Las Cuevas del Drach - Naturaleza y cultura 22 - IX - 2018

Era una de las asignaturas pendientes de mis pasadas estancias en Mallorca, dos días al mes durante seis años, para dar clases de teoría y práctica matrimoial a abogados de las Islas Baleares.
Valldemossa, Lluch, Pollensa, Soller, Alcudia, Inca o Andratx, Artá o Formentor –no digamos Palma- son historias p visiones conocidas.
Me interesaron sobremanera la vida y obra de Ramón LLull: era todo un pivote medieval de modernidad anticipada.
Me llamó siempre la atención la figura de Fr. Junípero Serra -menos sonora que la del discutible por muchos aspectos y razones Fr. Bartomolomé de las Casas-, por su admirable labor civilizadora en California.
Los romanticismos de George Sand en la entrañable Valldemossa y las andanzas del Archiduque y Sisí seguían levantando en mí, desde aquellos años de docencia, fervores de curiosidad y relativo interés.
Pero faltaban cosas. Me faltaba –entre otras- Manacor y sus Cuevas del Drach. No pensaba en ello al viajar esta vez a Mallorca, pero Asunta y Toni –perspicaces y por supuesto acertados- habían dispuesto, para la mañana del lunes, 17, una excursión a las renombradas cuevas; de este modo se enmendaba la imperdonable falta..

Imponente e impresionante son adjetivos leves. Fantástico es tal vez más apropiado pero aún insuficiente. Sublime quizá sea pasarse un pelín. Dejémoslo en admirable para no pecar ni por defecto ni por exceso. Me quedaría también con espectacular.
Adentrarse en la tierra, bajando y bajando, irse topando paso a paso con la fantasía revoltosa de las estalagmitas y estalactitas de mil especies y maneras; figurarse caprichosas e inigualables escenas de mundos irreales pero posibles, es –lo era para mí esa mañana- tan inédito y extraordinario como pudiera serlo el descenso al Maelstrom de Poe, sólo que, en este caso, sin que sobrecogiera la imponente magnitud de unas olas o te blanquearan de golpe los cabellos por la magnitud extrema y enloquecedora furia del remolino salvaje de las islas de Lafoden y Moskoe, en la costa noruega de los fiordos, que inmortaliza el escritor con su estremecedor relato. No. El Drach no tioene nada que ver con el descenso al Malestrom. Es otra cosa dentro de lo parangonable de unos paralelismos.
Son vericuetos de pasillos enteros, estrechos y zigzagueantes, con fondo -a trechos- de cuencos de aguas de verde mar, en que se siluetean –caprichosas- las figuras más inesperadas y sorprendentes que la imaginación, la más fogosa y atbitraria, pudiera componer sin volverse desdacabellada.
Y, al final, abajo de todo, el pequeño anfiteatro en que tomar asiento el visitante, ante aquel más espacioso remanso de aguas verdes, las tres o cuatro parquitas blancas y la perfecta sinfonía de luz, color y sonido. En aquella quietud; sumergido en aquella especie de vacuidad asombrosa; a menos de madia luz y en sepulcral silencio, las notas del Canon en re de Pechelbel o el susurro acariciante de la Barcarola de los Cuentos de Hoffembach sonaban a música de otros mundos. Y cuando –poco más tarde- nos viere la suerte de poner los pies en una de aquellas barquitas blancas del pequeño lago verde-azul, para irnos deslizando –a remo- entre las columnas y los colgantes de fantasía, lsa impresionesw se vuelven inefables...

Al regresar de nuevo a la luz del dìa, retomando hacia lo alto lps escalones de bajada, mi sensación se tiñe de un soberbio contraste. Mis pensamientos vuelan de la naturaleza a la cultura y de ambas a mí y a los demás que, con nosotros, se frotaban un poco los ojos como si no fueran capaces de dar crédito a lo que acababan de mirar y ver.
Y ese contraste dialogante se vuelve a mostrar en mí poco más tarde, cuando alguien, al que declaraba mis impresiones y sensaciones, me prevenía del artificio que pudiera darse en aquel escenario, `pr lo que estos sentimientos habrían de rebajarse, como si allí –y por extensión en otras partes y escenarios- la naturaleza y la cultura anduvieran a la greña, tirándose los trastos a la cabeza en una insolidaridad manifiesta. Pero no me doy por vencido.
Aquello era –así me lo parece y como lo siento lo digo- naturaleza en carne viva, pero –no menos- era también cultura, y de la buena, poniendo sobre la naturaleza más pura collares de perlas finas. No mata, en el Drach -sigo creyendo- la cultura a la naturaleza, sino que le echa una mano amable para que, de ser naturaleza pura, pase a ser naturaleza viva.

