Jesucristo, Rey 25-XI-2018

* El poder que representa la religión –el de Dios, el que encarna su reino en la tierra- “es el único poder ante el que uno se arrodilla sin envilecerse”. René de Chateaubriand, en su azarosa vida en pos de siempre inciertas y nunca del todo rentables servidumbres del corazón o del alma –en esa obra, mitad autobiografía, mitad recuento del valor de los tiempos “nuevos” -Ilustración, Revolución, Restauración- que son las Memorias de ultratumba (1768-1848)- traza con esta idea-fuerza el perfil exacto de la distancia que hay entre caer “en las manos de Dios” o en “las de los hombres”. Por experiencia propia lo puede calibrar.

** “Nunca más; nunca más serviré a señor que se me pueda morir”.
Esta frase marca así mismo la reacción de Francisco de Borja y Aragón, al abrirse -tras varios días de viaje- el féretro y contemplar el cadáver de la emperatriz, Isabel de Portugal, mujer de Carlos V. Francisco de Borja, duque de Gandía, cae derrumbado, confuso, al deber certificar que aquello que veía correspondía en efecto a la que, en vida, fuera la esplendorosa emperatriz.

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Es muy posible que a los “republicanos” o “ácratas” –de una u otra laya- la proclama de la realeza de Cristo, ganada en buena lid por serlo a precio de sangre, sudor y befa, les resulte un desdoro para tiempos de “progreso”. Es muy posible, incluso, que alguien digan “esto no nos va”; es anacrónico y hasta -si se quiere apurar el argumento- retrógrado. Además, puede que haya quien anote que creer en “reyes” a estas alturas del guión modernista del “super-hombre”, aunque sea la realeza de Dios, sería reconocer un competidor a la sin par “majestad” del hombre. En suma, que es una fiesta “démodé”, por decirlo en cursi.

La verdad es otra. Cuando Jesús, en pleno proceso de Pasión, dice rotundo a Pilato -representante del poder romano en la Palestina ocupada- que ”su reino”, por el que le pregunta el jefe político, “no es de este mundo” –es decir, de un estilo y prosapia terrenales-, no está buscando coartadas para salir con vida del entuerto en que le colocaran los judíos. Era la pura verdad.
Si por “reino” se entiende ámbito de preeminencias y predominio de valores, que no son los de pura temporalidad y materia, ni de los que responden a diademas, coronas y cetros, culto a las personas o absolutismos coercitivos y servidumbres esclavizantes, se entiende bien que aquel espécimen del terrenal poder que es Pilato, se quedara sin luz o a dos velas; e incluso, al mencionar Jesús “la verdad” en clave de categoría suprema del “reino de Dios”, no viera futuro a la verdad de que le hablaba Jesús, volviera la espalda, se lavara las manos en un gesto de limpiarse la conciencia, y entregara por fin a la “chusma” que era el “pueblo” en aquel momento la vida de un inocente, aún sabiendo -o al menos sospechando seriamente que lo era, por imperativos que hoy llamaríamos “la razón de Estado”; ese sucedáneo de “razón” que tantas veces maltrata o se mofa de la verdadera “razón”, que –incluso en política- tiene que ser la de la justicia y la verdad conjuntadas.
Pensándolo bien, el papel de Pilato en el proceso de Jesús es apasionante. Escéptico ante las “razones” del poder religioso del pueblo judío, pero con algo aún de conciencia justiciera en el alma, se ve agitado sin embargo –en su papel de juez con poderes de vida y muerte en las manos- ante la figura patética de Jesús. Quienes acusan le imputan el grave delito de hacerse rey; pero sus ojos intuyen, al verlo, que de “rey”, en el sentido que a esa palabra se daba antes y ahora en el argot del puro “ordeno y mando”, no hay nada. De todos modos, cubre el expediente y le pregunta si es “rey”. Y Jesús, primero, le desborda por abajo: ¿puede pensarse, en elemental lógica, que -si yo fuera rey- no vendrían mis leales a luchar por mí para librarme de las garras de los judíos? Pero también le desborda por arriba: “Yo soy rey”, pero “mi reino no es de este mundo”. La respuesta es irrebatible para la pregunta que se le hace.

Hemos de convenir que esta palabra -“rey”- se halla realmente devaluada en los aprecios de la ciencia política moderna. Especialmente la que maneja y seduce a una clase intelectual y política “light”; es decir, invertebrada y quizás por eso mismo en riesgo de ser sectaria. Y que tienen mejor prensa otras del argot político, como “democracia” aunque sea morbosa, de “populismo” aunque no sea demócrata, de comunismo o anarquía a pesar de dar esquinazo a la realidad del hombre. Que no mande nadie, pero, si alguien manda, que sea yo.
A pesar de ello, en los anales del cristianismo, desde la cuna y las raíces, tiene hueco el “reino de Dios” y, en la nomenclatura religiosa cristiana, la “realeza de Cristo” se deja ver en todo, desde la teología hasta la literatura o el arte.

