Meditando al paso de marcha de los cangrejos 30 - XII -2018

“Mira la ola marina, mira la vuelta que da. Mira la ola marina, mira qué bonita va. Tengo un motor que camina pa’lante. Tengo un motor que camina pa’atrás…”. La letra rumbera, caribeña y mulata de la conocida canción, en labios del venezolano Enrique Culebra Iriarte, sea hoy punto de apoyo a la idea que marca el tono de mis reflexiones en la fiesta cristiana de la “sagrada Familia”. Las dos marchas se combinan, se suceden, se intercalan en la dinámica de lo que humanamente más importa. Hoy, en estas reflexiones, la familia.

Los que se descabezan obsesos por convertir el pasado en presente caen en la misma trampa de los que viven empeñados en construir el futuro dando del todo la espalda al pasado y sin mirar atrás aunque sólo sea para precaver posibles malaventuras ya vividas o sentidas antes. La trampa es la de un idealismo tan aéreo y sutil cabalgando sobre la quimera de vivir sin tocar tierra ni sentir necesidad de hacerlo.
Ni el pasado puede ser presente, ni el presente puede aspirar a ser futuro con el nulo bagaje de su insignificancia temporal: un eterno es que ya no es. Falta de realismo puede entrañar esta doble trampa.
Los que se empeñan en convertir el pasado en presente y se alivian pensando que el tiempo se para y no corre, que las horas no pasan y que las circunstancias no conciernen a la sustancia, bien pueden llamarse ilusos o desnortados.
Pero así mismo los que –a fuer de jugar a modernos y actuales- cierran a cal y canto el pasado y lo borran del mapa de sus vivencias y se sienten abocados a conjugar la vida o su vida sólo en tiempo futuro hasta hacer del presente un punto muerto, en el que el pasado ya no existe y el futuro no ha llegado aún, pudieran igualmente llamarse ilusos e incluso desnortados porque se mecen al aire de utopías imposibles, por no decir descabelladas.
Si -en todo- los extremos se tocan y en el medio están el equilibrio y la virtud como ya dictaminaron los pensadores griegos, habría de concluirse la irracionalidad de los afanes de los unos y de los otros; tanto de los afanados en considerar bueno lo viejo sólo por ser viejo o malo lo nuevo por ser nuevo, como los de llamar bueno a lo nuevo por ser nuevo, estar de moda o tener buena prensa y dañoso lo viejo por la sola razón de no estar de moda ni contar con los vientos a favor. Afanes irracionales son los de ambas laderas, porque la verdad es que ni todo lo viejo estorba ni todo lo nuevo es elogiable.