Repensando, algo más tarde, las sensaciones gestadas en aquel escenario ultramundano de las Cuevas del Drach, al reposar un rato en Jornets tras degustar con Asunta y Toni los restos del “arroz seco” de la comida del domingo –el arroz me encanta y, si está bien hecho, no se pasa-, me da por abonarme a otras refexiones sobre ese contraste –no siempre bien adobado- de naturaleza y cultura.
Y me digo cosas como estas.
Françoise Sagan que, al escribir “El segundo sexo”, alentó un feminismo procaz hasta límites inverosímiles y por supuesto falsos, dijo –la primera, porque después de ella lo van repitiendo muchos más- esa frase -tópica ya- de que “la mujer no nace sino que se hace”; es decir, que la naturaleza no ha de contar para nada en lo que haya de ser una mujer.
Y el propio Ortega y Gasset –lo estoy viendo al releer estos días sus biografías de Vives y Goethe- parece indicar que los hombres –los seres humanos- somos “historia” más que “naturaleza”, o más “circunstancia” que “yo” (cosa plausible, pero discutible, si de las dosis de ambas habláramos).

Al salir a la superficie desde los fondos de las Cuevas del Drach esta radiante mañana de luz mediterránea, sigo pensando que naturaleza y cultura, el “yo” y las “circunstancias”, hacen –están llamadas a hacer- un maridaje tan natural y equilibrado, tan cabalmente humano, que romperlo o siquiera deslucirlo, fuera crimen de lesa humanidad.

El hombre y la mujer nacen tales y, después de nacer, ellos mismos se hacen “alguien” –en mujer o en hombre-, a fuerza de poner cultura en cada golpe de cincel. Por eso, no cesaré de afirmar que el hombre y la mujer nacen y se hacen; que nacen y a la vez se hacen; o tienen el deber de hacerse, con lo que pudiera quizás desconcertarse alguno. Y lo otro –que ser hombre o ser mujer sea tan aleatorio y moldeable como para poder ser hombre a las nueve de la noche y mujer a las siete de la mañana siguiente, o sea que no hay “esencia de mujer” y que los términos “hombre-mujer se han de quedar en categorías políticas, sindicales o meramente culturales- me parece tan esperpéntico y anómalo como tomar un huevo por una castaña. Y por eso mismo, además, cuando me asomo a la sedicente “antropología del Gender” o repaso –lo hago a veces- el “Défaire le genre” de la Judith Butler o las fantasías abracadabrantes de Monique Wittig, bailando al compás de las teorías deconstructoras de un Derrida o de un Foucault, o prendidas de los aspavientos, igualmente deconstructores, del Mayo francés del 68, me avengo, al menos, a plantearme como propios los interrogantes de inquietud que se formula George Steiner al cerrar su revelador librito titulado Nostalgia de Absoluto: si –tal como van las cosas- tiene futuro la verdad y tiene futuro el hombre.
Al salir esta mañana de las Cuevas del Drach –la verdad- no tenía dudas sobre ese futuro. Más tarde, las dudas me cogían con más fuerza.

Y como la sombra y ecos de Rafa Nadal se sienten por aquí y cabalgan sin trabas por este rincón de Mallorca que son Manacor y las Cuevas, la visita o vista –sólo por fuera, porque era tarde- de su Escuela de Tenis, muy cerca de allí montada por el inigualable tenista manacorí, era obligada.
La vemos y nos volvemos a Jornets, entre campos de olivares y de almendros, para allí, en calma y tertulia de buenos amigos, dar gracias al buen Dios por la fortuna de ver lo que había visto y por la escena de auténtica gloria, de escuchar y oír –en escrupuloso silencio y en tono de misterio profundo- los sones inimitables de la Barcarola de Offenbach.

Amigos. Mañana será otro día, y otras sensaciones vendrán a sumarse antes de tomar el avión de regreso a Madrid, al atardecer del martes 18 de septiembre. A mano las tendréis, si Dios quiere, en pocos días. Prometido.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
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