Pero Dios –y Jesús era “Dios hecho hombre”- no es un iluso. ni un soñador e idealista, ajeno a la realidad terrenal y sobre todo la humana. Al proclamar y programar un reino de culto a valores espirituales y sobrenaturales en esta tierra, sabía de obra con quién “se estaba jugando los cuartos” como suele decirse. No engaña. No es una utopía este “reino de Dios”. Es –nada menos- el producto-estrella del “plan de Dios” sobre una humanidad, creada libre por Dios y por Dios respetada en esa prerrogativa de la libertad a lo que se compromete al diseñar al hombre. Que no es Dios el que rompe la armonía de la creación, que es el hombre en unos alardes de libertad capaces de falsear la libertad- quien hace añicos las gramáticas de la creación. Sabe Dios perfectamente, como voy diciendo, con quién se está jugando los cuartos al proclamar un reino espiritual y sobrenatural sobre la tierra.
Y lo advierte a propios y extraños.
Ya en su mismo diseño, este reino “se las trae”, como suele decirse; porque –sabiendo con quién o quiénes se había de jugar los cuartos- no lo fue diseñado para complacer idealismos de carantoña y merengue, sino para cambiar los escenarios del pecado y de la libertad “sin ley” por otros de dignidad y sublimación; y esto es un reto que supone casi siempre la necesidad de meter una cuña de madera de boj en la entraña de la historia humana y abrirla de cuajo como si de un rayo tempestuoso se tratara.
Las palabras del diseño no engañan.
“He venido a traer fuego a la tierra y quiero que arda”
“El reino de Dios sufre violencia y solamente los audaces y los valientes lo consiguen alcanzar”.
Con decisión y armado de un látigo, echó del templo de Dios a los mercaderes y volcó por tierra las mesas de los cambistas.
Aunque mandó poner la otra mejilla y jamás rehusó devolver bien por mal, nunca tampoco eludió el debate, ni se arredró ni se privó de llamar por su nombre de verdad a las cosas y a las personas; pero en especial a quienes –como el fariseo o el legista- andaban empeñados en hacer de la religión un coto cerrado o en poner a Dios como cómplice de sus farsas e hipocresías.

San Pablo, máximo heraldo y portavoz o porta-estandarte de la obra de redención efectuada por Cristo muriendo y resucitando –que si por lo duro fue la redención, por lo duro ha de ser también el rescate-, expresa de este modo el diseño del “reino”: “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu, pues el que en esto sigue a Cristo es grato a Dios y acepto a los hombres” (Romanos, 14, 17).

Tan portentosas ambivalencias reclaman –creo- este día de la realeza de Jesucristo algunas reflexiones, que obviamente y en mi caso de hoy habré de colgar de dos lemas que les sirven de encabezamiento y punto de arranque.
- No hay razón para doblar la rodilla ante un hombre porque –al ser de igual a igual- esclaviza o envilece. Eso mismo, sin embargo, ante Dios y sus mandatos, no hace tal; porque, si la distancia entre Dios y el hombre sólo la puede salvar el amor de Dios al hombre, al darle la mano, le pone en condiciones de conocerle mejor y, por tanto, de amarle con mejores razones. De este modo, al amarle y encontrarse en un haz los dos amores, como que se equilibran, de forma que, al ponerse de rodillas un hombre ante Dios, las razones del amor saldan las diferencias. Y, siendo Diosl infinito, su infinito amor levanta al que se dobla; levanta y por eso no envilece. Las distancias siguen largas, pero se vuelven asequibles. Envilece lo que rebaja y degrada; pero no envilece lo que levanta y sublima por el hecho de doblar las rodillas.
- El otro lema, el de la reacción de Francisco de Borja ante la belleza corrompida de la emperatriz es, a mi ver, un caso de lógica existencial de un hombre maduro afectiva y cognitivamente. Un aldabonazo de rectitud y buen sentido ante una realidad que le puede.
Viene a decir que, puestos a rendir pleitesía, que sea por algo que trascienda las limitaciones humanas. Y pienso yo que ese trascenderse del negro al blanco sólo puede tener un nombre que lo haga comprender en plena verdad: Dios y sus valores. Y Francisco de Borja, lógico y maduro, eligió a Dios.

Suele decirse, amigos, en “román paladino”, que “coger el rábano por las hojas” es método para escabullirse de la verdad. Y algo hay de verdad en el dicho, si se le trae a nuestras culturas modernas en las que se ve tanto empeño en jugar a la desmesura o la suplantación, cuando –sobre todo- de reconocer los derechos de Dios se trata. Nada extraño o ilógico, pues, en “turnantes” de “odium Dei” como las que ahora mismo, individual y socialmente, arrasan. El hecho es, para unos, que celebrar, como hace la Iglesia, la ”realeza de Cristo” no pasa de ser una ocurrencia impropia de los tiempos. Y la palabra de Jesús, rubricando ante Pilato un reinado tan peculiar, resulta hoy una simpleza, algo chocante o hilarante.
Sin embargo y a pesar de todo, como piensan y pensamos otros, proclamar y admitir esta realeza no es ni una simpleza, ni una ocurrencia ilusa, ni un atraso, ni una teológica congratulación. Es una verdadera realeza de “majestad” y “autoridad” la que hoy pone ante los ojos del creyente la Iglesia en este postrer domingo del año litúrgico. Es la majestuosa clase de realeza que marca y alienta el prefacio de la misa del día. El reino de Dios –anunciado por Cristo y por su cruz y resurrección, patentado como espacio de salvación y liberación del hombre- es, en esta tierra, un reino; un “reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz”.
Estos son los valores del reino de Dios en la tierra. No creo que, ni de tejas abajo mirado, haya quien pueda dar más.


SANTIAGO PANIZO ORALLO
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