Inviernos a la vista 12-XII-2018
Al invierno demográfico me refiero. Aunque el otro, el meteorológico, esté a la vista, son otros los “inviernos” que se ven llegar o están instalados ya –incluso de forma permanente- en las calendas contables de la sociedad post-moderna. No son inviernos de fríos y nevadas, sino de árboles talados por deconstrucciones masivas o “progresías” desnortadas, y estos árboles, por su alta graduación en primacías humanas, no tienen repuesto.
Muy recientes estadísticas afirman que el primer semestre de este año ha sido en España el de la mayor baja de la natalidad y el de mayor alza de la mortandad; el de un bajón, alarmante ya, de los nacimientos y el de una subida de las defunciones.
Se comenta por muchos esta mañana que estamos ya en la España que muere y no renace… O en la España que muere más que nace. Lo cual no es un timbre de gloria.
La idea que, ante el “problemón”, oigo esta mañana repetirse una y otra vez expresa que no es cuestión de derechas/izquierdas; ni de ideologías o de políticas más o menos; que es, lisa y llanamente, cuestión de nuestra supervivencia como pueblo.
Muchos se preguntan así mismo –a raíz de la preocupante estadística- por las salidas posibles al gran problema. Lógico es en personas cultivadas e inquietas, si -como ya dijera Lao Tsé, fundador del taoismo, varios siglos antes de Cristo-, ante los problemas, “el ignorante busca culpables y el sabio, soluciones”.
Al respecto, hablan unos de la urgencia de políticas positivas y constructivas a favor de la familia. La familia está en crisis y los nuevos inventos de familia no dan la suficiente talla para erigirse en “células-madre” de la sociedad.
Otros apuntan a la promoción del matrimonio como fuente que es de estabilidad social. El matrimonio con denominación de origen está en crisis y los sucedáneos no cubren exactamente la misión de naturaleza que corresponde a tal institución.
No faltan quienes abogan por una restauración absoluta del respeto a la vida, a toda vida y en todo estado de vida, desde la del no nacido hasta la del que, cargado de años y de achaques, ya no se tiene de pie.
+++
Una primera idea me sale al paso ante la realidad que apunta la referida estadística y que, en este momento, parece sembrar de alarmas y de preocupación la mayor parte de los mentideros de la sociedad.
Esta es. Cuando se levanta la mano contra la naturaleza (esa que se niega o desprecia para poner el sumo énfasis en la cultura como realidad sustitutoria de la misma)… Cuando se levanta la mano contra la naturaleza, de cualquier modo que sea o en cualquier espacio que se produzca, el riesgo de suicidio colectivo se ve asomar en el horizonte.
Lo estamos viendo, o lo presentimos, con el cambio climático; lo podemos ver, o presentir también, en los extremismos del feminismo radical que pretende construir a la mujer dejando de lado a la mujer (valga el juego de las palabras). Y, por no abundar más, se puede observar en ese populismo tan empeñado en llamar democracia al truco de utilizar al pueblo en beneficio del tirano.
En general, no diré que no haya razones para sospechar que estas “novelerías” –ideológicas las más de las veces, pero también crematísticas, interesadas o pragmáticas más de la cuenta- puedan obedecer a buenas intenciones, como la necesidad de reformar o renovar las instituciones para que con el peso del tiempo no se oxiden; a posibles sinceras inquietudes de progreso; a filosofías más soñadoras que apoyadas en la tierra de unas realidades que son lo que son… Puede haber mucho de ganas de dejarse ver, de llamar la atención o simplemente de jugar a “progres” del desarrollo humano, o a anticlericales, lo más reacios y sectarios posible, frente a ideas o concepciones que, por el mero hecho de ser o llamarse religiosas o católicas (entre nosotros), suscitan fobias gratuitas –porque hoy ya no tienen razón de ser estos anticlericalismos- en parte de los casos o excitan repeluses crónicos en otros.