+++
Emboco estas reflexiones con este preámbulo de teoría por ser hoy el Día de la Familia cristiana o de la Familia entendida a la luz del sentido cristiano de la vida del hombre y su carácter trascendental.
Hoy mis reflexiones vuelan hacia esas filosofías que, desde hace un tiempo, tocan a rebato contra las instituciones de fondo y calado humano y cristiano, para holgarse y tender la mano a otras de signo contrario e hijas de un secularismo tan extremista y, por ello, tan sectario como demoledor.
El matrimonio y la familia han sido y siguen siendo de las más acosadas. Se las quiere desposeer –sin razón alguna de peso y casi sólo por su “pedigrí” natural y cristiano- de su denominación de origen; y se excogitan banales argumentos para desmantelarlas y sustituirlas de raíz por otras creadas al paso y al aire de una modernidad –dígase mejor modernismo-, tan farolera, tan artificiosa y formal, tan líquida y vacía de contenido sólido que asombran tanto la presteza y ligereza de unos para divinizarla como la idiocía o el pasotismo de otros para subirse al carro de lo “políticamente correcto” por complicidades ideológicas o por complejos o inseguridad.
Y no son cosas para bromear; más bien lo son de supervivencia.
Cuando leo, por ejemplo, en el Prefacio a “Un mundo feliz” de Aldous Huxley –redactado en 1946 para confirmar ya los malos presagios del original escrito en 1.931-, ese tan profético y verosímil augurio que reza de este modo: “Ya hay algunas ciudades americanas en las que el número de divorcios iguala al número de bodas. Dentro de pocos años, sin duda alguna, las licencias para matrimonios se expenderán como las licencias para tener perros, con validez sólo para un período de doce meses y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más de un animal a la vez”, el sudor frío de las agonías me deja helado.
Y leo seguidamente –también en una Introducción, la de Álvaro de Silva al libro que recoge ensayos de Chesterton sobre el hombre y la mujer, el amor, el matrimonio, los niños, la familia y el divorcio y se titula El amor o la fuerza del sino (Ed. Rialp, Madrid, 1995)- cosas menos trágicas que las profecías de Huxley pero muy representativas para el momento actual.
“Chesterton –se dice- no habla de la familia de este tipo o del otro. Si es conservador, no es porque quiera conservar una familia “conservadora”, sino la familia sin más…. Bienvenidos sean los cambios de los tiempos y los vientos del progreso y la libertad y la democracia y lo que uno quiera, pero no pretendáis inventar una familia aguada o adulterada o muerta ya y abrazarla después como si fuera la verdadera familia. Chesterton se opuso tanto al brutal pesimismo de Huxley como al optimismo estúpido de los profetas de un nuevo tipo de familia”. Algo más adelante el prologuista –en seguimiento fiel del sentir de Chesterton- trata de situarse ante las causas del actual declive de la familia. Y matiza de este modo: “No podemos caer en una falsa ilusión, a saber, condenar las influencias externas como si fueran las máximas culpables de la disolución de la familia en buena parte de la civilización occidental. No hay duda de que el socialismo marxista y el capitalismo de la sociedad de consumo han reducido la familia a escombros. En sus ensayos sobre la materia, Chesterton arremete sobre todo contra el capitalismo, no culpa tanto a Moscú como a Maniatan, que ha creado un monstruo de muchas cabezas, dos de ellas desastrosas para el matrimonio y el hogar: el individualismo y el consumismo”. Pero no se queda es esto el diagnóstico del fino pensador inglés: “Chesterton fue consciente de que el enemigo número uno no había que buscarlo fuera, en esas fuerzas enormes y avasalladoras que derrumban sociedades enteras. Los mismos extremos del capitalismo, del socialismo y de la sociedad de consumo apenas tienen relevancia en comparación con el enemigo interior al ser humano. El enemigo del amor y de la familia es uno mismo. Es la falta de desarrollo interior humano, la pobreza de espíritu, el aburrimiento y la frivolidad, la asombrosa ausencia de imaginación lo que lleva a hiombres y mujeres a desesperar de la familia y del matrimonio, o al menos de su familia y de su matrimonio tal como los experimentan. Chesterton insiste en que el hogar no es pequeño, es el alma de algunas personas la que es raquítica. El matrimonio y el hogar resultan demasiado grandes para ellos”.
No debe cundir sin embargo excesivamente el pesimismo si atendemos a estas otras ideas de la misma y referida Introducción: “La familia, por supuesto, no ha muerto. Medio enterrada en el po¡vo de la frivolidad y en el barro de la insensatez y el egoísmo, que parecen ser congénitos a la humanidad, y que no dejan de acompañarla en su caminar, la familia, en términos de cálculo estadístico, languidece en las sociedades tecnológicamente más avanzadas del globo. Y además, como todas las cosas grandes de verdad, o seda las realidades que de verdad importan, la familia está siempre muriendo y siempre resucitando, o por lo menos debería estarlo. ‘Semper reformanda’, como se afirma de otra antigua r venerable familia. Frente a ella puede alzarse también una fuerza del sino”.

Ante el panorama poco halagüeño que permiten presentir estas ideas, he de confesar que me cuesta mucho sacudirme el “temblor ante el caos”, que ya Ortega y jJ. Marias presentían en su tiempo hasta inclinarles a corregir los defectos o los excesos de ciertas concepciones filosóficas europeas sobre el sentido de la vida humana (cfr. Harold Raley, La visión responsable, Espasa-Calpe-Madrid, 1977, p. 117).

