Hioy, domingo - Lo esencial es Dios (II) ¿Una religión sin Dios? ¡Malo! 5-XI-2018
Este domingo 4 de noviembre -de pasos marcados, del verde al amarillo de las hojas muertas y de la luz al claroscuro o el negro betún de sensaciones que nacen y flotan, variadas y variables también ellas, al aire de los tiempos- me siento fuertemente prendido al paisaje de su liturgia. Aquel “escriba” judío se sabe, por arriba y por abajo, la Ley de Dios, pero no se conforma y pregunta Jesús por lo que -en ella- ha de ser “lo esencial”, aquello sin lo cual la Ley no es nada y con lo que la Ley es camino de liberaciones humanas: Dios; y –a la par de Dios, “el otro”. Lo esencial es Dios.
Se pone un contraste a la vista; que, a mi ver, subyace a la pregunta del “escriba” judío. El contraste entre el único Dios –el uno y solo Dios de la Biblia y del Evangelio- y unas mitologías religiosas –sustitutorias evidentemente- capaces de manipular la verdad de Dios hasta lo inimaginable… Porque tienen por “verdad de Dios” desde un muñeco de trapo hasta un titiritero, al que se convierte en “dios” precisamente por ser “mezquino” o ridiculizar lo divino, con el añadido de que, si los que se sienten con ello ofendidos, se quejan no tienen derecho a quejarse, porque a la libertad de expresión la vuelven tan suya que sólo vale para ellos…
+++
Es patente que -por lo mismo de la idea ya comentada de Chesterton- una buena parte de la cultura llamada “moderna” puede calificarse de “idolátrica” en el sentido más literal de la palabra. En la cultura grecorromana, de donde mana la palabra “idolon”, “ídolo” es “una vana imagen” de Dios a la que se da culto sin ser Dios (cfr. Lettre ouverte aux idóles, de Paul Guth, Paris 1968). La cultura moderna, fabricada de espaldas a Dios y que rehúsa darle culto, se plaga de ídolos o falsos dioses, a los que rinde pleitesía, con tanto o mayor esmero y reverencia que el más fervoroso de los creyentes sería capaz de dar al verdadero Dios.
Es por eso que, en los tiempos del “odio a Dios”, los ídolos brotam y crecen como los hongos después de llover. Ídolos en todo y para todo, desde los del fútbol hasta los de la política, de la música o el espectáculo. Nada extraño, pues, que el autor del citado librito se le haya ocurrido componer una graciosa letanía laica y de este modo ironizar con el mal gusto de algunos que, negando a Dios, idolatran estupideces. Ídolos de nuestras perezas, de nuestros pasotismos y arbitrariedades, de nuestras inconstancias e inconsistencias, de nuestras incompetencias e inanidades, de nuestras servidumbres y esclavitudes voluntarias, de nuestro vacío y nuestra adiccición religiosa a las apariencias y el sucedáneo… “Priez pour nous!”. Si no fuera hilarante, que lo es, ni grotesco, que también lo es, sería cosa de sonreír y salir corriendo para no hacer tanto ridículo.
Porque no es –creo yo- cosa de azar o de modas este trueque de un muñeco de trapo o una calabaza hueca por “lo divino” de verdad; sino algo más hondo y proyectivo. Es lógico, por lo demás, si partimos del supuesto –y esa cultura “sin Dios” pero que “diviniza“ todo lo que no es Dios lo avala- de que las ansias incontenibles de “creer” y de “absoluto” que van con el hombre, cuando no se llenan con el verdadero Absoluto que está en Dios y es Dios, se llenan –como dice Chesterton- con cualquier otra cosa; la que más convenga o esté más a la mano, sin importar mucho si es una calabaza hueca o el birrete colorado de Papá Noel.
No es cosa de azar. Es una constante histórica, al menos desde los siglos de la secularidad occidental. Es que ese “espantapájaros” –le llamo asó- de la dvinización del hombre y de sus cosas, buenas o malas, justas o injustas, viene a rebufo de la secularización del hombre, del solo mirarse al mbligo en inmanencias que se quieren pasar por trascendencias sin serlo, hasta llegarse a esa más que utópica figura del “super-hombre”, tan falsa como discriminatoria y antidemocrática. ¿Todos, super-hombres” o sólo algunos? ¿También esos que ahora mismo se arrastran por todos los caminos de la tierra para sustraerse a la explotación o al despotismo de unos pocos que se dicen “demócratas de toda la vida”?
