Pedro Arrupe, astuto y sencillo
Ha sido una suerte, un privilegio, haber tratado a una estrella que brilla más y más cada día que pasa. Son innumerables los escritos sobre el Padre Arrupe y sobre su influencia en la Compañía de Jesús, en la Iglesia Católica y en la sociedad. Esa amplia dimensión socio-religiosa es la que me obliga a testimoniar algo muy sencillo, pero real, que se añada a su biografía, a las ricas facetas de su personalidad.
“Una persona, un colectivo, una institución (iglesia incluida) que no pregunta, no se pregunta y no se deja preguntar, son realidades terminadas. En el mejor de los casos, piezas de museo. La expresión más viva de la fe no es la afirmación, sino la pregunta. Desde la fe como seguridad profunda, el creyente se atreve a preguntar a Dios: ¿Por qué...? ¿qué quieres...? y por supuesto, al ser humano ¿qué te pasa?, que es otra manera de preguntar a Dios”.
La cita es de un corto artículo del recientemente desaparecido Ignacio Iglesias, S.J., asistente general e íntimo colaborador del P. Arrupe. Es una evocación del sentir del mismo Arrupe.
Los que vivimos el Vaticano II y el postconcilio tenemos una idea – sólo aproximada – de lo que supuso Arrupe en Roma y en Occidente. Arriesgadísima fue la elección a Prepósito General de la Compañía en 1965. Muchos participantes lo votaron pensando superficialmente en la aplicación del Concilio. Algunos le votaron convencidos de que el espíritu jesuítico seguiría inmutable. Nadie sospechaba que Arrupe, en 1974, iba a impulsar la naciente Teología de la Liberación. A partir de entonces, estatutariamente, los jesuitas – así denominados por primera vez en documento oficial - dejarían de privilegiar a las élites para centrar sus preferencias en los pobres y desvalidos. Y, sin embargo, nada nuevo. Es lo que hizo Jesús en Galilea y Judea durante su corta vida pública.
Así reza el Decreto 12 de la Congregación General N. 32:
“Nuestra Compañía no puede responder a las graves urgencias del apostolado de nuestro tiempo si no modifica su práctica de la pobreza. Los compañeros de Jesús no podrán oír “el clamor de los pobres” si no adquieren una experiencia personal más directa de las miserias y estrecheces de los pobres”.
“Es absolutamente impensable que la Compañía pueda promover eficazmente en todas partes la justicia y la dignidad humana si la mejor parte de su apostolado se identifica con los ricos y poderosos o se funda en la seguridad de la propiedad, de la ciencia o del poder”.
“Sentimos inquietud a causa de las diferencias en la pobreza efectiva de personas, comunidades y obras”.
“En este mundo en que tantos mueren de hambre, no podemos apropiarnos con ligereza el título de pobre. Debemos hacer un esfuerzo por reducir el consumismo; sentir efectos reales de la pobreza, tener un tenor de vida como el de las familias de condición modesta”.
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La Compañía siempre había dedicado lo mejor de sí a los poderosos. El citado texto de la Congregación General 32 lo reconoce y evidencia. Nunca dejó de lado a los pobres, pero ésta era una dedicación marginal y menos comprometida. Fue con Arrupe cuando se produjo el cambio, un histórico vuelco en las prioridades de la evangelización. Un cambio que está en marcha. Que produjo y produce mártires. Que creó y profundizó un enfrentamiento entre la cúpula del Vaticano y la de la Compañía, hasta el extremo de subvertir, en 1981, si bien temporalmente, los normales cauces de designación del Prepósito General. Que hizo decir a algunos que “un vasco fundó los jesuitas y otro vasco los va a destruir”. Que hizo y hace tambalear el cuarto voto porque los objetivos del Vaticano van quedando alejados de las preferencias que impuso la Congregación General N. 32.
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La Casa Generalicia de los jesuitas está en Borgo Santo Spirito nº 5. A unos 100 metros, en el Palazzo del Sant'Uffizio, yo tenía mi domicilio y mi despacho. Casi tocaba, desde mi ventana, la Colonnata del Bernini. Mis ocho años de oficial en el Vaticano coincidieron con el período del mandato de Arrupe al frente de la Compañía (1965 – 1981). Alguna vez encontré al Padre Arrupe, siempre con alguno de sus colaboradores. Nos saludábamos en castellano. A veces nos parábamos a hablar de algo intrascendente. También en actos oficiales. A diferencia de otros superiores religiosos, nunca lo vi dentro del Palazzo ni hablando con mis superiores. Estoy convencido de que evitaba el contacto con los curiales de cualquier rango. Cuanto quiero referir en este post toca lo oficial y es indicativo de la singular y excepcional personalidad de Arrupe.