Claro me parece que las instituciones –para que sirvan a su fin- han de adaptarse, reformarse, situarse incluso en permanente estado de reforma. Pero reforma no es trastoque de abajo arriba y de arriba abajo. Reforma es “cambio” y para esto me vale lo que Antonio Machado pone en boca de Abel Martín: “Sólo cambia lo que no se mueve” de su ser de tal; porque, si lo esencial se mutara con el cambio, ese ser daría en otra cosa diferente, que es precisamente lo que se pretende al volcar de sus moldes originarios al matrimonio y a la familia llamada tradicional. Además, como bien apunta Chesterton, no es cosa del matrimonio su posible desfase, sino de la poca estatura o talla de algunos que se casan (cfr. A. de Silva, El amor o la fuerza del sino, Introducción), cuyas medidas se quedan chicas ante la envergadura humana del matrimonio. Y por eso tal vez les asusta o les reprime.
Y en cuanto al declive de la natalidad, y en primaria referencia al respeto que toda vida merece, pienso que todo asalto irreversible, consciente y libre, a una vida humana lleva vitola de homicidio o asesinato. Y no me parece coherente –en una mínima coherencia racional y lógica- reclamar “tolerancia cero”, por ejemplo, para la pedofilia o la pederastia, o para la violencia machista o el maltrato animal, y caer en la farsa, o hipocresía mejor, de –con la excusa de modernidad o progreso social- abrir o dejar portillos abiertos para el asalto a la vida, cualquiera que sea ella, desde la de un feto por el aborto, la de un mayor o inservible socialmente por la eutanasia o la de un emigrante por resabios racistas y xenófobos. Porque –sigo pensando-, dejándose de buenismos, subterfugios o paños calientes, eso me parecen –portillos abiertos a la muerte- las leyes llamadas –eufemísticamente- de interrupción del embarazo y de las eutanasias camufladas bajo la orla honorable de los llamados “cuidados paliativos”, que son toda otra cosa.
Porque las leyes, no por ser leyes son justas, sino por respetar el principio básico de la justicia que es “dar a cada cual lo suyo”. O ¿es que no eran “leyes” las del genocidio de Hitler o las del Gulag del comunismo bolchevique? O no se llaman leyes las de cualquier tirano antiguo o moderno?
Y, por fin, no he de omitir otro apunte. Si –por pensar o hablar así- a uno le llaman “facha” o “carca”, me avengo a que me lo llamen o admitir incluso que yo soy “facha”. Hay veces que un insulto puede ser un honor.
Recuerdo haber aprendido de mi recordado profesor de Derecho Penal I –M. Jiménez de Parga- a tener siempre muy en cuenta algo que consigna en el Prólogo a su libro Noticias con acento (1967); cuando se refiere a los que recibían los puntiagudos mensajes que en el libro se contienen. “Puedo decir que estoy muy agradecido a los testimonios de adhesión que he recibido, y que los lectores adversarios de mis opiniones también cooperan mucho en mi tarea. Sólo los comunicantes anónimos, con sus consabidos insultos y amenazas me producen una gran pena” (pag. 10)
A mi recordado profesor le apostillaría con algo que acabo de leer en una reciente miscelánea sobre la obra y el pensamiento literario y filosófico de Albert Camus (cfr. Lire; febrero 2010, Le devoir d’oubli, pag. 8). Me refiero a la frase pronunciada hace años, en Burdeos, en un mitin electoral, por Cécile Duffot, secretaria general de los Verdes, que, por ser tan gráfica y expresiva, reproduzco: “Qui parle dans mon dos parle à mon cul”. Fréderic Beigbeder, el autor del artículo en cuestión, pide disculpas a su autora por repetir su frase, y yo también las pido, aunque piense que a la frase nadie le puede quitar la gran puntada de verdad, cuando menos fisiológica, que contiene. Es un poco burda, ciertamente, pero viable, sobre todo ante acosos indebidos.
