Sin comunión de fe no hay comunión de eucaristía

Hace ya más de un año que publiqué un escrito en el Pliego de Vida Nueva (11-17.6.2011) haciendo una valoración crítica del gesto permisivo de la Santa Sede al autorizar a los tradicionalistas seguidores del arzobispo disidente Marcel Lefebvre la posibilidad de utilizar el viejo misal romano tridentino, editado por san Pío V el año 1570. Por otra parte, durante este mes de julio han ido apareciendo numerosas informaciones sobre la respuesta de los lefebvrianos a los requerimientos de la Santa Sede, encaminados especialmente a un retorno de los miembros de la Fraternidad Sacerdotal san Pío X a la comunión con la Iglesia de Roma. Es pues un tema candente, de suma gravedad, que preocupa no poco a los responsables de la Iglesia.

En el escrito mencionado centraba yo mi interés en los pasos progresivos que había ido dando la Santa Sede, desde Juan Pablo II hasta Benedicto XVI, intentando abrir puertas y facilitar el regreso de los disidentes al seno de la Iglesia. Señalaba yo en ese momento la grave decisión tomada por Benedicto XVI al permitir a los grupos tradicionalistas el uso del viejo misal tridentino. No era sólo una cuestión de libros: dejas un misal y coges otro. El tema era muchos más complejo, mucho más grave; implicaba toda una serie de aspectos y condicionantes, que ponían en entredicho la totalidad de la liturgia renovada en el Concilio. Lo que se ponía en juego era mucho más que el simple cambio de un misal por otro.

Ya en aquel momento apuntaba yo a la gravedad de la situación; porque, a la postre, el problema que se debatía iba más allá de las exigencias litúrgicas, para convertirse, en definitiva, en un problema doctrinal. No era un asunto banal, como puede apreciarse. Ahora, en cambio, siguiendo el hilo de esta reflexión, deseo señalar una situación anómala, de flagrante desajuste e incoherencia, que se ha creado al permitir el uso del misal romano, dando por descontada la comunión de eucaristía, y manteniendo al mismo tiempo una situación de conflicto doctrinal y de ruptura de la comunión de fe. Habría, para decirlo con toda claridad, un desajuste, una falta de coherencia, entre la fe celebrada y la fe creída y confesada.

Porque el planteamiento de los lefebvrianos no deja lugar a dudas. En la respuesta a la Santa Sede, sus afirmaciones son claras y contundentes. Hay, por su parte, un claro y rotundo rechazo del Concilio Vaticano II, de sus doctrinas y de sus reformas; hay además un rechazo persistente de la autoridad del Papa y de su magisterio. Por tanto, cuando existe una tan clara evidencia del posicionamiento doctrinal de los grupos tradicionalistas, especialmente de los más estrechamente vinculados a Lefebvre, sobre su rechazo de las enseñanzas del Concilio Vaticano II; cuando aparece de forma patente su rechazo a la colegialidad episcopal, acusando a la Iglesia de «conciliarismo»; cuando se percibe una actitud radicalmente contraria al espíritu ecuménico y se la acusa de «neoprotestantismo»; cuando presenciamos una actitud de desobediencia cabal y de no reconocimiento de la autoridad del romano pontífice y de su magisterio; cuando se critica frontalmente el modo como entiende la Iglesia del Concilio su actividad misionera y su respeto de la libertad religiosa; cuando uno toma en consideración todo el soporte doctrinal que sustenta la actitud reaccionaria de los grupos tradicionalistas y su profundo distanciamiento de los grandes valores y apoyos doctrinales que dan vida a la Iglesia del postconcilio, resulta muy difícil entender una posibilidad de comunión en la fe y de su expresión comunitaria en la liturgia de la Iglesia.

Ahora viene el reproche final. En estas circunstancias uno contempla con una gran perplejidad, hasta con estupor, la actitud tan liberal y condescendiente de la Santa Sede al facilitar a estos grupos tradicionalistas el uso del viejo misal tridentino. Un misal que, como muy bien advierten los documentos pontificios, representa una forma peculiar, una forma extraordinaria, del rito romano. Es decir, la legitimidad de la liturgia romana no se agota con los nuevos libros reformados, emanados del Concilio Vaticano II. Esta advertencia legitimaría sin duda una cierta relativización de los modos concretos de que se sirve la Iglesia para celebrar los misterios.

Uno se pregunta cómo pueden ser admitidos a la gran comunidad celebrativa, a la celebración eclesial de los misterios, grupos que de forma tan descarada se declaran decididamente contrarios a la disciplina y al magisterio de la Iglesia. Grupos que han optado por la disidencia, la marginación y el alejamiento de la gran comunión eclesial. Cómo es posible, en definitiva, aceptar sin rubor el clamoroso escándalo, provocado por grupos que pretenden compartir la celebración de los misterios, en comunión con la Iglesia, manteniendo tercamente, al mismo tiempo, su ruptura con la Iglesia en el reconocimiento de las enseñanzas del magisterio y en la confesión de la misma fe.
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