Nuestra capacidad de celebrar

Para descubrirlo tenemos que partir de la experiencia cotidiana. Porque estoy plenamente convencido de que todos tenemos una rica experiencia celebrativa. Seguramente no hemos caído en la cuenta, ni hemos realizado una reflexión sobre el hecho, ni siquiera hemos utilizado la palabra celebración. Pero la experiencia está ahí, en nuestra vida, latente.

Me estoy refiriendo a esas fiestas familiares, íntimas y entrañables, en las que, año tras año, celebramos - ¡ya salió la palabra! - o el aniversario del nacimiento de nuestros hijos, o nuestro aniversario de bodas, o la primera comunión de nuestro hijo mayor, o el aniversario de la muerte del abuelo. Todo son celebraciones. Algunas, las de carácter conmemorativo, como los aniversarios, se repiten periódicamente, cada año. Unas tienen carácter gozoso, y se festejan con alegría. Otras, como la muerte del abuelo, son tristes y se celebran anualmente para evocar su memoria y encomendarlo al Señor. Hay otras celebraciones familiares, como una primera comunión o unas bodas, que no tienen carácter conmemorativo y se reducen a la celebración festiva del acontecimiento. Estas no tienen por qué estar dotadas de carácter repetitivo o periódico.

Estas celebraciones familiares, por serlo, quedan reducidas al ámbito doméstico. Solo son compartidas por los miembros de la familia: los padres, los hijos, los abuelos, algunos primos y los amigos más íntimos. El grupo es pequeño pero entrañable. El espacio en el que se desarrolla la celebración también suele ser reducido, familiar. Porque, en realidad, la celebración consiste habitualmente en una comida festiva, cuya mesa, revestida con los mejores manteles, suele estar adornada con luces y flores. Al comenzar el banquete el padre de familia pronuncia unas palabras para evocar el motivo de esa celebración, agradecer su presencia a los comensales y expresar a todos sus mejores votos y deseos de felicidad. La comida es abundante, copiosa, regada con los mejores vinos. El clima es alegre, exuberante, festivo; en algunos casos puede llegar al desbordamiento y hasta el exceso. No se parece en nada a una comida ordinaria. Esta comida, que en realidad es un banquete, es algo distinto, algo separado de lo habitual y cotidiano. La comida de cada día es para alimentarnos, para nutrirnos; tiene una finalidad biológica concreta. El banquete festivo, en cambio, tiene otro sentido, otra intencionalidad, otra razón de ser; se trata de rememorar y de celebrar un evento gozoso en el que se ha visto implicada toda la familia. En esta ocasión gozosa la familia se encuentra y se reconoce, se estrechan sus lazos y se ahondan las raíces que la definen. Porque el evento que celebramos aquí no es un hecho ausente, lejano, perdido en el olvido; al contrario, al celebrarlo lo conmemoramos; y, al conmemorarlo lo reconocemos como presente y activo en el fondo de nuestras vidas.
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