Un Leccionario, ¿para qué?
Sin pretender con mi respuesta menospreciar la seriedad de las dificultades propuestas, creo poder abogar por la validez y conveniencia del leccionario. Ello por varios motivos:
1. El leccionario permite una presentación más objetiva de la palabra de Dios, sobre todo en los ciclos de lectura continuada, sin ceder a condicionamientos subjetivos o a gustos personales.
2. Nos ofrece una lectura casi completa de la Biblia, sobre todo de los libros o pasajes más relevantes. Ningún texto importante ha quedado olvidado o marginado.
3. Garantiza una coherente vinculación de los textos y de los temas a la marcha o desarrollo del año litúrgico. Ello nos permite una visión global del misterio de Cristo, celebrado a lo largo del año, desde distintas perspectivas bíblicas tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento.
4. Asegura una visión complementaria y coherente del Antiguo y del Nuevo Testamento.
5. Nos permite permanecer fieles a la tradición de la Iglesia, la cual ha vinculado desde antiguo la lectura de algunos libros o textos del Antiguo y del Nuevo Testamento a determinados tiempos o fiestas del año litúrgico.
6. Nos facilita una rica selección de pasajes bíblicos a utilizar en determinadas ocasiones (misas votivas) y en la celebración de los sacramentos.
De no disponer de un leccionario habría que contar con una serie de inconvenientes difícilmente asumibles. La primera cuestión que me viene a la cabeza es saber con qué criterios habría que seleccionar las lecturas; quién sería el responsable de hacerlo; cómo estaríamos seguros de no sucumbir a las manías, las obsesiones y preferencias personales de los responsables; cómo podría quedar garantizada la objetividad y pluralidad de la selección, sin caer en la arbitrariedad, o en un dirigismo unilateral y obsesivo, totalmente inaceptable. Esas y muchas más serían las pegas con que una comunidad cristiana se encentraría al organizar la selección de las lecturas bíblicas.
Debo añadir, por otra parte y como contrapartida, que el nuevo leccionario ofrece un amplio margen de utilización, sin que se impongan nunca, de modo irrevocable, determinadas formas de selección. Esto es cierto, sobre todo, para las lecturas del ciclo semanal. El ciclo dominical, en cambio, viene impuesto por la nueva legislación de forma más categórica. Ello es normal y explicable si queremos salvar un mínimo de uniformidad y un determinado ritmo pedagógico y espiritual a nivel eclesial.