Hoy, como digo, celebra la Iglesia de Cristo su Día de la Familia. Y cuando se pueden ver sin necesidad de anteojos ni de lupa los efectos demoledores –socialmente hablando- de la baja forma de la familia, no parece sea necesario justificar las preocupaciones y, por tanto, las reflexiones.
Es cierto, como acabamos de observar, que la talla espiritual del hombre de nuestro tiempo se reduce a ojos vistas y que los dos metros o el uno noventa de las tallas físicas decrecen hasta el cretinismo inclusive en lo espiritual, en todo lo que pueda llamarse así dentro de la humana condición. Y este dato –si algo indica- debiera imponer pensar, repensar y replantearse las veces que sea necesario –y no sólo el Día de la Familia cristiana- los datos de conciencia y de hecho ante el tema y problema actual de la familia.

Y con eso me vuelvo al terreno del sucedáneo.
Hay familia pero hay también sucedáneos de la familia. Hay matrimonio, como se dan también sucedáneos del matrimonio. Hay políticas, pero también se pueden observar a todas horas y en todas partes, sucedáneos de la política. Hay angulas de alto valor, y gulas baratas en plan de sucedáneo. Hay hombres y mujeres, aunque abunden ya los sucedáneos de hombres y de mujeres. Hombres que no pasan de “hombrecitos” y mujeres que no pasan de “mujercitas”.

Y por si fuera excesivamente crudo todo esto, me digo al respecto algo que ya otras veces he dicho. Es posible que, por pensar o hablar así, haya quien se sienta tentado a llamarme “facha”, “carca” o lo que sea… Que no se prive. Si por pensar o hablar lo que se tiene por verdad a uno le llaman “facha” o “carca”, me avengo a ello. Lo primero porque creo que, por pensar o hablar así, nadie es ni “facha” ni “carca”. Y, además, porque generalmente llaman “facha” a los demás gentes que no suelen tener el coraje de verse por dentro y decirse a sí mismas lo que escupen a los otros. Es cuestión de sociología posmoderna y no hay que apurarse por ello. Aquí tampoco, como en el mus, hacen juego las palabras; mÁs bien lo hacen las cartas que ganan o pierden, en liza siempre con la verdad y por la verdad.

Además otra cosa. Como en una sociedad individualista, egoísta y de consumo como la actual lo que priva es lo plebeyo, lo vulgar, lo que lleva etiqueta de lo llamado “progre” sin tener nada que ver con el verdadero “progreso”, me quedo -para finalizar estas reflexiones- con el asombro de Ortega al comprobar –hace ya un siglo- las proporciones gigantescas, hasta tiranizar, de esa plaga que él no duda en llamar “plebeyismo”.
Lo plebeyo –que no es evidentemente lo popular- tiraniza en estos tiempos. Y como él dice en uno de sus magistrales ensayos –el que titula Democracia morbosa-, “el plebeyismo triunfante en todo el mundo tiraniza en España. Y como toda tiranía es insufrible, conviene que vayamos preparando la revolución contra el plebeyismo, el más insufrible de los tiranos”.
Y la verdad, no es ni de progreso ni de marcha adelante ser plebeyo, porque “lo plebeyo” -en su sentido orteguiano- tiene bastante más de regresión y de democracia ruinosa o morbosa y de marchas atrás o maneras de cangrejo que de camino hacia lo mejor.

“Vamos a ver la ola marina, vamos a ver la vuelta que da. Tiene un motor que camina pa’lante. Tiene un motor que camina pa’atrás…”. Así –con esta otra letra- se ha cantado siempre La ola marina. La rumba de la ola marina. Un motor que camina pa’lante y otro motor que camina pa’atrás. Progreso y regreso. Adelante y atrás. La yenka o algo así.

Pensemos. Ni la familia ni el matrimonio –siempre en situación y actitud de reforma y renovación –no de innovación que es otra cosa- no están atrasados. Incluso se hacen más necesarios que nunca. El atraso está en otras cosas.
Hoy Día de la Familia cristiana, pensemos. La cuestión se lo merece, por evitar lo que señala Ortega ante las superficiales filosofías del vivir: ”el temblor del caos”…. Casi nada!

Pesimismo? Tal vez. Tómese como se quiera o la ración que se desee; pero pensemos un poco en ello. Importa mucho.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
Volver arriba