Observemos -si no!- el curso de las “divinidades” sustitutorias. Pongamos los ojos sobre unas ideas de Ortega y Gasset (cfr. Vives-Goethe, Eds. Revista de Occidente, Madrid, 1973, pags. 153-154-) y pensemos un poco en ello.
“Fue el humanista español Luís Vives el primero que metaforiza el cultivo del campo o la agricultura para decir ‘cultura animi’. Pero esta cultura humanista era más bien jardinería. Se consideraba que las letras y las ciencias tenían un valor por sí, pero este valor era el de un ornamento. La cultura era un añadido a la vida que la engalanaba. A esta interpretación ornamental de la cultura sucede otra en el siglo XVIII. La fe religiosa ha dejado de ser vigente en las minorías europeas. Dios era el valor supremo, lo que en absoluto vale por sí. Al irse Dios de las mentes, su hueco divino es llenado precisamente con la cultura. Se piensa que el hombre logra su plena dignidad, participa en el valor supremo cuando se pone al servicio de la cultura, de la cultura divinizada.
Es curiosa –añade- la constancia con que, en la historia, se presencia el hecho de que el hueco de una cosa inyecta en la nueva que viene a llenarlo los atributos de la antigua. La cultura no tiene nada que ver con Dios, al menos con el Dios de la fe religiosa. La cultura es un sistema de actividades puramente intrahumanas. Sin embargo, al suplantar a Dios y alojarse en el alveolo de su ausencia, se convirtió en Dios.
Esta es la actitud de Kant, como ha sido la de todo el siglo siguiente. En las minorías más caracterizadas de Europa, al cristianismo sucede el culturalismo”.
Curiosamente, esta idea -de sus conferencias en Norteamérica y Alemania con ocasión del bicentenario de Goethe-, con paradoja y todo, encaja bien en ese periplo de época de “odium Dei” –reverso del “Dios a la vista”; de tiempos confusos y culturas idolátricas, que, como digo, parece copar el escenario de la cultura occidental; es decir, la nuestra. Y digo paradoja porque lo es levantar desde la enemiga de Dios “divinidades” que llenen en vano en vano el hueco dejado por Dios.
+++
Ante las reflexiones anteriores, ¿ha de cundir el pesimismo o quedan aún razones para la esperanza?.
Parece notorio que los tiempos son oscuros, desconcertantes, aspaventosos, negros, si se quiere calificar así. Es una sensación casi unánime. Se ve, a nada que no sea uno miope o lleve gafas con lente de prejuicios… ¿Síntomas?
La verdad ya no existe en su ser de tal, aunque conserve nombre y atavíos, pero no es ella…
Al amor se le hacen cortes de mangas a diario, y su contrincante, el odio -los odios más bien porque son muchos y todos ellos malignos- campean airosos y a rienda suelta por nuestras extensas parameras y eriales…
La justicia -estos días los hechos lo hablan- tira más a colador y queso de “gruyere” que al verdadero “arte de hacer justicia” que ha de ser; en cuanto juzgadora y justiciera; con errores posibles por ser humana pero en aras siempre de ser, en una sociedad, el primer soporte de la convivencia en paz.
Y la libertad… ¿No se ha vuelto la libertad salvoconducto para ofender y matar?.
¿Panorama negro? ¿Pesimismo? ¿Derrotismo? ¿El pesimismo de los tiempos oscuros, en que lo socorrido y fácil es buscar culpables, cuando lo correcto sería dejarse de apuntar con el dedo y dedicarse todos a buscar y hallar soluciones apropiadas y justas?
¿La receta?
No hay recetas que no exijan cambio y retorno. Y para eso todo tiempo es bueno. Porque, hasta en los tiempos de “odium Dei”, Dios sigue a la vista está, o en directo, en las iglesias y mirando a lo alto; o en oblicuo, contemplando el absurdo de los sustitutivos de Dios, también. Ante la alternativa, no me caben dudas: la rebeldía. Y para “rebelde”, no me cansaré de repetir la idea de Albert Camús al comiendo de El hombre rebelde: Rebelde “es un hombre que dice que No; pero si se niega, no renuncia”. Y trata de explicar el sentido de ese “no”. No anda lejos, a mi ver, de la actitud del “escriba” del Evangelio, ávido de “lo esencial”, que es Dios y no los sucedçaneos.
