Celebrar a la SS. Trinidad

No disimulo si digo que esta fiesta no goza de una especial simpatía, sobre todo entre los pastores. Remite ciertamente a un complejo mundo de controversias dogmáticas, origen funesto de disidencias, y herejías, y ha venido apoyándose generalmente en reflexiones teológicas sumamente abstractas, donde se manejan conceptos tan sutiles como persona, naturaleza, esencia, sustancia y algunos más. Por otra parte, todos somos conscientes de que en toda celebración cristiana hay una evocación expresa de la Trinidad. Porque nuestras plegarias van dirigidas habitualmente al Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo. Lo cual haría innecesaria esta fiesta.

Hay más. Los liturgistas sabemos que las fiestas cristianas no celebran ideas o conceptos abstractos, sino los grandes acontecimientos de la historia de la salvación. La fiesta de la Trinidad, si no se aborda adecuadamente, puede derivar en una evocación complicada de la enmarañada construcción conceptual producida por los teólogos para explicar el hermoso misterio de un Dios que nos ama y se nos revela.

La devoción a la santa Trinidad comienza a tomar cuerpo en la Iglesia en el siglo décimo. De hecho, los textos de oración recogidos en el misal para esta fiesta provienen de manuscritos y códices datados entre los siglos X y XI. El prefacio, en cambio, una maravillosa síntesis de la compleja teología trinitaria, hay que remontarlo a épocas anteriores y hay que fijar su origen en el entorno de la vieja liturgia hispano-visigoda, en cuya iglesia tuvieron una importancia notable las controversias cristológicas y trinitarias. La fiesta de la Trinidad se incorpora al calendario romano en 1331. Por todo lo cual, lo menos que podemos decir es que el apoyo de antigüedad y raigambre tradicional con que goza esta fiesta, es más bien escaso.

Sin embargo, debemos dar la vuelta al tema. Los artífices de la reforma litúrgica conciliar, conscientes de las dificultades pastorales y litúrgicas que entraña la fiesta, tuvieron la habilidad de ofrecernos un nuevo rostro para esta solemnidad. Lo hicieron a través de las lecturas. Porque, en toda celebración, las lecturas son la clave para interpretar el sentido y el perfil singular de cada fiesta. En este caso, las lecturas ofrecidas para celebrar a la santísima Trinidad no apuntan hacia un Dios tremendo y arcano, escondido en el misterio de sus complejas relaciones trinitarias, sino a un Dios cercano, amigo de los hombres, que se nos ha revelado como Padre, que ha compartido nuestra existencia humana a través de su hijo Jesús y sigue animándonos a caminar en la historia por la fuerza irresistible de su Espíritu.

Un acercamiento inteligente al conjunto de las lecturas en los tres ciclos, nos brinda un perfil estimulante de esta fiesta. Los textos elegidos del Primer Testamento nos ofrecen la imagen de un Dios clemente y compasivo, que ama y defiende a su pueblo de manera incondicional. Él es el único Dios, el señor de la vida y de la muerte, que ha creado el universo. No hay otro como él. Este Dios se ha revelado en Jesús y derrocha su amor en nosotros por el Espíritu Santo. Los textos evangélicos de Juan nos presentan la clara conciencia que Jesús tiene de haber sido enviado por el Padre, de recibir todo de él, de ser uno con él, de su intima comunión de vida con él, del Espíritu que él nos enviará para que nos conduzca a la «verdad plena».

No me cabe la menor duda de que esta nueva presentación de la fiesta de la Trinidad puede ofrecer a los responsables de la celebración una oportunidad única para poder transmitir a los hermanos la grandeza del Dios que se nos ha revelado en Jesús; del Dios al que celebramos y glorificamos en nuestra liturgia; del Dios que, por la singular fuerza del Espíritu, establece su morada en nuestros corazones.
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