La soledad del cura en el altar

Ahora ya no hay monaguillos. Son un personaje que ha pasado a la historia. A lo sumo, con motivo de celebraciones muy solemnes o de misas televisadas, aparecen en escena algunos jóvenes, revestidos con unas albas impecables, que desfilan solemnemente en la procesión de entrada y terminan colocándose en el presbiterio como invitados de piedra o como elementos decorativos, sin oficio ni beneficio; es decir, en la mayoría de los casos, sin intervenir para nada prestando un servicio en el altar. En esta misma línea debiera mencionar la presencia de un señor de buena voluntad, que se presta a desfilar en la procesión de entrada, portando en alto con todo empaque el libro de las lecturas. Ahí termina su cometido; no se le vuelve a ver en toda la celebración. Sí que están presentes un buen número de acólitos, seminaristas casi siempre, cuando es el obispo quien preside la celebración.

Para ser justo y matizar debidamente mi primera impresión, debo hacerme eco de la presencia de lectores y de ministros de la eucaristía en buena parte de nuestras celebraciones dominicales en numerosas parroquias. Es una batalla que la renovación litúrgica conciliar ha ganado a la rutina y al inmovilismo pastoral.

Pero a mí me interesa en este momento referirme a situaciones más frecuentes y menos extraordinarias. Estoy pensando en las misas dominicales, sobre todo en iglesias y parroquias urbanas. Es frecuente ver al sacerdote de turno preparar diligentemente el altar, encender las velas, registrar los libros y colocarlos en su sitio, poner en marcha la megafonía y encender las luces de la iglesia. En las misas normales no hay procesión de entrada; el sacerdote accede al presbiterio y se acerca al altar de la forma más rápida y discreta posible. A partir de ese momento él dirige la celebración sumido, casi siempre, en la más absoluta soledad. No cuenta con nadie a su lado, que le facilite el libro, que le acerque las vinajeras, le ayude a lavarse las manos y, si hace falta, le ofrezca el incensario. En el caso de un imprevisto cualquiera o de un desplazamiento inesperado, debe ser él mismo el que resuelve los problemas por su cuenta.

Ahora me pregunto si no es posible encontrar a alguien, hombre o mujer, que esté cerca del sacerdote durante la celebración. De la misma forma que encontramos laicos para ejercer de lectores y proclamar las lecturas de la palabra de Dios, tengo la seguridad de que también podríamos encontrar laicos dispuestos a acompañar al sacerdote en el altar.

Con frecuencia asisto a la eucaristía dominical en la capilla de una comunidad de religiosas. Siempre hay una religiosa encargada de encender las velas y las luces de la iglesia; ella poner en marcha la megafonía, coloca el leccionario sobre el ambón, y dispone primorosamente las cosas sobre el altar. Incluso coloca ya sobre la mesa los dones de pan y de vino que servirán para la eucaristía. De ese modo el sacerdote no tendrá que desplazarse a recoger las ofrendas de esa mesa que en la jerga litúrgica se llama “mesa de la credencia”.

También aquí el sacerdote actúa solo en el altar durante toda la celebración. Las religiosas proclaman alguna lectura, leen las preces, colocan la bandeja debajo de la barbilla de los comulgantes y hasta, si llega el caso, distribuyen la comunióna los fieles. Pero el sacerdote se ve obligado a preparar, él solo, la ofrenda, echando el vino en el cáliz, y a lavarse las manos al final del ofertorio. Luego las vinajeras permanecen sobre el altar durante toda la misa.

Hay aquí un par de inconvenientes que desearía señalar. Primero: la ofrenda no debe estar sobre el altar desde el principio de la celebración. Hay que marcar bien los tiempos y distinguir adecuadamente la liturgia de la palabra de la liturgia del banquete. Los dones se presentan al altar en el momento del ofertorio, cuando comienza la liturgia del banquete, no antes. Segundo: no tiene ningún sentido que las vinajeras permanezcan sobre la mesa de altar durante toda la celebración. En principio, desde una sana teología litúrgica y sacramentaria, todo lo que hay sobre el altar es objeto de la santificación y de la consagración que se opera en la eucaristía.

Termino con un deseo. Que los responsables de la pastoral y de las celebraciones den cauce y propicien las iniciativas adecuadas a fin de salir al paso a los problemas que he planteado en este comentario. Yo estoy seguro de que siempre encontraremos personas dispuestas a comprometerse y a prestar un servicio a la comunidad. Hay que romper los viejos tabúes y los prejuicios atávicos que pesan sobre nuestra idiosincrasia colectiva.
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