Domine, non sum dignus

Hay personas que sufren un cierto malestar al expresar esta breve oración que precede a la comunión en la misa. «No soy digno de que entres en mi casa». Uno experimenta una cierta resistencia a confesar que no es digno de hospedar a Jesús en su casa. Se piensa que esta plegaria no responde a nuestra mentalidad moderna, abierta y liberal, y que es fruto de una espiritualidad pesimista, cargada de escrúpulos y temores absurdos.

Efectivamente, el espíritu de la renovación litúrgica inspirada por el Concilio también estuvo animado por una visión abierta y positiva, libre de complejos de culpabilidad y de temores obsesivos. De hecho la reforma litúrgica eliminó toda una serie de oraciones de este estilo, en las que el orante declaraba de manera insistente su indignidad para acercarse al altar y hacerse partícipe de los sagrados misterios. Las plegarias para declararse pecador y pedir perdón se multiplicaron en la liturgia de la misa. Durante la edad media el confiteor o confesión de los pecados se repetía tres veces a lo largo de la misa, al principio, antes del ofertorio y antes de la comunión. Hasta el Vaticano II esta confesión de los pecados se mantuvo al principio de la misa y antes de la comunión. Así lo conocimos los que peinamos canas. Después de la reforma solo se dice al principio de la celebración.

Resultaban altamente significativas las oraciones que pronunciaba el sacerdote, en privado, antes de la comunión. En ellas el celebrante oraba de este modo: “Por tu sacrosanto cuerpo y sangre líbrame de todas mis maldades y de todos mis pecados”. Y más adelante el celebrante proclamaba de nuevo su pecado; y que se sentía indigno de recibir el cuerpo y la sangre del Señor; y que semejante acto era un atrevimiento, una osadía. Todos estos textos de oración han desaparecido del nuevo misal.

Sin embargo en la nueva liturgia de la misa ha permanecido la fórmula del Domine, non sum dignus. Es una plegaria de inspiración bíblica, que reproduce casi literalmente las palabras del centurión, cuando decía a Jesús que no necesitaba acercarse a su casa para curar al criado enfermo (Mt 8, 8). “Basta que pronuncies una palabra, y mi criado quedará sano”, le dijo el centurión. Jesús alabó la fe de este hombre y sanó al enfermo. Ahí termina el relato.

Yo me hago cargo de las dificultades que algunos experimentan al pronunciar estas palabras. Nosotros estamos animados de un sentimiento más positivo, más dispuesto a encontrarnos con el Señor, sin que el reconocimiento de nuestras miserias nos acobarde. Tenemos conciencia de que Jesús nos perdona siempre y nos acoge siempre.

A pesar de todo, tendríamos que recuperar el espíritu del Centurión, cuya fe profunda alabó Jesús. Tendríamos que reconocer con humildad el señorío de Jesús, su fuerza poderosa, su capacidad de curar, su misericordia entrañable, su amor a los pequeños, a los humildes, a los enfermos. Esta actitud de humildad confiada es la que debe animar al orante cuando, antes de acercarse a participar de los dones eucarísticos, reconoce con humildad que su casa, su morada, es demasiado pequeña, demasiado pobre, para hospedar a Jesús. Desde esa perspectiva debiéramos pronunciar esas palabras, conscientes, además, de que la palabra de Jesús es poderosa, eficaz, capaz de perdonar y de sanar.

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