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Década de los 70. Numerosos sacerdotes y religiosos ordenados in sacris se lanzaron a solicitar la reducción al estado laical. Un fenómeno in crescendo desde el Concilio. Millares cada año. Los jesuitas estaban numéricamente a la cabeza de los demandantes. Fueron unos 8.000. Muchos de ellos, profesores en las numerosas universidades que la Compañía tiene y gestiona en Estados Unidos de América. La normativa del Vaticano era y es muy clara. Ningún clérigo reducido al estado laical podía enseñar en centros dependientes de la Iglesia o de cualquiera de sus instituciones. Esto valía para niveles primarios, secundarios o superiores. La prohibición abarcaba a educadores y profesores de cualquier disciplina, incluyendo las profanas, tales como Matemáticas o Aeronáutica. ¡Y es que se produciría un escándalo en los alumnos y entre los colegas profesores! Además, el Santo Oficio exigía el cambio de residencia con el fin de convertir al ex-clérigo en persona anónima.
El dicasterio donde yo trabajaba se mueve a base de denuncias. Éstas proceden de los nuncios apostólicos, de los obispos, de superiores religiosos. Pero también de clérigos o seglares, sin excluir los delatores profesionales o aquellos que lo hacen por motivos rastreros, como la envidia o el rencor.
De U.S.A. llegaban numerosas denuncias. Todos o muchos jesuitas secularizados seguían ejerciendo en los colegios y en las universidades de la Compañía. Se me encargó la redacción de las cartas que el Cardenal Seper firmaba y que iban dirigidas al Padre Arrupe. Cartas normalmente largas. La Curia transmite al Superior General o al respectivo obispo local cualquier asunto que le competa. Le informa, pide aclaraciones y reclama eventuales medidas. Suele adjuntarse copia de los escritos de denuncia.
La curia jesuítica no respondía. De nuevo, tras una espera de meses, yo redactaba una carta recordatorio. Finalmente la respuesta llegó. La carta firmada por Pedro Arrupe era brevísima. Cinco líneas. Algo así: “Eminencia, Hice las averiguaciones correspondientes y transmití las preocupaciones de la Santa Sede a los superiores provinciales de USA. Debo comunicar a V. E. que los miembros de la Compañía que componen los consejos directivos de los diversos centros educativos y universitarios de la Compañía en aquel país han seguido las directrices de ese Dicasterio, si bien con resultados no siempre deseados”.
El Padre Arrupe estaba convencido de la injusticia que suponía la norma pontificia. Me lo confirmó un miembro destacado de su curia que me distinguió con su amistad. Arrupe había recapacitado y debatido el asunto convenientemente. Se tomó tiempo para cambiar los estatutos de las 28 universidades de la Compañía en U.S.A. Lo hizo también en otros centros superiores y secundarios dependientes de los jesuitas. Dejó en minoría a los miembros de la Compañía. Los consejos directivos trataron el problema de los profesores jesuitas secularizados. Prevaleció la mayoría. Todos los profesores jesuitas permanecieron en sus puestos. Una filigrana de sabiduría, de prudencia y de astucia. “Jesuita”, esta vez privado de connotación negativa.
Seguí redactando cartas transmitiendo a Arrupe nuevas denuncias. Sus escuetas respuestas se hacían esperar meses. Al final, contestaba lamentando lo que estaba ocurriendo y se refugiaba en el respeto a las decisiones mayoritarias de los órganos directivos de universidades y otros centros educativos.
También en otros campos Arrupe se movía en la frontera. Había aprendido en el Lejano Oriente que es más importante el hacer que el creer, las obras más que las doctrinas. Al Santo Oficio llegaban denuncias contra intelectuales jesuitas presuntamente heterodoxos. Arrupe nunca se precipitaba. No prohibía sus escritos ni los expulsaba de la cátedra. Buscaba la manera de justificarlos, no precisamente defenderlos. Al máximo, declinaba en los obispos locales la tarea de ejecutar las eventuales duras medidas de Roma. Estoy convencido de que respetaba la libre investigación teológica y de que los dogmas, para él, tenían una fuerte dosis de relatividad. En una ocasión escribió: “En otros continentes nos preguntan qué creemos. En Japón se fijan en cómo creemos. En Occidente se pesa el valor de nuestra ideología desnuda, descarnada. En Japón, se mira si nuestra vida es coherente con esa ideología, cuyo esqueleto no les interesa apenas”.
