Plegarias de intercesión en la anáfora

Voy a ser breve. Deseo advertir, en primer lugar, la sorprendente policromía que caracteriza a la plegaria de acción de gracias. En ella se conjugan sentimientos de alabanza y acción de gracias, de bendición y de exaltación de la gloria de Dios; de evocación y proclamación profética de las maravillosas intervenciones de Dios en la historia, sobre todo, de la poderosa manifestación divina, en la plenitud de los tiempos, a través de Jesús, Señor nuestro y restaurador de la dignidad humana; actitud de reconocimiento y de recuerdo, al hacer memoria del acontecimiento pascual de Cristo en la anámnesis; actitud de ferviente súplica, al invocar la acción del Padre, sobre los dones y sobre la asamblea, a través de su Espíritu, en la epíclesis; plegarias de intercesión por la Iglesia, que se extiende por todo el mundo y peregrina hacia el Padre; oración por todos los que ejercen el ministerio al servicio del pueblo de Dios, por los vivos y los difuntos; finalmente, sentimiento explosivo y vibrante de alabanza en la gran doxología final, con la que concluye la plegaria de acción de gracias.

Hay que tomar nota de esta gran riqueza de actitudes y sentimientos que confluyen en la anáfora. Sobre todo, la constatación de este abanico de sentimientos debe salir al paso a la actitud monocorde de tantos creyentes y de tantas asambleas coyas oraciones se centran, de modo casi exclusivo, en las oraciones de petición y, acaso, en las súplicas de perdón; acompañadas, casi siempre, de discursos piadosos moralizantes, de reprimendas espirituales y de requerimientos urgentes hacia el compromiso personal y comunitario. No seré yo quien critique todo esto, porque son sentimientos y actitudes buenas; aunque sí he de reconocer el empobrecimiento que supone encarrilar siempre nuestra oración en la misma línea espiritual moralizante y antropocéntrica. Hay que salir del entorno cerrado de nuestros intereses. Hay que salir fuera y abrirse al impacto de la grandeza del misterio. En nuestro desahogo espiritual hay que aparcar la ética para imprimir un nuevo impulso a la doxología.

Después de esta reflexión introductoria hay que volver a la anáfora. Las plegarias de intercesión no aparecen todas en el mismo momento. Las anáforas alejandrinas introducen un amplio desarrollo de las plegarias de intercesión después del sanctus y antes de la epíclesis. Un ejemplo muy significativo lo tenemos en la anáfora alejandrina de San Marcos; en ella se pide por la Iglesia, el Papa y los obispos, por el emperador y su ejército, por la asamblea reunida, por los enfermos, los encarcelados, los desterrados, los náufragos, por los viajeros y peregrinos, por los frutos de la tierra, por las viudas y los huérfanos y, finalmente, por los difuntos.

Las anáforas siriacas colocan las intercesiones casi al final, después de haber proclamado la anamnesis y la epíclesis que, como sabemos, en las anáforas siriacas se sitúa después del relato de la institución. El contenido es parecido al de las anáforas alejandrinas; pero el formato y la disposición interna varía según el talante, la inspiración literaria y el tono más o menos solemne de cada plegaria.

Las liturgias de occidente ofrecen modelos diferentes. La liturgia romana antigua, cuyo único exponente es el Canon Romano, coloca las intercesiones antes y después de la consagración. En la primera parte se pide por los vivos: el papa, los obispos y los gobernantes de la nación. En la segunda parte se pide por los difuntos. Sorprendente mente tanto la liturgia galicana como la hispánica no incluyen las intercesiones en el marco de la plegaria eucarística.

Aún me queda una observación que bien podría interpretarse como crítica. Me refiero al doblaje, un tanto anómalo, que supone la presencia de las plegarias de intercesión en la anáfora después de haber pronunciado la oración de los fieles al final de la liturgia de la palabra. Para salvar la coherencia de este hecho nos veríamos obligados a establecer una cierta autonomía, y hasta un cierto distanciamiento, de la liturgia del banquete respecto a la liturgia de la palabra. O, aún mejor, quizás no debiéramos ser tan cicateros al examinar estos comportamientos litúrgicos.

Para terminar, me gustaría poner de relieve el equilibrio de sentimientos y actitudes espirituales que se respira en el interior de la anáfora. En ella, como he indicado más arriba, pasamos de la alabanza, a la proclamación profética y al memorial, para terminar en la invocación de la epíclesis y en las intercesiones. Todo culmina en la explosión doxológica trinitaria. Podría ser este un ejemplo a seguir en nuestra manera de hacer oración. Sería un triunfo que lográramos superar la oración de petición monocorde, dejando de mirarnos sólo a nosotros, y fijáramos nuestros ojos en Dios, dando el salto a la alabanza, la bendición y la doxología.
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