Quizás convenga, en estos momentos, recordar lo que bien pudiera ser un receta, y que va con el mismo arranque del Testamento literario, de Palacio Valdés, para situaciones de suma emergencia, en una sociedad “líquida” como la actual (vid- Zigmunt Bauman), sin principios ni valores de trascendencia, y en momentos en que se arbitran soluciones que no son de racionalidad sino las de agarrarse “a un clavo ardiendo”, como se dice. “El mayor interés de la vida es saber para que hemos sido llamados, el porqué de nuestra existencia. El engaño en este punto es fatal, pues de él dependen nuestra dicha y los destinos del mundo. Son muchos los hombres que se equivocan, que se obstinan, aunque a todos nos habla al oído la sabia naturaleza. Pero esta voz es tan baja en ocasiones que no la percibimos, Mejor nos sería estarnos quietos, no introducir en la vida nuestras parcialidades y apetitos, y esperar que una ola benéfica nos empuje a puerto seguro. Cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto de su caballo” (A. Palacio Valdés, Testamento literario, La vocación, Obras Completas, Aguilar Madrid, 1945, t. II, p. 1281).
Puestos en el escenario en que nos movemos hoy y en el que hemos de representar –cada cual- nuestros papeles individuales y sociales, los consejos del novelista ¿no suenan acaso a toque de máxima alerta? ¿No viene a decir que dejarse llevar por el instinto de supervivencia puede ser el recurso cuando todo lo demás se ha vuelto inservible o liviano?
Si el pesimismo y los complejos y miedos no son buenos porque achican y encogen, no nos pongamos en las manos del pesimismo ni nos volvamos derrotistas. Pero seamos realistas, y –para cuando las horas son negras y de borrasca, o andamos desorientados sin saber bien “lo que pasa” o “nos pasa”- puede que aferrarse bien a los estribos, tensar las riendas y encomendarse al instinto de la cabalgadura que en parte somos sea la “sensatez” exigida cuando faltan la racionalidad y el buen sentido.
Porque pueden darse o venir ocasiones en que la ciencia y la técnica “divinizadas” y “a su aire” –en lugar de palancas y medios de progreso- sean –por esa divinización que las convierte en fines, siendo tan sólo medios- matriz o placenta de “monstruos”.
Puede suceder y advertirlo, como hace Palacio Valdés, no es pesimismo; yo le llamaría mejor buen sentido.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Se pone un contraste a la vista; que, a mi ver, subyace a la pregunta del “escriba” judío. El contraste entre el único Dios –el uno y solo Dios de la Biblia y del Evangelio- y unas mitologías religiosas –sustitutorias evidentemente- capaces de manipular la verdad de Dios hasta lo inimaginable… Porque tienen por “verdad de Dios” desde un muñeco de trapo hasta un titiritero, al que se convierte en “dios” precisamente por ser “mezquino” o ridiculizar lo divino, con el añadido de que, si los que se sienten con ello ofendidos, se quejan no tienen derecho a quejarse, porque a la libertad de expresión la vuelven tan suya que sólo vale para ellos…
+++
Es patente que -por lo mismo de la idea ya comentada de Chesterton- una buena parte de la cultura llamada “moderna” puede calificarse de “idolátrica” en el sentido más literal de la palabra. En la cultura grecorromana, de donde mana la palabra “idolon”, “ídolo” es “una vana imagen” de Dios a la que se da culto sin ser Dios (cfr. Lettre ouverte aux idóles, de Paul Guth, Paris 1968). La cultura moderna, fabricada de espaldas a Dios y que rehúsa darle culto, se plaga de ídolos o falsos dioses, a los que rinde pleitesía, con tanto o mayor esmero y reverencia que el más fervoroso de los creyentes sería capaz de dar al verdadero Dios.