Y digo yo ¿No será que esos japoneses son los auténticos herederos espirituales de los discípulos de Jesús, emigrados de Oriente Medio en ocasión de la invasión romana del año 70 bajo el emperador Tito?
“Una persona, un colectivo, una institución (iglesia incluida) que no pregunta, no se pregunta y no se deja preguntar, son realidades terminadas. En el mejor de los casos, piezas de museo. La expresión más viva de la fe no es la afirmación, sino la pregunta. Desde la fe como seguridad profunda, el creyente se atreve a preguntar a Dios: ¿Por qué...? ¿qué quieres...? y por supuesto, al ser humano ¿qué te pasa?, que es otra manera de preguntar a Dios”.
La cita es de un corto artículo del recientemente desaparecido Ignacio Iglesias, S.J., asistente general e íntimo colaborador del P. Arrupe. Es una evocación del sentir del mismo Arrupe.
Los que vivimos el Vaticano II y el postconcilio tenemos una idea – sólo aproximada – de lo que supuso Arrupe en Roma y en Occidente. Arriesgadísima fue la elección a Prepósito General de la Compañía en 1965. Muchos participantes lo votaron pensando superficialmente en la aplicación del Concilio. Algunos le votaron convencidos de que el espíritu jesuítico seguiría inmutable. Nadie sospechaba que Arrupe, en 1974, iba a impulsar la naciente Teología de la Liberación. A partir de entonces, estatutariamente, los jesuitas – así denominados por primera vez en documento oficial - dejarían de privilegiar a las élites para centrar sus preferencias en los pobres y desvalidos. Y, sin embargo, nada nuevo. Es lo que hizo Jesús en Galilea y Judea durante su corta vida pública.
Así reza el Decreto 12 de la Congregación General N. 32:
“Nuestra Compañía no puede responder a las graves urgencias del apostolado de nuestro tiempo si no modifica su práctica de la pobreza. Los compañeros de Jesús no podrán oír “el clamor de los pobres” si no adquieren una experiencia personal más directa de las miserias y estrecheces de los pobres”.
“Es absolutamente impensable que la Compañía pueda promover eficazmente en todas partes la justicia y la dignidad humana si la mejor parte de su apostolado se identifica con los ricos y poderosos o se funda en la seguridad de la propiedad, de la ciencia o del poder”.
“Sentimos inquietud a causa de las diferencias en la pobreza efectiva de personas, comunidades y obras”.
“En este mundo en que tantos mueren de hambre, no podemos apropiarnos con ligereza el título de pobre. Debemos hacer un esfuerzo por reducir el consumismo; sentir efectos reales de la pobreza, tener un tenor de vida como el de las familias de condición modesta”.
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La Compañía siempre había dedicado lo mejor de sí a los poderosos. El citado texto de la Congregación General 32 lo reconoce y evidencia. Nunca dejó de lado a los pobres, pero ésta era una dedicación marginal y menos comprometida. Fue con Arrupe cuando se produjo el cambio, un histórico vuelco en las prioridades de la evangelización. Un cambio que está en marcha. Que produjo y produce mártires. Que creó y profundizó un enfrentamiento entre la cúpula del Vaticano y la de la Compañía, hasta el extremo de subvertir, en 1981, si bien temporalmente, los normales cauces de designación del Prepósito General. Que hizo decir a algunos que “un vasco fundó los jesuitas y otro vasco los va a destruir”. Que hizo y hace tambalear el cuarto voto porque los objetivos del Vaticano van quedando alejados de las preferencias que impuso la Congregación General N. 32.
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La Casa Generalicia de los jesuitas está en Borgo Santo Spirito nº 5. A unos 100 metros, en el Palazzo del Sant'Uffizio, yo tenía mi domicilio y mi despacho. Casi tocaba, desde mi ventana, la Colonnata del Bernini. Mis ocho años de oficial en el Vaticano coincidieron con el período del mandato de Arrupe al frente de la Compañía (1965 – 1981). Alguna vez encontré al Padre Arrupe, siempre con alguno de sus colaboradores. Nos saludábamos en castellano. A veces nos parábamos a hablar de algo intrascendente. También en actos oficiales. A diferencia de otros superiores religiosos, nunca lo vi dentro del Palazzo ni hablando con mis superiores. Estoy convencido de que evitaba el contacto con los curiales de cualquier rango. Cuanto quiero referir en este post toca lo oficial y es indicativo de la singular y excepcional personalidad de Arrupe.