E insistiré de nuevo. Si, por pensar o decir así, correspondiera –por cuitas de la “posverdad”- que llamen a uno “facha” o “carca”, me avengo a ello, pero sin olvidar –eso sí- el colosal verismo de la frase de la Sra. Duffot. Verismo que es, según el Diccionario, “fidelidad a la realidad”.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Muy recientes estadísticas afirman que el primer semestre de este año ha sido en España el de la mayor baja de la natalidad y el de mayor alza de la mortandad; el de un bajón, alarmante ya, de los nacimientos y el de una subida de las defunciones.
Se comenta por muchos esta mañana que estamos ya en la España que muere y no renace… O en la España que muere más que nace. Lo cual no es un timbre de gloria.
La idea que, ante el “problemón”, oigo esta mañana repetirse una y otra vez expresa que no es cuestión de derechas/izquierdas; ni de ideologías o de políticas más o menos; que es, lisa y llanamente, cuestión de nuestra supervivencia como pueblo.
Muchos se preguntan así mismo –a raíz de la preocupante estadística- por las salidas posibles al gran problema. Lógico es en personas cultivadas e inquietas, si -como ya dijera Lao Tsé, fundador del taoismo, varios siglos antes de Cristo-, ante los problemas, “el ignorante busca culpables y el sabio, soluciones”.
Al respecto, hablan unos de la urgencia de políticas positivas y constructivas a favor de la familia. La familia está en crisis y los nuevos inventos de familia no dan la suficiente talla para erigirse en “células-madre” de la sociedad.
Otros apuntan a la promoción del matrimonio como fuente que es de estabilidad social. El matrimonio con denominación de origen está en crisis y los sucedáneos no cubren exactamente la misión de naturaleza que corresponde a tal institución.
No faltan quienes abogan por una restauración absoluta del respeto a la vida, a toda vida y en todo estado de vida, desde la del no nacido hasta la del que, cargado de años y de achaques, ya no se tiene de pie.
+++
Una primera idea me sale al paso ante la realidad que apunta la referida estadística y que, en este momento, parece sembrar de alarmas y de preocupación la mayor parte de los mentideros de la sociedad.
Esta es. Cuando se levanta la mano contra la naturaleza (esa que se niega o desprecia para poner el sumo énfasis en la cultura como realidad sustitutoria de la misma)… Cuando se levanta la mano contra la naturaleza, de cualquier modo que sea o en cualquier espacio que se produzca, el riesgo de suicidio colectivo se ve asomar en el horizonte.
Lo estamos viendo, o lo presentimos, con el cambio climático; lo podemos ver, o presentir también, en los extremismos del feminismo radical que pretende construir a la mujer dejando de lado a la mujer (valga el juego de las palabras). Y, por no abundar más, se puede observar en ese populismo tan empeñado en llamar democracia al truco de utilizar al pueblo en beneficio del tirano.
En general, no diré que no haya razones para sospechar que estas “novelerías” –ideológicas las más de las veces, pero también crematísticas, interesadas o pragmáticas más de la cuenta- puedan obedecer a buenas intenciones, como la necesidad de reformar o renovar las instituciones para que con el peso del tiempo no se oxiden; a posibles sinceras inquietudes de progreso; a filosofías más soñadoras que apoyadas en la tierra de unas realidades que son lo que son… Puede haber mucho de ganas de dejarse ver, de llamar la atención o simplemente de jugar a “progres” del desarrollo humano, o a anticlericales, lo más reacios y sectarios posible, frente a ideas o concepciones que, por el mero hecho de ser o llamarse religiosas o católicas (entre nosotros), suscitan fobias gratuitas –porque hoy ya no tienen razón de ser estos anticlericalismos- en parte de los casos o excitan repeluses crónicos en otros.
