de que, ante todo y por encima de todo, Tomás era un hombre entregado por entero al cumplimiento del deber, que por debajo de los ropajes de “gran señor” portaba un alma noble.
En 1162 había quedado vacante la sede episcopal de Canterbury, por fallecimiento del anciano Teobaldo. Enrique ve entonces la posibilidad de colocar Iglesia y Estado bajo una sola mano, la suya y decide nombrar a Tomás Becket para tal dignidad, pero una vez ordenado sacerdote y después arzobispo, lo primero que hace Tomás es renunciar al cargo de Canciller, cosa que ocasiona gran disgusto al rey, pero Tomás comprende que el poder civil y el religioso han de caminar separados.
Las esperanzas que el rey había depositado en Becket para efectuar el cambio iban a resultar fallidas, pues su amigo se puso de parte del papa y no del rey y esto Enrique, que pretendía un enfeudamiento de la Iglesia por parte del Estado, no se lo iba a perdonar. Llegado el momento Becket reacciona con firmeza y se niega a firmar el documento que establece ese sometimiento del poder religioso al poder civil.Enrique II, sabedor de que no va conseguir doblegar su voluntad, decide procesarle. El arzobispo, sabiendo el peligro que corría, decide escapar de incognito en una noche oscura. No sin dificultades pudo llegar a Sens, donde se entrevista con el papa Alejandro III, para partir posteriormente a la abadía cisterciense de Pontigny, en la que pasaría más de dos años como un monje cualquiera, hasta que el rey permitió su regreso a Inglaterra a finales de 1170, pero las intrigas continuaron y el rey en un momento de furor dijo: “Mis cortesanos son tan cobardes y mezquinos que toleran las ofensas que me hace en mi país un clérigo rebelde y miserable”. Varios nobles se sintieron aludidos y tomaron la determinación de acabar con la vida del Arzobispo.
La noche del 28 al 29 de diciembre de 1170, los sicarios se dirigen a la catedral, encuentran al arzobispo cantando vísperas con sus monjes y allí mismo sobre el altar mayor le asesinan. Dicen que en ese instante una pavorosa tormenta se cernió sobre Canterbury. Es enterrado en la misma Catedral y canonizado por Alejandro III, el 12 de julio de 1174. Mientras se estaba celebrando la canonización en Roma, el rey Enrique, arrodillado como peregrino penitente ante la tumba de Tomás Becket, despojado de las insignias reales, se flagelaba arrepentido, implorando el perdón de Dios y de la Iglesia, en presencia de obispos, abades y monjes.
¿Fue esto realmente así? O más bien ¿la reacción de Enrique fue la de un rey despechado que intentó borrar de la memoria del pueblo a este héroe, mandando quemar sus huesos, prohibir su culto e impedir que fuera tratado como un mártir? Sea como fuere el hecho es que ni después de muerto el rey pudo librarse de quien decía que era un “clérigo fastidioso”. Tomás Becket, pasaría a la historia como uno de los hombres más íntegros, sería visto como la encarnación del político honesto e inmortalizado por dos obras teatrales: una es “Asesinato en la catedral” de T. S. Eliot y la otra de Jean Anouilh titulada: “Becket: el honor de Dios” ambas de rango internacional.
Reflexión desde el contexto actual:
Tomás Becket murió mártir por defender los derechos y libertades de la Iglesia, frente al poder opresor de la corona, dejando bien a las claras que una cosa son los intereses políticos y otra bien distinta los intereses de Dios. Esta lección que nos ha dejado este mártir defensor de los derechos de la Iglesia no viene nada mal para muchos católicos actuales, que metidos a políticos confunden la lealtad al Estado con la lealtad a Dios y tienen mucho cuidado antes de entrar en el parlamento de dejar colgado en el perchero su condición de creyentes.