Un banquete donde se come y se bebe
Lo que más me llama la atención es considerar como una concesión benévola lo que, en realidad, debería considerarse como un derecho de los fieles. También me resulta incomprensible que la comunión del cuerpo y de la sangre del Señor sea una práctica habitual, obligada, para el sacerdote celebrante, mientras que esa misma práctica se les niega a los fieles o, a lo sumo, se entiende como una concesión generosa de la jerarquía. Evidentemente éste es un claro exponente de un clericalismo difícil de justificar.
Yo no pongo en duda, por supuesto, la doctrina de la Iglesia al afirmar la presencia del cuerpo y de la sangre del Señor, de Cristo entero, en cada una de las especies consagradas. Tampoco menosprecio las dificultades prácticas que se originan al pretender ofrecer a los fieles la comunión bajo las dos especies, sobre todo en asambleas muy numerosas. Los problemas de higiene sanitaria y los reparos de ansiedad y de rechazo, que padecen muchas personas, tampoco deben ignorarse. Sin embargo, todo esto no justifica la eliminación, casi sistemática, de la comunión del cáliz para los fieles en la mayoría de nuestras celebraciones habituales. A mi juicio, esta eliminación es, más bien, fruto de una lamentable apatía pastoral, de una persistente aceptación de prejuicios injustificados, de una falta de sensibilidad litúrgica y, especialmente, de una escasa formación teológica.
Porque santo Tomás de Aquino, por citar a un autor de indiscutible ortodoxia, al explicar la presencia del cuerpo y de la sangre del Señor en las especies consagradas, establece una distinción que merece ser tenida en cuenta. Cuando alguien, como ocurre habitualmente, comulga con una sola especie, la del pan, recibe el cuerpo del Señor en “virtud del sacramento”; pero la comunión con la sangre del Señor, en cambio, tiene lugar en el comulgante sólo “en virtud de la concomitancia”, no por la “virtud del sacramento” (“Suma Teológica” III, 76, 2). La distinción es fina y los pastoralistas no debieran abandonarla en el olvido.
Pero hay más. Tomás de Aquino es consciente de la complejidad del sacramento eucarístico y no deja de anotar la permanente duplicidad de elementos: pan y vino, comer y beber, cuerpo y sangre; relacionando esto con otros binomios importantes: cuerpo y alma, muerte y resurrección, humanidad y divinidad. Sin embargo, el maestro dominico asegura la confluencia de esos elementos dobles (pan y vino, comer y beber, cuerpo y sangre) en la unidad formal del sacramento. Esa visión unitaria del sacramento, a la que él llama la perfecta refectio, dotada de plenitud y totalidad, está constituida por el banquete, el convivium, en el que se come y se bebe, y en el que se comparte, en plenitud, la totalidad de la vida entregada y sacrificada de Cristo.
Hace un guiño, además, a la base antropológica y cultural de los elementos materiales que integran la simbología del sacramento eucarístico. Él sabe, Tomás de Aquino, que el pan y el vino constituyen lo sustancial de la dieta mediterránea; él sabe también que los gestos de comer y de beber forman la trama de cualquier comida o banquete entre nosotros; y él sabe, por supuesto, que el gran símbolo del banquete, esencial en la estructura de mediación sacramental que conforma la eucaristía, cuenta con un apoyo antropológico y cultural indiscutible.
Esto supuesto, quizás debiéramos sugerir, sin menospreciar la singularidad insustituible y fundamental del pan y el vino, como materia del sacramento, la conveniencia de señalar la centralidad del símbolo sacramental de la eucaristía en el gran símbolo del banquete, en el sacrum convivium. En él compartimos, en un clima de comensalidad fraterna, la comida y la bebida, los dones consagrados del pan y del vino; en él entramos en plenitud de comunión con el Cristo total, con el Cristo de la pascua entregado y glorioso.