Claro me parece que las instituciones –para que sirvan a su fin- han de adaptarse, reformarse, situarse incluso en permanente estado de reforma. Pero reforma no es trastoque de abajo arriba y de arriba abajo. Reforma es “cambio” y para esto me vale lo que Antonio Machado pone en boca de Abel Martín: “Sólo cambia lo que no se mueve” de su ser de tal; porque, si lo esencial se mutara con el cambio, ese ser daría en otra cosa diferente, que es precisamente lo que se pretende al volcar de sus moldes originarios al matrimonio y a la familia llamada tradicional. Además, como bien apunta Chesterton, no es cosa del matrimonio su posible desfase, sino de la poca estatura o talla de algunos que se casan (cfr. A. de Silva, El amor o la fuerza del sino, Introducción), cuyas medidas se quedan chicas ante la envergadura humana del matrimonio. Y por eso tal vez les asusta o les reprime.
Y en cuanto al declive de la natalidad, y en primaria referencia al respeto que toda vida merece, pienso que todo asalto irreversible, consciente y libre, a una vida humana lleva vitola de homicidio o asesinato. Y no me parece coherente –en una mínima coherencia racional y lógica- reclamar “tolerancia cero”, por ejemplo, para la pedofilia o la pederastia, o para la violencia machista o el maltrato animal, y caer en la farsa, o hipocresía mejor, de –con la excusa de modernidad o progreso social- abrir o dejar portillos abiertos para el asalto a la vida, cualquiera que sea ella, desde la de un feto por el aborto, la de un mayor o inservible socialmente por la eutanasia o la de un emigrante por resabios racistas y xenófobos. Porque –sigo pensando-, dejándose de buenismos, subterfugios o paños calientes, eso me parecen –portillos abiertos a la muerte- las leyes llamadas –eufemísticamente- de interrupción del embarazo y de las eutanasias camufladas bajo la orla honorable de los llamados “cuidados paliativos”, que son toda otra cosa.
Porque las leyes, no por ser leyes son justas, sino por respetar el principio básico de la justicia que es “dar a cada cual lo suyo”. O ¿es que no eran “leyes” las del genocidio de Hitler o las del Gulag del comunismo bolchevique? O no se llaman leyes las de cualquier tirano antiguo o moderno?
Y, por fin, no he de omitir otro apunte. Si –por pensar o hablar así- a uno le llaman “facha” o “carca”, me avengo a que me lo llamen o admitir incluso que yo soy “facha”. Hay veces que un insulto puede ser un honor.
Recuerdo haber aprendido de mi recordado profesor de Derecho Penal I –M. Jiménez de Parga- a tener siempre muy en cuenta algo que consigna en el Prólogo a su libro Noticias con acento (1967); cuando se refiere a los que recibían los puntiagudos mensajes que en el libro se contienen. “Puedo decir que estoy muy agradecido a los testimonios de adhesión que he recibido, y que los lectores adversarios de mis opiniones también cooperan mucho en mi tarea. Sólo los comunicantes anónimos, con sus consabidos insultos y amenazas me producen una gran pena” (pag. 10)
A mi recordado profesor le apostillaría con algo que acabo de leer en una reciente miscelánea sobre la obra y el pensamiento literario y filosófico de Albert Camus (cfr. Lire; febrero 2010, Le devoir d’oubli, pag. 8). Me refiero a la frase pronunciada hace años, en Burdeos, en un mitin electoral, por Cécile Duffot, secretaria general de los Verdes, que, por ser tan gráfica y expresiva, reproduzco: “Qui parle dans mon dos parle à mon cul”. Fréderic Beigbeder, el autor del artículo en cuestión, pide disculpas a su autora por repetir su frase, y yo también las pido, aunque piense que a la frase nadie le puede quitar la gran puntada de verdad, cuando menos fisiológica, que contiene. Es un poco burda, ciertamente, pero viable, sobre todo ante acosos indebidos.
E insistiré de nuevo. Si, por pensar o decir así, correspondiera –por cuitas de la “posverdad”- que llamen a uno “facha” o “carca”, me avengo a ello, pero sin olvidar –eso sí- el colosal verismo de la frase de la Sra. Duffot. Verismo que es, según el Diccionario, “fidelidad a la realidad”.
SANTIAGO PANIZO ORALLO