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Década de los 70. Numerosos sacerdotes y religiosos ordenados in sacris se lanzaron a solicitar la reducción al estado laical. Un fenómeno in crescendo desde el Concilio. Millares cada año. Los jesuitas estaban numéricamente a la cabeza de los demandantes. Fueron unos 8.000. Muchos de ellos, profesores en las numerosas universidades que la Compañía tiene y gestiona en Estados Unidos de América. La normativa del Vaticano era y es muy clara. Ningún clérigo reducido al estado laical podía enseñar en centros dependientes de la Iglesia o de cualquiera de sus instituciones. Esto valía para niveles primarios, secundarios o superiores. La prohibición abarcaba a educadores y profesores de cualquier disciplina, incluyendo las profanas, tales como Matemáticas o Aeronáutica. ¡Y es que se produciría un escándalo en los alumnos y entre los colegas profesores! Además, el Santo Oficio exigía el cambio de residencia con el fin de convertir al ex-clérigo en persona anónima.
El dicasterio donde yo trabajaba se mueve a base de denuncias. Éstas proceden de los nuncios apostólicos, de los obispos, de superiores religiosos. Pero también de clérigos o seglares, sin excluir los delatores profesionales o aquellos que lo hacen por motivos rastreros, como la envidia o el rencor.
De U.S.A. llegaban numerosas denuncias. Todos o muchos jesuitas secularizados seguían ejerciendo en los colegios y en las universidades de la Compañía. Se me encargó la redacción de las cartas que el Cardenal Seper firmaba y que iban dirigidas al Padre Arrupe. Cartas normalmente largas. La Curia transmite al Superior General o al respectivo obispo local cualquier asunto que le competa. Le informa, pide aclaraciones y reclama eventuales medidas. Suele adjuntarse copia de los escritos de denuncia.
La curia jesuítica no respondía. De nuevo, tras una espera de meses, yo redactaba una carta recordatorio. Finalmente la respuesta llegó. La carta firmada por Pedro Arrupe era brevísima. Cinco líneas. Algo así: “Eminencia, Hice las averiguaciones correspondientes y transmití las preocupaciones de la Santa Sede a los superiores provinciales de USA. Debo comunicar a V. E. que los miembros de la Compañía que componen los consejos directivos de los diversos centros educativos y universitarios de la Compañía en aquel país han seguido las directrices de ese Dicasterio, si bien con resultados no siempre deseados”.
El Padre Arrupe estaba convencido de la injusticia que suponía la norma pontificia. Me lo confirmó un miembro destacado de su curia que me distinguió con su amistad. Arrupe había recapacitado y debatido el asunto convenientemente. Se tomó tiempo para cambiar los estatutos de las 28 universidades de la Compañía en U.S.A. Lo hizo también en otros centros superiores y secundarios dependientes de los jesuitas. Dejó en minoría a los miembros de la Compañía. Los consejos directivos trataron el problema de los profesores jesuitas secularizados. Prevaleció la mayoría. Todos los profesores jesuitas permanecieron en sus puestos. Una filigrana de sabiduría, de prudencia y de astucia. “Jesuita”, esta vez privado de connotación negativa.
Seguí redactando cartas transmitiendo a Arrupe nuevas denuncias. Sus escuetas respuestas se hacían esperar meses. Al final, contestaba lamentando lo que estaba ocurriendo y se refugiaba en el respeto a las decisiones mayoritarias de los órganos directivos de universidades y otros centros educativos.
También en otros campos Arrupe se movía en la frontera. Había aprendido en el Lejano Oriente que es más importante el hacer que el creer, las obras más que las doctrinas. Al Santo Oficio llegaban denuncias contra intelectuales jesuitas presuntamente heterodoxos. Arrupe nunca se precipitaba. No prohibía sus escritos ni los expulsaba de la cátedra. Buscaba la manera de justificarlos, no precisamente defenderlos. Al máximo, declinaba en los obispos locales la tarea de ejecutar las eventuales duras medidas de Roma. Estoy convencido de que respetaba la libre investigación teológica y de que los dogmas, para él, tenían una fuerte dosis de relatividad. En una ocasión escribió: “En otros continentes nos preguntan qué creemos. En Japón se fijan en cómo creemos. En Occidente se pesa el valor de nuestra ideología desnuda, descarnada. En Japón, se mira si nuestra vida es coherente con esa ideología, cuyo esqueleto no les interesa apenas”.
Y digo yo ¿No será que esos japoneses son los auténticos herederos espirituales de los discípulos de Jesús, emigrados de Oriente Medio en ocasión de la invasión romana del año 70 bajo el emperador Tito?