Elogio de lo auténtico

No voy a defender el uso de objetos nobles y costosos en las iglesias. Sólo pido un mínimo de calidad y autenticidad; que las velas sean velas de verdad; que los cirios, sean cirios de cera, auténticos; que las flores sean naturales, auténticas, no flores artificiales de tela, de pacotilla; que el altar sea una verdadera mesa, y los manteles sean manteles de verdad; que el pan sea pan y el vino sea vino, sin adulteraciones ni arreglos artificiales.

Digo esto porque me duele ver en muchos altares de nuestros templos velas o cirios artificiales, camuflados, confeccionados con materiales impropios, aparentando cera, pero hechos, en realidad, con tubos de metal pintados, envolviendo en su interior velas insignificantes que asoman la cabeza por el extremo del tubo y que se mantienen erguidas por el impulso de un muelle escondido en el interior. Cuando lo auténtico sería poner sobre el altar cirios verdaderos, de cera, que se van consumiendo día a día por el uso. Es entonces cuando aparece con claridad toda la fuerza simbólica del cirio, de la llama que arde y se consume, como imagen de una vida entregada; cuando se convierte en luz que alumbra y conduce, como imagen de la luz verdadera que es Cristo.

No voy a referirme a las flores artificiales; en la actualidad no es muy frecuente verlas en las iglesias. No vale la pena pues, como dice el castizo, gastar la pólvora en salvas. Tampoco plantea problemas en la actualidad la configuración de los altares; no ocurría lo mismo antes del concilio, cuando los altares, adosados al muro del fondo de la nave, más parecían el soporte o repisa de un hermoso retablo que una mesa. Por eso las normas litúrgicas actuales disponen que la mesa del altar sea exenta, separada del retablo, con la posibilidad de rodearla por los cuatro lados. Eso sí, esta mesa no debe servir de repisa para apoyar todo tipo de objetos: una cantidad importante de libros y papeles, el soporte del micrófono, las velas, las flores y, si llega el caso, hasta las gafas del cura. La mesa del altar, a mi juicio, debe estar limpia, despejada, dispuesta sólo para que en ella se depositen los dones del pan y del vino. En definitiva; debe ser una mesa.

Los manteles que cubren la mesa del altar deben ser eso, lo que habitualmente entendemos por manteles. No adornos, revestidos de puntillas y bordados innecesarios. A la postre, estos manteles, convertidos en adornos decorativos, terminan desdibujando la naturaleza y la función del mantel. En las comidas habituales el mantel sirve para dar prestancia a la mesa, para que los platos y los alimentos puedan depositarse sobre una base limpia y de calidad. A lo largo de los siglos los corporales, que se extienden sobre el altar, y sobre los cuales se depositan el pan y el vino, han terminado convirtiéndose en una especie de reducción del mantel a su mínima expresión. En algunas ocasiones, en el momento del ofertorio, al aderezar la mesa para el banquete eucarístico, los acólitos extienden el mantel y cubren con él la mesa del altar. Es una manera de resaltar y visualizar el comienzo de la liturgia eucarística, centrada en torno al altar. Lo que, a mi juicio, nunca deberá hacerse es cubrir el mantel con una especie de plástico trasparente a fin de protegerlo de posibles manchas o desperfectos. Ese recurso, lo mismo que las mesas cubiertas con papel, habitual en tabernas y casas de comidas, no responde a las exigencias de calidad y nobleza que corresponden al acto que celebramos.

Que el pan sea pan y el vino sea vino. Es mi última reclamación. Porque las hostias u obleas que utilizamos en nuestras misas, querámoslo o no reconocer, no ofrecen la imagen de lo que comúnmente llamamos pan. Así lo entienden las normas litúrgicas actuales cuando recomiendan que los dones de pan y de vino, utilizados en la eucaristía, “aparezcan verdaderamente como alimento”. Y, a continuación, sugieren que “el pan eucarístico, aunque sea ázimo y hecho de la forma tradicional, se haga de tal modo que el sacerdote… pueda realmente partirlo en fragmentos diversos y distribuirlos, al menos, a algunos fieles” (OGMR 321).

No comparto yo la costumbre, extendida actualmente en algunas comunidades, de usar panes grandes, auténticas hogazas, para celebrar la cena del Señor. Entre esta solución y las obleas hay un término medio. Hay que usar un pan, que sea auténtico, por supuesto; pero fácil de manejar, de proporciones razonables, discretas, que pueda partirse fácilmente en fragmentos pequeños, sin que se desprenda una gran cantidad de migas. Nunca debemos olvidar que a la eucaristía no vamos a matar el hambre; la comida eucarística pertenece al mundo de los símbolos. Éstos son, deben ser, pura trasparencia, pura referencia; lo importante no es el símbolo en sí, sino aquello a lo que el símbolo nos remite. El banquete no debe acaparar sobre sí mismo toda la atención; su función es remitirnos a otra cosa más importante que él. El banquete eucarístico es importante; pero es más importante todavía el encuentro con el Señor.

Termino con una referencia al vino. No hace falta un vino especial; de esos que confeccionan algunas bodegas especializadas para garantizar la identidad, químicamente pura, del vino de misa. Basta con que el vino sea vino. Esa es la condición. En ningún caso tendremos que pasar previamente por el laboratorio para que se nos garantice la purea del vino. Lo que habitualmente tomamos como vino, ese es el que podemos usar para la eucaristía.
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