Es por eso que, en los tiempos del “odio a Dios”, los ídolos brotam y crecen como los hongos después de llover. Ídolos en todo y para todo, desde los del fútbol hasta los de la política, de la música o el espectáculo. Nada extraño, pues, que el autor del citado librito se le haya ocurrido componer una graciosa letanía laica y de este modo ironizar con el mal gusto de algunos que, negando a Dios, idolatran estupideces. Ídolos de nuestras perezas, de nuestros pasotismos y arbitrariedades, de nuestras inconstancias e inconsistencias, de nuestras incompetencias e inanidades, de nuestras servidumbres y esclavitudes voluntarias, de nuestro vacío y nuestra adiccición religiosa a las apariencias y el sucedáneo… “Priez pour nous!”. Si no fuera hilarante, que lo es, ni grotesco, que también lo es, sería cosa de sonreír y salir corriendo para no hacer tanto ridículo.
Porque no es –creo yo- cosa de azar o de modas este trueque de un muñeco de trapo o una calabaza hueca por “lo divino” de verdad; sino algo más hondo y proyectivo. Es lógico, por lo demás, si partimos del supuesto –y esa cultura “sin Dios” pero que “diviniza“ todo lo que no es Dios lo avala- de que las ansias incontenibles de “creer” y de “absoluto” que van con el hombre, cuando no se llenan con el verdadero Absoluto que está en Dios y es Dios, se llenan –como dice Chesterton- con cualquier otra cosa; la que más convenga o esté más a la mano, sin importar mucho si es una calabaza hueca o el birrete colorado de Papá Noel.
No es cosa de azar. Es una constante histórica, al menos desde los siglos de la secularidad occidental. Es que ese “espantapájaros” –le llamo asó- de la dvinización del hombre y de sus cosas, buenas o malas, justas o injustas, viene a rebufo de la secularización del hombre, del solo mirarse al mbligo en inmanencias que se quieren pasar por trascendencias sin serlo, hasta llegarse a esa más que utópica figura del “super-hombre”, tan falsa como discriminatoria y antidemocrática. ¿Todos, super-hombres” o sólo algunos? ¿También esos que ahora mismo se arrastran por todos los caminos de la tierra para sustraerse a la explotación o al despotismo de unos pocos que se dicen “demócratas de toda la vida”?
Observemos -si no!- el curso de las “divinidades” sustitutorias. Pongamos los ojos sobre unas ideas de Ortega y Gasset (cfr. Vives-Goethe, Eds. Revista de Occidente, Madrid, 1973, pags. 153-154-) y pensemos un poco en ello.
“Fue el humanista español Luís Vives el primero que metaforiza el cultivo del campo o la agricultura para decir ‘cultura animi’. Pero esta cultura humanista era más bien jardinería. Se consideraba que las letras y las ciencias tenían un valor por sí, pero este valor era el de un ornamento. La cultura era un añadido a la vida que la engalanaba. A esta interpretación ornamental de la cultura sucede otra en el siglo XVIII. La fe religiosa ha dejado de ser vigente en las minorías europeas. Dios era el valor supremo, lo que en absoluto vale por sí. Al irse Dios de las mentes, su hueco divino es llenado precisamente con la cultura. Se piensa que el hombre logra su plena dignidad, participa en el valor supremo cuando se pone al servicio de la cultura, de la cultura divinizada.
Es curiosa –añade- la constancia con que, en la historia, se presencia el hecho de que el hueco de una cosa inyecta en la nueva que viene a llenarlo los atributos de la antigua. La cultura no tiene nada que ver con Dios, al menos con el Dios de la fe religiosa. La cultura es un sistema de actividades puramente intrahumanas. Sin embargo, al suplantar a Dios y alojarse en el alveolo de su ausencia, se convirtió en Dios.
Esta es la actitud de Kant, como ha sido la de todo el siglo siguiente. En las minorías más caracterizadas de Europa, al cristianismo sucede el culturalismo”.
Curiosamente, esta idea -de sus conferencias en Norteamérica y Alemania con ocasión del bicentenario de Goethe-, con paradoja y todo, encaja bien en ese periplo de época de “odium Dei” –reverso del “Dios a la vista”; de tiempos confusos y culturas idolátricas, que, como digo, parece copar el escenario de la cultura occidental; es decir, la nuestra. Y digo paradoja porque lo es levantar desde la enemiga de Dios “divinidades” que llenen en vano en vano el hueco dejado por Dios.
+++
Ante las reflexiones anteriores, ¿ha de cundir el pesimismo o quedan aún razones para la esperanza?.
Parece notorio que los tiempos son oscuros, desconcertantes, aspaventosos, negros, si se quiere calificar así. Es una sensación casi unánime. Se ve, a nada que no sea uno miope o lleve gafas con lente de prejuicios… ¿Síntomas?
La verdad ya no existe en su ser de tal, aunque conserve nombre y atavíos, pero no es ella…
Al amor se le hacen cortes de mangas a diario, y su contrincante, el odio -los odios más bien porque son muchos y todos ellos malignos- campean airosos y a rienda suelta por nuestras extensas parameras y eriales…
La justicia -estos días los hechos lo hablan- tira más a colador y queso de “gruyere” que al verdadero “arte de hacer justicia” que ha de ser; en cuanto juzgadora y justiciera; con errores posibles por ser humana pero en aras siempre de ser, en una sociedad, el primer soporte de la convivencia en paz.
Y la libertad… ¿No se ha vuelto la libertad salvoconducto para ofender y matar?.
¿Panorama negro? ¿Pesimismo? ¿Derrotismo? ¿El pesimismo de los tiempos oscuros, en que lo socorrido y fácil es buscar culpables, cuando lo correcto sería dejarse de apuntar con el dedo y dedicarse todos a buscar y hallar soluciones apropiadas y justas?
¿La receta?
No hay recetas que no exijan cambio y retorno. Y para eso todo tiempo es bueno. Porque, hasta en los tiempos de “odium Dei”, Dios sigue a la vista está, o en directo, en las iglesias y mirando a lo alto; o en oblicuo, contemplando el absurdo de los sustitutivos de Dios, también. Ante la alternativa, no me caben dudas: la rebeldía. Y para “rebelde”, no me cansaré de repetir la idea de Albert Camús al comiendo de El hombre rebelde: Rebelde “es un hombre que dice que No; pero si se niega, no renuncia”. Y trata de explicar el sentido de ese “no”. No anda lejos, a mi ver, de la actitud del “escriba” del Evangelio, ávido de “lo esencial”, que es Dios y no los sucedçaneos.
Quizás convenga, en estos momentos, recordar lo que bien pudiera ser un receta, y que va con el mismo arranque del Testamento literario, de Palacio Valdés, para situaciones de suma emergencia, en una sociedad “líquida” como la actual (vid- Zigmunt Bauman), sin principios ni valores de trascendencia, y en momentos en que se arbitran soluciones que no son de racionalidad sino las de agarrarse “a un clavo ardiendo”, como se dice. “El mayor interés de la vida es saber para que hemos sido llamados, el porqué de nuestra existencia. El engaño en este punto es fatal, pues de él dependen nuestra dicha y los destinos del mundo. Son muchos los hombres que se equivocan, que se obstinan, aunque a todos nos habla al oído la sabia naturaleza. Pero esta voz es tan baja en ocasiones que no la percibimos, Mejor nos sería estarnos quietos, no introducir en la vida nuestras parcialidades y apetitos, y esperar que una ola benéfica nos empuje a puerto seguro. Cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto de su caballo” (A. Palacio Valdés, Testamento literario, La vocación, Obras Completas, Aguilar Madrid, 1945, t. II, p. 1281).
Puestos en el escenario en que nos movemos hoy y en el que hemos de representar –cada cual- nuestros papeles individuales y sociales, los consejos del novelista ¿no suenan acaso a toque de máxima alerta? ¿No viene a decir que dejarse llevar por el instinto de supervivencia puede ser el recurso cuando todo lo demás se ha vuelto inservible o liviano?
Si el pesimismo y los complejos y miedos no son buenos porque achican y encogen, no nos pongamos en las manos del pesimismo ni nos volvamos derrotistas. Pero seamos realistas, y –para cuando las horas son negras y de borrasca, o andamos desorientados sin saber bien “lo que pasa” o “nos pasa”- puede que aferrarse bien a los estribos, tensar las riendas y encomendarse al instinto de la cabalgadura que en parte somos sea la “sensatez” exigida cuando faltan la racionalidad y el buen sentido.
Porque pueden darse o venir ocasiones en que la ciencia y la técnica “divinizadas” y “a su aire” –en lugar de palancas y medios de progreso- sean –por esa divinización que las convierte en fines, siendo tan sólo medios- matriz o placenta de “monstruos”.
Puede suceder y advertirlo, como hace Palacio Valdés, no es pesimismo; yo le llamaría mejor buen sentido.
SANTIAGO PANIZO ORALLO